Librepensadores

Sexo con menta

Jesus Moncho

El sexo, palabra aséptica que simplemente daba a entender clasificación o división, en la Antigüedad Clásica tenía su justa importancia (¿quién nos lo habrá cambiado?). Se creía que el sexo liberaba energías y estaba en la base del equilibrio de la persona. El sexo traía salud. Se despertaba antes en las chicas (11-12 años). Y esa, digamos, libido femenina se calmaba mejor que nada con el concurso del hombre, con el concurso de su pene (penis-intrare/penetrar). Pero el hombre, en Grecia, entendía toda la relación de pareja como un contrato donde la mujer no se ocupaba más allá de la casa mientras él pululaba por el ágora (la plaza pública) o se adiestraba en el ejército. Y la práctica del sexo se afrontaba como un intercambio de poderes. El de arriba domina y es superior, mientras que el de abajo es inferior y sumiso, lugar destinado a la mujer, al esclavo o al vencido. No hace falta que digamos que esto se denomina “machismo”, en una sociedad donde el hombre llevaba su preeminencia incluso hasta entre sábanas.

Por otra parte, existían, con consentimiento y aceptación plena, las hetairas, es decir, las prostitutas (del latín pro-statuere/estar delante, mostrarse, ofrecerse), que se instalaban en unas cámaras o barracas llamadas fornices, de donde la palabra fornicar. También existían los jovencitos (del griego paids/chico, y erastés/amante, la pederastia), homosexualidad entendida como formación del joven (el caso del mancebo Fedón con Sócrates) o como ayuda y camaradería: Aquiles-Patroclo en la Guerra de Troya. 

Y en una sociedad donde las mujeres quedaban aparte, podía propagarse la necesidad de afecto y solidaridad entre ellas, tal como prueba la poetisa Safo de Lesbos (de donde el concepto lesbianismo). Sin embargo, a partir de la época de Alejandro Magno va cambiando la consideración hacia la mujer, y el enamoramiento y el flirteo ya se aceptan socialmente. Ahora ya se alaba la secuencia clímax-orgasmo-éxtasis, después de haber llegado a la conclusión de que la ”actividad” y participación de la mujer en la cama es mejor y más placentera que la pasividad o sumisión exigida por los antiguos griegos. 

El ideal romántico empieza a andar, sin desprenderse el hombre de su preeminencia social. Permítanos, amable lector, aportar aquí una pequeña muestra que nos puede servir de de ejemplificación: cuando se juraba ante los dioses decir la verdad, los ciudadanos se llevaban ostentosamente la mano hacia los huevos (testes o testiculus), dando así origen a la palabra y concepto atestiguar

Van acentuándose los ritos formales amorosos. El novio tomaba la novia en brazos, después de la boda, para entrar por primera vez en la casa matrimonial, evocando el antiguo Rapto de las Sabinas por parte de los fundadores de Roma. El hombre ofrecía la sal y el agua a la mujer como símbolos de la autoridad de esta en el ámbito familiar. Las madres previamente habían depositado, sobre la mesilla de noche junto a la cama nupcial, una jarra de miel para que no faltaron las fuerzas y los ánimos a los recién casados: de donde procede la llamada luna de miel. Incluso tomaban cerveza, porque tenía la fuerza de los dioses, hecha de cereales, denominada cere-vis (Ceres, diosa del trigo, y Vis, fuerza, vigor). 

Se recomendaban afrodisíacos (de Afrodita-Venus, diosa del amor), tales como la menta, comprobada científicamente que es un suave estimulante del sistema nervioso, aligera el mal aliento, y calma la ansiedad. Como contraceptivos, entre otros, se usaba una emulsión de corteza interna de granada con agua o resinas, aplicada a la vagina, o como supositorio vaginal después de la menstruación, con el efecto de destruir la pared endometrial e impedir el paso de los espermatozoides, exactamente igual que la píldora anticonceptiva actual. 

Los romanos valoraban la autonomía y libertad personal. Si no funcionaba la pareja, era libre la opción, tanto por parte del hombre como de la mujer, de romper y separarse. También podían tomar, además de la mujer legítima, un concubino/concubina (concumbere/dormir juntamente), institución parecida a la nuestra de las mujeres barraganas que llegó hasta el S. XV. Y, en última instancia o en casos extremos, podían tener incluso un animal como compañía: el caballo Incitatus (impetuoso) del emperador Calígula, con quien dormía bajo una manta obviamente de color púrpura, el color imperial.

Sea como fuere, amor con amor se paga. Pero algunos dicen que no existe el amor, sino las pruebas de amor. Y la mejor prueba de amor hacia aquel/aquella que estimamos es dejarlo/dejarla vivir su vida... de amores. 

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Jesús Moncho es socio de infoLibre

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