‘A fuego lento’, un ejercicio aburguesado (pero con fundamento) de pornografía culinaria

Imagen de "A fuego lento".

Cuando las películas de Trần Anh Hùng estaban protagonizadas por su pareja, la cocina solo acostumbraba a ser una válvula de escape. Este director fichó en 1993 a Trần Nu Yên Khê para el papel protagonista de El olor de la papaya verde, que supondría la primera producción de origen vietnamita en optar al Oscar a Mejor película de habla no inglesa. Era su primer largometraje, y Hùng sorprendió al mundo con un estilo que ya parecía plenamente depurado, ajustado a una inquietud por acercarse a la historia de su país natal: esa que solo podía observar con ojos de emigrante, al haber abandonado Vietnam con 12 años para vivir en Francia. Quizá gracias a esta condición, sus siguientes films Cyclo y Pleno verano sirvieron al audiovisual europeo para conocer la realidad de un país parcialmente ignoto. 

Entonces Trần Nu Yên Khê interpretaba a mujeres enigmáticas, rodeadas por una violencia que no terminaban de comprender, y que acaso servían para simbolizar los cambios que atravesaba Vietnam como país según había acogido en 1986 el modelo de capitalismo de estado, y su identidad nacional se difuminaba al compás de los pálpitos del mercado global. Ante esta agria confusión, la cámara de Hùng hallaba consuelo en la preparación de platos tradicionales como posibles últimos remanentes de una cultura, mientras inevitablemente esta se contagiaba de aquella misma globalización. Hoy por hoy, tras largas temporadas sin rodar y dirigir producciones como Eternité, Hùng parece totalmente afrancesado. Pero su cine intenta conservar una cierta herencia. Un cierto sabor.

A fuego lento se basa en la novela La vie et la passion de Dodin-Bouffant, gourmet, que el suizo Marcel Rouff escribió en 1920. Ambientada a finales del siglo XIX en Francia, se centra en los avatares de un afamado gastrónomo que mantiene una relación sentimental con su cocinera, Eugénie, durante varias décadas. Ningún elemento de la producción atina a recordar la ascendencia asiática de Hùng, aunque su presencia en el último Festival de Cannes forzara algún titular exótico gracias a la coincidencia en el certamen de Inside the Yellow Cocoon Shell de Pham Thien An. Este cineasta vietnamita ganó la Cámara de Oro a Mejor debut, mientras que Hùng ganó Mejor dirección y poco después A fuego lento fue seleccionada para representar a Francia en la próxima convocatoria de los Oscar.

Parecía que el cine de Vietnam se importaba a lo grande —algo que hasta ahora había venido ocurriendo muy irregularmente—, pero la cuestión solo se quedó en el titular. La prensa ha preferido comentar el pasado romántico de Benoit Magîmel y Juliette Binoche previo a interpretar a otra pareja en la ficción en lugar del vínculo de A fuego lento con un país ajeno a Europa, o con una filmografía que antes era mucho más difícil y antipática que lo que muestra esta propuesta ferozmente agradable. Porque es cierto que el argumento de A fuego lento es tan mínimo como el de El olor de la papaya verde, pero el estilo de Hùng ha preferido ignorar lo equívoco para perseguir la sensualidad de una forma mucho más directa. 

Así que las cosas del comer pasan a primer plano, y los suaves travellings del director vietnamita pulen una apabullante muestra no ya de erotismo culinario —puesto que la cámara también presta atención al sonoro placer de ingerir esos alimentos— sino de directa pornografía. De las dos horas y pico que dura A fuego lento, dos horas por lo menos están dedicadas a la metódica preparación y degustación de los mejores platos que puedan desfilar por una pantalla, tamizada por un fastuoso envoltorio formal. Más allá de esos travellings marca de la casa, también tenemos la adecuada ausencia de música, la fotografía llena de atardeceres y las cálidas miradas de los intérpretes. El impacto de A fuego lento elude cualquier sugerencia, prefiriendo decantarse por el exhibicionismo.

Con lo que, en cierto modo y ajustándose a la mirada europeizada de Hùng, acaba por engrosar un zeitgeist más pedestre de lo que les gustaría a las autoridades de Cannes. A nivel conceptual, no hay una gran diferencia entre las clases de cocina de A fuego lento y algún reel de Instagram especialmente bien fotografiado, compartiendo una vocación ASMR que arroja la comida a un vacío capitalizable. En los últimos tiempos han aflorado las ficciones que celebran la comida, sobre todo en el anime. Recordando la ascendencia asiática de Hùng, parece un detalle aún más doloroso: mientras que obras como Flavors of Youth o la reciente Suzume asociaban a la gastronomía un lecho de tradición y colectividad, los platos de A fuego lento son feudo de pijos e intelectuales, constreñidos a sus burbujas de privilegios.

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La comida como depósito de los afectos y recuerdos del pueblo, frente a la comida como garante de las diferencias de clase. O incluso de la movilidad social: ahí está esa niña, excelsamente interpretada por Bonnie Chagneau-Ravoire, que debe ser apartada de su familia de campechanos analfabetos para ser ilustrada en los secretos de la alta gastronomía. En el marco de la obra de Hùng, A fuego lento podría suponer su definitiva asimilación por los valores burgueses, al tiempo que la evidente sofisticación de sus inquietudes estéticas. En el marco del mundo globalizado, sería una prueba de tantas de la conversión de patrimonios culturales en modos aislados de producción de valor, alejados de los paladares originarios.

En esta coyuntura ideológica A fuego lento solo puede rendir como escaparate, y depender de su potencial de abstracción para llegar a lugares auténticamente seductores. Y logra llegar, por suerte. La dejadez con la que se vislumbran los avances románticos de los protagonistas, junto a los continuos matices que establece Eugénie en las condiciones de dicho romance, nos conducen a un espacio donde las tribulaciones humanas son irrelevantes, y solo importa la pasión común. Como si el acto de comer estuviera por encima de cualquier historia de expropiación, de cualquier amor, de cualquier vida. El ser humano sería entonces solo una carcasa vacía (¿un estómago?) a la que llenar de dicha pasión. 

Hemos llegado a este mundo para disfrutar de la comida, nos dice un Hùng aburguesado pero en aparente paz consigo mismo. Todo lo demás es secundario.

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