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La escuela pública

Antonio García Gómez

Cuando yo iba al colegio de “los curas” en mi ciudad natal, al salir de las clases debíamos, mis compañeros y yo, andar con cuidado y echar a correr si nos percatábamos de que los chavales de la Escuela de la Villa (es decir las Escuelas Nacionales de la época, vamos, la escuela pública) venían a celebrar también su salida de clase a pedradas, por ser nosotros los pijos de “los frailes”.

Entonces, las escuelas públicas eran literalmente guetos en los que se recogía a la chiquillería más vulnerable y abandonada, sin mucha esperanza de salir a flote del destino, a pesar de su paso por las escuelas de entonces, desprestigiadas, retiradas al ostracismo, casi relegadas a la mera acogida de los niños, para que fueran creciendo sin mayores alicientes que los propios de sus travesuras dejadas a su infortunio, porque tampoco iban a merecer más esfuerzo en su educación que el estricto paso por la escuela que no los fuera a “desasnar” más allá de lo imprescindible.

Cuando me incorporé a mi primer empleo como docente, en una escuela pública, el 7 de enero de 1975, en una localidad guipuzcoana del corazón corporativista de prometedor futuro laboral y económico para la zona, lo que me encontré fue un caserón medio abandonado, en pésimo estado, con un claustro de maestros/maestras poco motivados, anticuados en sus metodologías, abandonados por la propia Administración, interesados en asegurar “las permanencias”, aquellos pluses que se añadían a los magros jornales de aquellos maestros que, recuerdo, podían limitarse a “contratar” a cualquier amigo/a por una pequeña propina, mordida, para poder ausentarse de sus puestos de trabajo.

Ese era el sistema y esa era la nula importancia que había dado el régimen a la educación encargada a la escuela pública. Al menos de modo muy generalizado.

Pronto pasé a formar parte del Movimiento en defensa de la Escuela pública vasca, en aquellos años de indefinición y cierta perturbación, hasta lograr entre muchos iniciar el auge digno, responsable y pedagógico de, efectivamente, la escuela pública, en este caso, “vasca”.

Recuerdo que entre otras actuaciones, se logró, en la ciudad en la que yo trabajaba, vecina a Arrasate (Mondragón), comprometer a un grupo de familias para que “llevasen a sus hijos a hacer el primer curso a la escuela pública”, por cierto todas ellas euzkaldunas y vascoparlantes. También se iniciaron, y no sin dificultades y plantones de parte del profesorado, las asociaciones de padres y madres. Y aquello fue el principio de un renacer… desde el tiempo, sin duda, de la II República.

Desde entonces la escuela pública, en nuestro país, no ha hecho más que crecer en competencia y dignidad, solvencia y respetabilidad. Incluso habiendo logrado establecer el sueño de una escuela pública, universal y gratuita. Incluso compartiendo su pervivencia con colegios privados, como no podía ser menos, doctrinarios y, en su mayor parte, religiosos.

Hasta que se inventó, sucedió durante el gobierno de Felipe González, lo de los “colegios concertados”, más o menos creados para atender y sosegar a aquellas familias acomodadas que deseasen llevar a sus retoños a escuelas, con apariencia excelente de colegios privados, muy privados, muy ideologizados, muy aparentadores  y selectivos… en detrimento escamoteador del servicio público de educación que debería ser integrador, socializante, igual para todos y todas.

Con la sensibilidad a flor de piel de los mantenedores de ese invento educativo de los “colegios concertados”, muy integrados en la sociedad española, incluso muy favorecidos, los patronos de “la concertada” (especialmente los procedentes de la Iglesia católica) son muy dados a acusar al resto de adoctrinadores, muy cicateros cuando esa sospecha se les echa encima.

Y así la escuela pública vuelve a estar en entredicho ante el auge de una “escuela concertada” muy crecida, muy asentada y que, desde luego, no está dispuesta a perder ni uno solo de sus privilegios conseguidos y por conseguir… mientras la escuela volverá a sufrir el egoísmo, en aras de una libertad que solo favorezca a una parte, de quienes solo pretenden educar de parte, formar según sus particulares principios, en contra del carácter universal e igualitario que ofrece y debería exigir la educación pública… verdadero tesoro de una sociedad que no ha sabido y no sabe resguardar, proteger y fomentar.

Al tiempo que el servicio a los más necesitados, vulnerables y excluidos, como poco, solo es capaz de asegurarlo … ¡la escuela pública!

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Antonio García Gómez es socio de infoLibre

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