A Hollywood le conviene celebrar Tiburón. Llegado 2025, con el nivel medio de sus superproducciones alcanzando cotas inéditas de mediocridad y su histórico dominio de la taquilla global en disputa con China, qué mejor que retrotraerse a 50 años atrás y recordar el primer blockbuster de todos los blockbusters.
La película de Steven Spielberg se articula entonces como un relato fundacional, no porque fuera el primer espectáculo con capacidad de arrastrar a los espectadores en masa a las salas, sino por cómo se vendió. En 1975 Universal Pictures tomó varias decisiones rompedoras. Gran inversión promocional, reserva simultánea de múltiples salas, elección oportuna de la temporada veraniega ante el reciente cuño de aparatos de aire acondicionado.
Lo que caracteriza al blockbuster —o le caracterizaba, hoy la industria depende tanto de él y los manufactura en tal cantidad que se difumina cualquier aura de excepcionalidad— es su capacidad para llegar rápido y arrasar con todo. Es un golpe relámpago, un blitzkrieg, que por ejemplo explica la angustia mediática cuando un film en el que se han depositado grandes expectativas tiene un primer fin de semana de cifras discretas.
Si no triunfa nada más llegar, el blockbuster fracasa. Es la dinámica que implantó Tiburón —lo que le diferencia de éxitos previos de taquilla como El padrino, El exorcista o, yéndonos muy atrás, las intimidantes cifras de Lo que el viento se llevó—, y es otro motivo de tantos para considerar The Rocky Horror Picture Show como el inicio de una historia alternativa para el espectáculo hollywoodiense del último medio siglo.
The Rocky Horror Picture Show también se estrenó en 1975. Concretamente un par de meses después de Tiburón, clausurando la temporada veraniega. A esta pequeña película le pasó algo distinto sin embargo: Fox no logró interesar al público, y pasó sin pena ni gloria tanto en EEUU como en el mismo Reino Unido donde había nacido, en la forma de una producción teatral low cost.
Pero esa es la historia habitual de los fenómenos de culto, lejos de la linealidad de los Tiburones: una primera toma de contacto fallida, seguida de una posterior reivindicación que atraviese las generaciones. Hoy sabemos que funciona así, gracias a The Rocky Horror Picture Show.
Science Fiction, Double Feature
Que The Rocky Horror Picture Show fracasara entraba dentro de lo previsible. Su creador, Richard O’Brien, no había trabajado con vocación de seducir a las masas precisamente. Solo quería rendir homenaje a sus pasiones: el cine de terror y ciencia ficción de serie B, el rock and roll de los años 50 y, sobre todo, el glam de David Bowie.
Ingredientes de nicho, con los que Rocky Horror solo pudo salir adelante gracias a los contactos de O’Brien en la escena londinense. Como ya había actuado en Hair o Jesucristo Superstar, O’Brian pudo aliarse con el director australiano Jim Sharman. Con él llevó la idea a las tablas —recurriendo desde un principio a Tim Curry— y más tarde al cine.
Rocky Horror había llegado a representarse en ciudades europeas como Copenhague o Madrid, si bien su posterior decepción económica como película apuntaba a que se había sobredimensionado el fenómeno. Pero Fox confiaba en ella. Con la convicción de que podía apelar especialmente a los jóvenes, el estudio organizó pases dentro de campus universitarios en adecuado programa doble con El fantasma del paraíso de Brian De Palma —musical paródico y vintage de acusadas concomitancias con la creación de O’Brien, estrenado un año antes—, e incluso se intentó reestrenar con un póster que hacía referencia al éxito de Tiburón. Este vinculaba los labios que cantan Science Fiction/Double Feature al inicio del film con las “mandíbulas” del escualo. No terminó de cuajar.
Fue así como, de forma espontánea, los juerguistas ahí reunidos empezaron a llamar “zorra” a Janet, el personaje de Susan Sarandon. El resto es historia
Lo que sí cuajó fue la última y desesperada idea que tuvo Tim Deegan ya en 1976, a varios meses del fracaso. Este ejecutivo de Fox se había enterado de lo bien que funcionaban las sesiones golfas de Pink Flamingos, una controvertida película de John Waters cuya energía leía como más o menos equivalente a la del musical de O’Brien y Sharman. Así que programó el film para los pases nocturnos del neoyorquino Waverly Theater, sin que nadie se preocupara de que hubiera un mínimo decoro en la sala. Fue así como, de forma espontánea, los juerguistas ahí reunidos empezaron a llamar “zorra” a Janet, el personaje de Susan Sarandon. El resto es historia.
