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‘Las ocho montañas’: anatomía de un eterno turista que preludia otro gran Cannes

Fotograma 'Las ocho montañas'

Este 16 de mayo dio comienzo el Festival de Cine de Cannes, que se celebrará en la ciudad francesa hasta el próximo día 27. El arranque de la cita este año, donde estará especialmente bien representado el cine español, coincide con el estreno en las salas de nuestro país de Las ocho montañas, Premio del Jurado 2022 y una de las grandes sorpresas de la anterior edición. Su propuesta, delicada y descomunal al mismo tiempo, es la pertinente anatomía de un mundo de eternos turistas.

Escrita y dirigida por Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch, la película se arma en torno a la enseñanza que uno de sus personajes protagonistas, un joven turinés en busca de su lugar en el mundo, aprende por casualidad de un anciano en Nepal. El problema dice así: si el mundo es un círculo rodeado por ocho montañas con sus ocho mares y coronado por un último monte más alto en el centro, ¿quién aprende más, quien permanece en la cima y todo lo ve desde arriba o quien desciende de la cumbre y descubre una a una esas otras montañas más pequeñas, a sabiendas de que tal vez nunca pueda regresar arriba?

El turinés es Pietro, un chaval que pasa las vacaciones con su familia urbanita en un pueblo de los Alpes italianos. Allí conoce a Bruno, el último niño que queda en la despoblada aldea, y se hacen amigos. Tanto que el padre del primero parece encontrar en el joven pueblerino, fuerte y hábil con las manos, un molde perfecto para ese ideal masculino que proyecta sin éxito sobre su hijo; la familia de Bruno, en cambio, admira desde la distancia, asombrada y anulada, los privilegios y caprichos de la interminable adolescencia citadina. Pero las vacaciones siempre terminan.

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La película los separa y reúne otro puñado de veces, con mayor o menor intensidad y acierto, cubriendo buena parte de sus vidas y componiendo, a través de los ecos de las figuras paternas que reverberan en los cuerpos, las palabras y los silencios de Bruno y Pietro, un cuidadoso estudio comparativo. En Las ocho montañas, todo es cuestión de escalas. Las imponentes torres rocosas alpinas colisionan sin parar contra los irrisorios tamaños humanos, contra los bordes de una imagen arrebatadora recortada en aplastante relación 4:3; contra el marco de la ventanilla de un coche del 84, que delimita, con esa desvergüenza que solo se encuentra en las capitales, la enormidad sin bordes de las cordilleras heladas.

Es barato señalar quién de los dos protagonistas es el personaje de la leyenda que se abandona en la montaña más alta, ajeno al mundo, y cuál el que se lía la manta a la cabeza para conocer de cerca el resto del círculo. Sin embargo, así como es especialmente tentador leer este distendido relato de amistad masculina en clave homoerótica, también lo es darle una vuelta extra a esa figura del eterno turista que la película disecciona, apéndice andante de un centro urbano que solo sabe hablar con la periferia desde la pretendida superioridad o desde el extractivismo.

La historia de la pareja de cineastas belgas, adaptada de la novela epónima de Paolo Cognetti, invita a hacerlo. Si la brutalidad de los picos alpinos puede ser filmada con tanta suavidad como consigue el soberbio trabajo a la fotografía de Ruben Impens en Las ocho montañas, también vale encontrar hipocresía en los veraneantes despreocupados y afables y honrosa resistencia en los supuestos derrotados. Y cuanto más grande la pantalla, mejor.

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