Librepensadores

Feudalismo en el siglo XXI

José Ramón Berné Marín

Desde que el ser humano habita la Tierra, el más fuerte se ha impuesto al más débil y, además, el fuerte siempre ha acrecentado su fortaleza aprovechándose de la debilidad del otro.

Todos tenemos en nuestras retinas las imágenes de esas películas históricas, ambientadas en la Edad Media, en las que podemos ver cómo la plebe mendiga por los alrededores de un castillo para poderse llevar un trozo de pan duro a la boca, mientras que los más afortunados trabajan sus tierras de las que sacan lo justo para comer, teniendo que rendir vasallaje al señor, poniendo a su disposición los escasos frutos que obtienen e, incluso, a sus propias esposas.

Siglos después la situación no ha cambiado tanto como creemos. Los señores feudales de los dos últimos siglos han aparentado ceder ante las revoluciones sociales, renunciando de forma figurada a algunos de sus privilegios. Pero no nos engañemos: la realidad es que no han sido las revoluciones sociales las que han permitido alcanzar a la plebe actual del primer mundo el grado de dignidad que cualquier persona se merece [en el tercer mundo siguen encontrándose en el siglo XIII], nuestro grado de bienestar actual se ha conseguido gracias a las revoluciones industriales y no nos ha salido gratis.

El avance de la tecnología, propiciado fundamentalmente por un querer producir más, y más barato, ha favorecido el desarrollo de maquinaria que ha liberado al obrero de tener que emplear la mayor parte de su tiempo en trabajar. ¿Alguien se cree que se hubiera conseguido la jornada de 8 horas si no hubieran existido máquinas que reemplazaban, en parte, al motor de sangre?

Superada la primera mitad del siglo XX, siempre hablando del primer mundo, la clase media se empezaba a acercar peligrosamente a las clases privilegiadaspeligrosamente. La Segunda Guerra Mundial había dado otro impulso a la industria, un coche utilitario empezaba a ser asequible para las clases trabajadoras y el hecho de no tener que dejarse la vida en las fábricas, cada vez más abastecidas de más y mejor maquinaria, posibilitaba descubrir el significado de la palabra ocio.

Al humilde trabajador se le vendió la idea de que ser propietario de una vivienda, además de dignidad, le daba cierto grado de tranquilidad para el futuro [esta idea sigue hoy vigente], y se le animaba a que adquiriera un piso, aunque para ello tuviera que hacer cientos de horas extraordinarias y endeudarse por mucho tiempo.

Ya a finales del pasado siglo, no era difícil que un trabajador pudiera encontrarse con su jefe en el mismo lugar de vacaciones. La tecnología avanzaba, la automatización mejoraba los procesos de producción y aunque la mano de obra pudiera ser menos necesaria, entre tanto a la clase trabajadora se le iban creando nuevas necesidades para que no pudiera renunciar a su implicación en el trabajo y, por añadidura, incluso que la mujer se tuviera que incorporar, de manera ineludible, al trabajo fuera del hogar. No debemos confundir el derecho al trabajo, igual para todos, que la obligación a trabajar por las necesidades, superfluas en muchas ocasiones, que ha generado la sociedad de consumo. El hecho de que ambos cónyuges trabajaran permitía comprar un mejor coche, un mejor piso y disfrutar de unas vacaciones más lujosas. Ya los trabajadores no se conformaban con ir a pasar unos días al pueblo de sus padres, o a un apartamento barato en una playa en la que costaba darse un baño entre la multitud que se agolpaba en la arena. A finales del siglo XX, los trabajadores podían elegir el Caribe, como un destino asequible, o hacer un crucero por el Mediterráneo, sin excesivos sacrificios.

Los señores feudales del siglo XXI quizás no pueden aceptar cómo se les han ido recortando sus privilegios. Hay que poner a cada uno en su sitio y hay que volver a marcar las diferencias. Y a fe que lo han conseguido. Después de esta interminable crisis que nos viene oprimiendo desde hace más de una década, las diferencias sociales otra vez están creciendo.

En España tenemos un ejemplo muy claro, según El Confidencial [09/04/2018], a finales del año 2008 el beneficio empresarial, como porcentaje del valor añadido bruto de las empresas no financieras, en España estaba por debajo de la media de la UE, que era de un 40 %. Diez años después, la UE mantenía dicho beneficio en un 40 % y España lo superaba en casi 3 puntos. En el mismo periodo de tiempo el número de personas ocupadas pasó, en España, de 20,5 millones a 18,8 millones, casi 2 millones menos de empleos. El 04/12/2019 se podía leer en el mismo periódico que en 2018 los beneficios netos, en unas 800.000 empresas sondeadas, habían crecido casi un 44 % y los salarios, en las mismas empresas, apenas aumentaron en un 1,3 %.

A la plebe hay que volverla a poner en su sitio.

José Ramón Berné Marín es socio de infoLibre

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