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José Amella

Estoy en una biblioteca pública. Antes de sentarme, con mal gesto, he tenido que cerrar los batientes de las ventanas que me permiten ver el trasiego de personas y la sombra que el sol de invierno dibuja sobre la plaza. El edificio de enfrente muestra su cara amable al sol, orgulloso de su orientación al este. La temperatura de la biblioteca comulga mejor con esa sombra que con la luz que reflejan las ventanas de ese edificio.

He tardado casi cuarenta minutos en escribir el párrafo anterior, y tampoco sé por qué lo he escrito. Quiero hacerlo sobre la inapetencia, sobre el aburrimiento. No, no es cierto. Aunque no quiero divagar, a la vez siento la necesidad de hacerlo, de extenderme sobre las infinitas posibilidades que ofrece una palabra, cada palabra, desde la más obvia a la agazapada en el más íntimo resquicio del corazón. Sí, quiero divagar y nadar entre las palabras como sobre la arena de la playa, hacer de ellas la espuma de las olas.

No es cuestión solamente de palabras, ya, pero antes de actuar hay que hablar

He tardado otros cuarenta minutos en escribir este segundo párrafo, y tampoco sé por qué lo he escrito. Quiero hacerlo sobre la ausencia de razones para no disfrutar de los contrastes y coloquios entre las sombras y las luces que nos muestran con parsimoniosa constancia todos y cada uno de los días. Entreveo que esa ausencia es la fuente de la que manan esta inapetencia y este soberano aburrimiento. Sí, sobre esto sí que quiero hablar. Si tengo que trazar con las palabras espirales infinitas lo haré. Si tengo que recorrer con esas mismas u otras palabras el camino inverso hasta volver al origen de la espiral, lo haré. Quiero alcanzar la fuente de la que manan, pero estoy convencido, más bien intuyo, que remando contra el decaimiento y la pasividad no bastará para penetrar en el laberinto de esa ausencia, asirme a las razones que me liberen de la oscuridad, poder escuchar los coloquios entre las luces y las sombras que supongo están ahí, que me inundan e interpelan con sus claroscuros. Tengo que levantar la vista más allá de las colinas que me rodean y ver la cordillera de la que manan los desasosiegos que me ahogan. Allí en esa fuente, si la alcanzo, quizá podré colmar el vacío que me asola y con esa esperanza evitar que las incertidumbres embriden mi acción e impidan mi ascensión hasta la fuente.

He vuelto a tardar cerca de otros cuarenta minutos en escribir este tercer párrafo, pero me ha merecido la pena. Ha desaparecido por la alcantarilla la parálisis que me ha acompañado en los últimos días. Hablar es siempre un alivio, y escribir es hablar con uno mismo. No es cuestión solamente de palabras, ya, pero antes de actuar hay que hablar.

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José Amella es socio de infoLibre.

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