Silencio
Después de un delito, no queda más que silencio; y la lucha contra el delito es la lucha contra el silencio. Desde hace siglos, el objetivo del procedimiento penal ha sido la palabra del reo: su confesión, su arrepentimiento, su culpa. La voz del asesino, delatándose a sí mismo y reconociendo el mal causado, ayudaba a cauterizar heridas, superar duelos y sí, relativizar el daño, porque convirtiendo los daños en absolutos, la vida pierde sentido, el futuro desaparece y sólo nos queda un rótulo eterno con la palabra ‘víctima’ en la frente.
La voz del condenado asumiendo su culpa también aporta un respaldo de legitimación a la propia Justicia, que se ve reconfortada al constatar el acierto de sus sospechas y de la condena. Podría equivocarme (últimamente lo hago mucho) pero juraría que hay un juez en Galicia que guarda una botella de cava en la nevera para abrirla el día en que Alfonso Basterra alce la voz y reconozca haber matado a su hija. Están deseando que hable.
Los avances en justicia restaurativa también se han hecho sobre la palabra del condenado; y así debe ser. Su silencio no tiene poder sanador y –tantas veces– se convierte en el reducto de su propia dignidad, incapaz de activar ese proceso de autonegación que tiene toda exigencia de arrepentimiento. Regeneración, un relato de Miguel Torga en Piedras Labradas, lo expresa con la genialidad propia de su autor.
La normativa penitenciaria busca la rehabilitación; con sus (muchas) limitaciones, pero intenta cumplir el mandato de reinserción previsto en la Constitución. ¡Qué lejos queda todo! En esta línea, son numerosos los presos que reconocen su delito como medio para mejorar su situación penitenciaria. Asesinos que habían ocultado su responsabilidad la asumen en prisión: el rey del cachopo, el responsable del crimen del Guardia Urbana, José Bretón... A veces, es difícil valorar hasta qué punto son reconocimientos unidos a un arrepentimiento sincero; en cualquier caso, lo que no ayudará para nada a estos presos, si quieren acceder a beneficios, es mostrarse indolentes u orgullosos del delito cometido.
Ahora se dice que no hay que dar voz a los asesinos. Sin embargo, la voz no se da; se tiene por naturaleza, con lo que, en realidad, se está pidiendo acallar a los criminales
Pero las cosas han cambiado. Ahora se dice que no hay que dar voz a los asesinos. Sin embargo, la voz no se da; se tiene por naturaleza, con lo que, en realidad, se está pidiendo acallar a los criminales. Lo piden las víctimas, que tienen motivos para querer quitarle todo (la voz y la vida) a sus agresores. Pero mantenerles en silencio no sirve para nada. Embarcados en esta diatriba, cualquier cosa que el asesino diga es irrelevante: admita, niegue, defienda, acuse, llore, se arrepienta o se vanaglorie... Que no hable, que desaparezca. Es un deseo humanamente comprensible, pero la sociedad debería ser capaz de trascender este dolor sin causar más daño.
La consecuencia de hacer desaparecer de los anaqueles aquellos libros donde se recoge la voz de un asesino me parece un daño mayor. Ver a una persona como Nuria Labari defender en EL PAÍS que no debe dar miedo prohibir un libro, a mí personalmente me da miedo. Prefiero poder leer, por ejemplo, una entrevista al Camarada Arenas en EL SALTO diciendo que solo se arrepiente de no haber matado a Silva Sande. Prefiero poder leer cosas miserables.
________________________
Carlos López-Keller es socio de infoLibre.