Un rey sin monarquía Virginia P. Alonso
No es noticia que el discurso de Navidad del rey suele ser un ejercicio más que notable de funambulismo. No es difícil imaginar a su corte (y a su cohorte) con un montón de papeles sobre la mesa intentando dilucidar cómo hablar de esto sin pisar un callo, o cómo mencionar esto otro sin levantar una ampolla. Pero el de 2025 es, hasta la fecha, el que se lleva la palma.
Felipe VI ha construido su mensaje alrededor de dos efemérides redondas: los 50 años del inicio de la Transición democrática y los 40 de la entrada de España en las Comunidades Europeas. Democracia y Europa como columnas vertebrales de un relato en el que otro gran aniversario, no precisamente menor, brilla por su ausencia. Ni más ni menos que los 50 años de monarquía parlamentaria.
La omisión resulta demasiado evidente como para ser casual. Felipe VI celebra la democracia, pero evita conmemorar la institución que él mismo encabeza; reivindica la Transición, pero sin subrayar el papel de la Corona en ese proceso; apela a la memoria, pero sin nombrar ni el franquismo ni la dictadura, las dos palabras que definen con más precisión el régimen que restauró la monarquía y que designó como su sucesor a Juan Carlos I, su padre, que a partir de este 24 de diciembre de 2025 ya puede pasar a la historia como El innombrable.
Precisamente, El innombrable, cuando todavía era sólo un campechano rey, utilizó no pocas veces sus discursos navideños para reivindicar su papel en la Transición y para subrayar la monarquía como pilar del sistema constitucional (ahora que ya no da discursos de Navidad, se pasa a las memorias para seguir haciéndolo).
Felipe VI mantuvo esa línea en sus primeros años de reinado: en 2015 y en 2018 recordó explícitamente la proclamación de su padre y la continuidad institucional como elementos de estabilidad. Y hasta ahí llegaron las loas. Porque a raíz de la sentencia del caso Noos el emérito pasa de ser un activo simbólico a un problema estructural, y desaparece del discurso navideño. La cuestión es que con él desaparece también la posibilidad de celebrar la monarquía sin abrir un balance incómodo.
El discurso de este año es la culminación de este proceso. Felipe VI no menciona los 50 años de monarquía porque hacerlo implicaría hablar de su padre. Y hablar de su padre, en 2025, es entrar en un terreno minado. Más aún después de la publicación de las memorias del emérito, en las que no solo elude cualquier revisión crítica de su trayectoria, sino que expresa sin complejos su cercanía al franquismo, normalizando una relación con esa dictadura que su hijo evita nombrar de forma directa y explícita (la referencia más clara la hace al hablar de “los extremismos, los radicalismos y populismos”: “ese capítulo de la historia ya lo conocemos [...], tuvo consecuencias funestas”). Qué oportunidad perdida, por cierto.
La contradicción es difícil de ignorar. Mientras el rey construye un relato de democracia sin dictadura, su padre reivindica desde fuera de la institución su vínculo con el régimen anterior. Mientras Felipe VI apela a la convivencia y a la memoria compartida, Juan Carlos I es apartado de la conmemoración del medio siglo de democracia.
Felipe VI no menciona los 50 años de monarquía porque hacerlo implicaría hablar de su padre. Y hablar de su padre, en 2025, es entrar en un terreno minado
Rememorar los 50 años de la monarquía habría obligado a confrontar esa tensión. A explicar qué se celebra exactamente. A asumir que la democracia y la monarquía española nacen de una Transición marcada por silencios, renuncias y una continuidad institucional que hoy pesa. Por eso opta por Europa y la Constitución (cómo no) como refugio narrativo seguro. La Corona se convierte en un terreno pantanoso para el propio rey.
Ese desplazamiento explica también el tono del mensaje. El rey adopta un lenguaje inequívocamente democrático —soberanía popular, convivencia, pluralismo—, pero lo hace para sostener una institución que no se somete al mismo nivel de control democrático que el resto. Apela, como siempre, a la ejemplaridad de los poderes públicos, pero sin incluir, nuevamente, a la Casa Real en ese marco de exigencia. Se pide confianza sin hablar de transparencia, rendición de cuentas o responsabilidad institucional. Es, además, un discurso plano. Sin aristas. Sin una sola referencia concreta al presente político que obligue a mojarse. No interpela a nadie. No señala conflictos. No incomoda. Se limita a enunciar valores generales y consensos históricos, como si eso bastara para sostener la autoridad institucional.
Sobre todo, cuando la monarquía llega a esta Navidad tras un año más que complicado, y no sólo por el libro del emérito. Vox le ha dado la espalda a Felipe VI, y Alberto Núñez Feijóo no acudió a la apertura del año judicial presidida por el monarca con la excusa de que asistiría el ya exfiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. El desplante del líder del PP no lo era tanto con el rey como para escenificar su castigo a Pedro Sánchez, que es lo único que le importa, tenga el coste que tenga. Sin dramatizar esos gestos, sí indican que la Corona ya no funciona como espacio de consenso indiscutido. Es una institución más expuesta y más consciente de sus límites.
En este contexto encaja como un guante la conversión de la princesa Leonor en un producto cuidadosamente diseñado. Marketing institucional para compensar la falta de un debate de fondo sobre el papel de la Corona. El mismo objetivo que tiene, al fin y al cabo, el discurso del rey.
Por eso, el hecho de que Felipe VI celebre la democracia mientras borra a la monarquía es, quizá, la señal más inequívoca de la fragilidad que intenta ocultar.
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