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Ocios y odios

José María Barrionuevo Gil

Desde siempre, aunque sea corta nuestra vida, hemos tenido la oportunidad de oír que “la ociosidad es la madre de todos los vicios”. Por todos sitios se nos invita y hasta incita a la actividad. No podemos estar ociosos por mucho tiempo. Somos inquietos por naturaleza, pero hay veces que la naturaleza se cansa. Así, aprovechando que la naturaleza se nos puede venir abajo, se nos habla como si el ocio fuera una solución a nuestra tan atareada vida. Se nos invita a repartirnos por las terracitas de la ciudad para gozar de una merecida ociosidad y una cervecita que nos ayuden a acabarnos de amargar nuestras tardes, tras días de obligado cumplimiento y de trabajoso laboreo.

Con esto podríamos decir que está todo dicho, incluso que está “medido, contado y pesado” como se nos recuerda en la famosa cena de Baltasar. Sin embargo, no se nos acaba el tiempo, porque solo se trata, con todo derecho, de una cervecita en una terracita en una tardecita después de un trabajado y trabajoso día. Se trata de ver “las luces de la ciudad” sin las sombras de las colas del hambre.

También sabemos que no siempre los trabajos te dejan mucho tiempo ni dinero para ir de terracitas. También sabemos que hay jóvenes que, aunque no den un palo al agua, se van de cervecitas, porque sus progenitores tienen posibles y se lo pueden permitir. Hasta aquí todo perfecto. Todo está ya organizado y servido, ya podemos levantar cabeza, porque la pandemia, que nos ha tenido encerrados durante tanto tiempo, nos ha resucitado los ánimos y ya podemos elevar nuestras miradas y vernos con los otros cara a cara, mascarilla a mascarilla. Después de tanto tiempo sin saber de los otros, sin poderlos ver y sentir cercanos, ya hasta podemos levantar nuestros inmóviles y humillados ojos de los móviles y vernos y reconocernos.

Ahora bien, podemos observar que entre nosotros tenemos palabras que son tan vecinas que nos llaman a dedicarles más de una reflexión, porque los ocios y los odios se han instalado en nuestros barrios para removernos las entrañas del vecindario. Como queremos un vecindario limpio, vemos que los ocios no son tan bien llevados como quisiéramos. Sabemos que siempre se decía: “Quien nada tiene que hacer coja una escoba y empiece a barrer”. Sabiendo que el ocioso puede, además, ser vicioso, nos topamos cada dos por tres que el ocio está dando en el vicio de ensuciar y dejarlo todo con la marca del descuido, del abandono. También la palabra vicio es una buena vecina de la palabra ocio. Si bien los botellones vienen de antes de la pandemia, es ahora donde han tomado carta de naturaleza, de una naturaleza abandonada y sucia y, sobre todo, con un ocio que se ha convertido en un vicio y un vicio que se ha convertido en un odio. La deriva ciudadana que ha llegado con sus manos a maltratarlo todo, se ha reconvertido en una antigua endemia, pariente del cainismo patrio, que parece tener a gala la soflama del “a por ellos”.

No es tan malo el ocio como nos lo pintan, sino cuando nos lo desdibujan. Así podemos observar que ya queda muy lejos aquella tríada de la jornada anarquista, que nos hablaba de las ocho horas para trabajar, ocho horas para dormir, ocho horas para el ocio, al que consideraban sinónimo de cultura. Sin embargo el ocio, tan liberal que hemos adoptado en estos tiempos, ya no se ha conformado con hacer caso omiso de la cultura, dejándolo derivar en el dolce far niente, sino que nos ha hecho dar con nuestros huesos en una tierra que no debería ser de nadie, una tierra, por así llamarla, inculta. Esa ociosidad emérita sí es la madre de todos los vicios.

El mundo progresa que es una barbaridad, pero para bárbaros nosotros, que siendo conscientes de la capacidad de nuestro solar patrio, ya no nos basta con dedicarle espacios a la ociosidad por el placer de charlar, de estar con los amigos y de vernos buenos y con salud. Nos hemos permitido el lujo de divertirnos en nuestros momentos de ocio no por placer, quizá porque nos resultaba muy aburrido. Ahora parece de obligado cumplimiento ocupar y cumplir nuestro ocio no por pura diversión, sino hacerlo por unas consignas que vienen dictadas tácitamente con una exquisita guarnición de odio. Ya no se usan ni el ocio ni el voto por el placer de concedernos y repartirnos algunas dosis de bienestar, sino por la inmarcesible voluntad de odio que los moviliza.

Ya nos decía, en el segundo siglo de nuestra historia, el emperador Marco Aurelio en sus Meditaciones: “De mi maestro Frontón aprendí el haberme detenido a pensar cómo es la envidia, la astucia y la hipocresía propia del tirano, y que, en general, los que entre nosotros son llamados «eupátridas» (“patriotas” los podríamos llamar hoy), son, en cierto modo, incapaces de afecto”.

José María Barrionuevo Gil es socio de infoLibre

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