The Rocky Horror Picture Show nunca ha dejado de proyectarse desde entonces en escenarios similares. Convenciones y eventos abiertamente diseñados para que el público interactúe con la pantalla, recurriendo llegado el momento a intérpretes que aporten sus propios bailes. Es, en la misma medida que un clásico de culto, un ejemplo paradigmático de cómo el público puede hacer suya una obra, y trocar la pasividad habitual de ver una película en un chorro eufórico de exaltación grupal.
Por supuesto que Tiburón había causado en paralelo otro tipo de furor colectivo —el suspense, el posterior miedo de pisar una playa—, pero la clave de Rocky Horror estaba justamente en lo anticomercial del enfoque de O’Brian, su militante especificidad.
Es, en la misma medida que un clásico de culto, un ejemplo paradigmático de cómo el público puede hacer suya una obra
Rocky Horror convocaba una comunidad. La convocaba por sus filias —las rimas estrafalarias con Frankenstein, Meat Loaf cantando rock antediluviano— y sobre todo por unas inquietudes que no por venir envueltas en gamberrismo y referencias pop atropelladas era menos unívoco.
Lo que Frank-N-Furter (aquel dulce travestido de la Transilvania Transexual) le proponía a los bisoños Brad y Janet era expandir su umbral de deseo e identidad, reforzando el creciente arraigo cultural del colectivo LGTBIQ+ toda vez que le ofrecía un buque insignia. Así que daba igual que Rocky Horror no fuera un blockbuster como tal. Poseía una capacidad de impacto incluso mayor.
El musical después de Rocky
Dicho impacto tiene por supuesto amplísimas reverberaciones sociales, e ilustra una mutación decisiva dentro del musical. Tanto en su vertiente teatral como, siempre siguiéndola de cerca, en el marco del cine de Hollywood. La fiebre por Rocky Horror estallaba en un momento de acuciante falta de fe en el clasicismo tutelado por Broadway, que poco antes de los 70 había conducido a ruidosos fracasos como los de Camelot, El extravagante doctor Dolittle o Hello, Dolly!
Todas películas de gran escala y aire demodé frente a los vientos del Nuevo Hollywood, los mismos que respiraba la implacable posmodernidad de Rocky Horror, El fantasma del paraíso o, por qué no, Cabaret. El Oscar a Mejor película que había ganado este film en 1973 clausuró la ingenuidad que había guiado al cine musical hasta entonces, con una propuesta que evidenciaba la voluntariosa falsedad del espectáculo en diálogo con los traumas históricos (aquí representados por el auge del nazismo). Una vez llegaba la autoconsciencia —y el musical se sabía a sí mismo ridículo— el camino estaba allanado para las estrategias de Rocky Horror, alrededor del pastiche y la ironía.
Rocky Horror logró que las estructuras discursivas del musical se tambalearan, demostró que cualquier cosa podía ser musicalizable. Y, sobre todo, visibilizó el esqueleto queer
Al margen de la anecdótica secuela que llegaría en 1981, Shock Treatment, el legado de Rocky Horror se percibe tanto en sucesivas producciones de culto como en nuevos éxitos apabullantes de la escena neoyorquina importados por Hollywood. El mismo Paul Williams de El fantasma del Paraíso estaba involucrado en Bugsy Malone, nieto de Al Capone, un desprejuiciado musical del 76 que ponía a niños en papeles de mafiosos sanguinarios —gángsters cuyas metralletas disparaban nata y se enamoraban de una jovencísima Jodie Foster, hipersexualizada el mismo año que Taxi Driver—, mientras que en 1978 tuvimos otro hito indiscutible con Grease.
