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De currículos e identidades

Pedro Merino Múgica

Una de las acusaciones más reiteradas que suele hacerse al debatir una nueva ley educativa es la de ser una ley “política”. Como si no lo fueran todas las leyes, o como si la “política” fuera algo sucio o indigno. No seré yo quien defienda in toto la LOMLOE, ya que tiene una serie de defectos que lastrarán su futuro desarrollo (fondo constructivista discutible, exceso de inconcreción, falta de previsión en cuanto a financiación y formación del profesorado…). Sin embargo, entre sus aciertos, indudablemente, está la actualización del obsoleto currículo de Geografía e Historia, aspecto duramente criticado en la mencionada columna (en particular, el hecho de que la materia de Historia de España de Bachillerato se centre en la historia contemporánea).

En realidad, los debates sobre la enseñanza de la Historia (y sus contenidos) no son nada nuevo: las “guerras escolares” sobre estas cuestiones fueron habituales en los años 90 en Gran Bretaña, en Francia, en Estados Unidos… En todos esos países se produjo una actualización curricular que pasaba de una historia más tradicional, “evenemencial” a otra más basada en el análisis crítico. Y ello supuso una airada reacción de quienes tenían una concepción de la enseñanza de la historia más enciclopédica, positivista y…  nacionalista. También ocurrió en España: en 1996, Esperanza Aguirre azuzó la llamada "polémica de las Humanidades” con su denuncia del “calamitoso estado” de la enseñanza de la Historia; una historia -decía- en la que "desaparecían Julio César y Felipe II (algo que, por cierto, jamás ha ocurrido con ningún currículo). Se trata, pues, de un viejo debate que ni siquiera se molesta en ataviarse con ropajes nuevos.

Es muy significativo que las críticas (que se dieron también con la LOGSE y con la LOE) a la centralidad de la historia contemporánea sólo afecten a la materia de Historia de España, y no a la de Historia Contemporánea Universal. En el fondo, lo que late en estas diatribas es la convicción de que al alumnado se le hurtan las “raíces de España”; convicción que emana de una concepción nacionalista, en la que nuestro país es el fruto de una inevitable evolución teleológicamente predeterminada. Afortunadamente, esta visión simplista fue desterrada hace décadas de la historiografía profesional. Las interpretaciones divergentes existen (son la base del avance del conocimiento histórico), pero hay un notable consenso en muchas de estas cuestiones. Las obras de Gellner, Hobsbawm o Anderson (o en España, de Álvarez Junco o Nuñez Seixas) supusieron un vuelco en nuestra concepción de la nación y del nacionalismo. Es el nacionalismo el que crea lasnaciones; éstas no son una realidad inmanente, fruto del desenvolvimiento de un espíritu herderiano. Todo lo contrario, los Estados nación actuales son fruto de la contingencia y de la casualidad en no menor medida que de la causalidad; son producto de la modernidad, no del Volksgeist milenario.

Sin embargo, este consenso académico no se ve reflejado en la producción de una literatura pseodohistórica cuya popularidad y carga nacionalista es inversamente proporcional a su rigor. Ejemplo de ello pueden ser los panfletos de Esparza o Roca Barea (este último, brillantemente desmontado por Villacañas ensu imprescindibleImperiofilia). De ahí las ignorantes afirmaciones de Ayuso u Otegi (tan lejos, tan cerca), la primera afirmando los dos mil años de solera de la nación española, y el segundo los nueve mil (nada menos) del pueblo vasco.

Y es aquí donde la materia de Historia cobra importancia. Cierto es que el currículo de Geografía e Historia es más “político” que el de Matemáticas o Ciencias Naturales. Y no puede ser de otra manera, dada la naturaleza de la materia. Pretender que existe un temario “técnico”, neutral política y epistemológicamente, es absurdo. Todo currículo se basa en la selección de contenidos, y esa selección ha de responder a determinados criterios. En los siglos XIX y XX el criterio básico en esa selección era la función nacionalizadora que la escuela en general, y la historia en particular, tenían.Hoy día, los alumnos de 2º Bachillerato tienen 3 ó 4 horas (dependiendo de la comunidad) para estudiar desde Atapuerca hasta el segundo gobierno Aznar, algo a todas luces imposible. En realidad, es un temario heredero de esa obsesión por dejar clara la “genealogía de la nación”, pero que en la práctica reduce la historia de España a un mero recetario basado en los contenidos de la Selectividad, sin ilación entre sí, y sin margen para profundizar en ningún aspecto o etapa (y eliminando la historia más reciente).

Actualmente, la mayoría de los docentes consideramos que “las Sociales” han de tener otras funciones, que podríamos resumir en que sean útiles para que nuestros alumnos puedan comprender el proceloso mundo que les ha tocado en suerte. Ello lleva, inevitablemente, a un replanteamiento de la materia; y Pierre Bourdieu ya dejó claro que la inclusión de cualquier nuevo contenido en el currículo debería ser compensado con la eliminación o atenuación de otro. No es un ningún drama, sino una necesidad. En una sociedad saturada de debates identitarios estériles, uno de los mejores servicios que puede prestar esta asignatura (además de trabajar aspectos como el pensamiento crítico, para lo que, ciertamente, debe basarse en contenidos rigurosos) es hacer entender al alumnado el carácter contingente y lábil de esas identidades (incluida la nacional). Así, con suerte, en el futuro nadie se pondrá nervioso cuando uno de sus ídolos "desaparezca" de los libros de texto…

Pedro Merino Múgica es socio de infoLibre

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