Por mucho que la imagen básica de Grease remita a esa ingenuidad que supuestamente se había perdido en Hollywood —sazonada con un pegajoso influjo pop, hoy patrimonio de la humanidad—, su génesis es más corrosiva de lo que parece, y muy cercana al espíritu Rocky Horror. Pues en su versión teatral hablábamos de una sátira de los años 50, jugueteando con su iconografía y enfatizando el machismo o la heteronorma hasta lo grotesco. La película de John Travolta y Olivia Newton-John no llegaría a domesticarlo del todo —no había más que fijarse en esos actores cuarentones haciéndose pasar por adolescentes—, si bien el ansia por celebrar y dispensar singles antológicos acabó difuminando su intención crítica en el imaginario popular.
El espíritu de Rocky Horror reaparece cada vez que un artista cualquiera pierde el miedo de ser demasiado personal
Es un problema consustancial a este nuevo musical. Rocky Horror proponía otra forma de relacionarse con las imágenes, tan capaz de problematizarlas como de aplanarlas a conveniencia, y esta relación no distinguía entre referentes o alturas culturales. La pequeña tienda de los horrores, otro éxito ya entrados los 80, se basaba en un film de terror independiente tan aplaudido en esta recreación musical como para que luego sus creadores… encontraran trabajo en Disney (Howard Ashman y Alan Menken son los responsables de la banda sonora de La sirenita o La bella y la bestia). Sin abandonar el influjo del terror, ni alguien tan serio como Stephen Sondheim pudo resistirse en un momento dado a darle un vehículo musical a un psicópata, con Sweeney Todd.
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Rocky Horror logró que las estructuras discursivas del musical se tambalearan, demostró que cualquier cosa podía ser musicalizable. Y, sobre todo, visibilizó el esqueleto queer que siempre le había dado forma secretamente, favoreciendo que nuevos creadores hablaran con mayor transparencia de su propia realidad. Es posible que Jonathan Larson, sin el impulso inaugural de O’Brien, no hubiera compuesto RENT en los 90 dando testimonio de la precariedad juvenil y la epidemia del SIDA —utilizando, como buen posmoderno, el molde de La bohème de Puccini—. O que a John Cameron Mitchell le hubieran faltado los arrestos para crear a cierta cantante trans en su formidable ópera rock de 1998, Hedwig and the Angry Inch, llevada al cine poco después.
El espíritu de Rocky Horror reaparece cada vez que un artista cualquiera pierde el miedo de ser demasiado personal. Cada vez que hay una toma de conciencia de grupo, cada vez que se busca enriquecer la subjetividad de una época, sabemos que es cosa de Rocky Horror. Desde el espectáculo, la frivolidad, o incluso el dolor solemne del ejercicio memorístico. Hay otro musical, no demasiado conocido pero reciente, donde nos topamos con esto. Todos hablan de Jamie se inspiraba en la historia real de Jamie Campbell, dada a conocer por el documental británico Jamie: Drag Queen a los 16 años. Su adaptación cinematográfica iba a haber sido estrenada por Disney, pero la directiva homófoba de Bob Chapek la desterró a plataformas en 2021.
Habrá que reivindicarla. Habrá que reivindicarla porque cuando Jamie conocía a su mentor, la veterana drag queen Loco Chanelle (Richard E. Grant), daba comienzo un número bellísimo, This Was Me. Loco Chanelle, acompañado por la voz del icono queer Holly Johnson (del grupo Frankie Goes To Hollywood), se ponía a rememorar la década de los 80 en Reino Unido, marcada por las protestas contra Margaret Thatcher y la Sección 28 en sintonía a la heroica mitificación de Freddie Mercury. Imágenes de VHS, ficticias y reales, se daban cita con un aliento común, una festiva genealogía que nos devolvía a The Rocky Horror Picture Show y a todas aquellas canciones increíbles, resonando aquel Don’t Dream It, Be It. No bastaba con soñarlo, había que serlo.
PLAYLIST MEDIO SIGLO DE CINE MUSICAL 1
A Hollywood le conviene celebrar Tiburón. Llegado 2025, con el nivel medio de sus superproducciones alcanzando cotas inéditas de mediocridad y su histórico dominio de la taquilla global en disputa con China, qué mejor que retrotraerse a 50 años atrás y recordar el primer blockbuster de todos los blockbusters.