Robert Pattinson nos roba el corazón en ‘Mickey 17’, el regreso del director de ‘Parásitos’

Fotograma de la película 'Mickey 17'.

El humor que recorre Mickey 17 es más bien circense. Veloz, histriónico, y mueve a ver en sus personajes, antes que seres humanos, dibujos saltarines. Maneja un tono que no sorprenderá si se es asiduo a la filmografía de Bong Joon-ho y desde luego encenderá los ánimos de cara al que parece ser su siguiente proyecto —una película de animación para la que regresará a Corea y que acaso confirme que este es el medio más idóneo para su visión autoral—, si bien hay alguna excepción ruidosa. Al villano ridículo de turno, siguiendo los pasos de Jake Gyllenhaal o Tilda Swinton en la filmografía de Bong, le interpreta Mark Ruffalo con inspiración obvia en Donald Trump. A este personaje le espetan en un momento dado que “con razón perdió las elecciones”

Kenneth Marshall es un empresario que tras fracasar en sus objetivos políticos se ha mudado a un planeta helado, Niflheim, para colonizarlo y satisfacer su egolatría como líder del asentamiento. Su trayectoria se ajusta a lo descrito por Douglas Rushkoff en La supervivencia de los más ricos —proponiendo que el fin último de las élites tecnológicas y económicas es dejar atrás nuestro planeta, seguramente tras dejarlo arrasado por completo—, aunque sobre todo se adscribe a un momento donde parecía oportuno reírse de Trump por “haber perdido las elecciones”. Edward Ashton publicó su novela Mickey 7 en 2022 y Mickey 17 se planeó como adaptación incluso antes, pues Bong tuvo acceso anticipado al borrador en pleno culmen del fenómeno Parásitos.

Ha pasado un lustro desde que Bong Joon-ho hiciera historia con el Oscar a Mejor película de Parásitos, secundado por otras tres estatuillas. Fue un triunfo sorprendente al punto de que el presidente estadounidense de entonces, el susodicho Trump, criticara el rumbo de la Academia diciendo que debía haberse limitado a premiarla en la categoría extranjera. Partiendo de este exabrupto —que Trump amplificaba mentando sus “problemas comerciales con Corea del Sur”— y de la derrota electoral posterior contra Joe Biden a finales de 2020, parecía lícito que tanto Ashton como Bong se burlaran del expresidente en esos términos, imaginando la huida de Kenneth Marshall a Niflheim como la siguiente aventura de un personaje tan arrogante y patético.

Así que a Mickey 17 le ha pasado factura que Donald Trump haya renovado mandato muchos meses después de que la película terminara de rodarse. El chiste sobre Marshall ahora resulta desfasado y doloroso, triste en una palabra. Da la sensación de que el mundo real es capaz de superar la distopía de ciencia ficción —de que incluso al responsable de todas esas ágiles parábolas sobre la codicia humana el devenir histórico puede pillarle a contrapié—, e impele a que la propuesta de Mickey 17 permanezca atrapada en un margen de tiempo indeterminado pero reconocible, donde aún era posible pensar que “saldríamos mejores”. Algo a lo que no ayuda que la película también sufra, a un nivel más puramente cinematográfico, de este desfase.

Si Mickey 17 ha tardado tanto en estrenarse es porque Warner Bros. y Bong no se han entendido. La llegada a cines se ha aplazado una y otra vez entre rumores insistentes de que al estudio no le había convencido en los pases de prueba y estaba intentando arrebatar al cineasta su control sobre el montaje final. Sin que haya una versión oficial de lo ocurrido, lo cierto es que las imágenes de Mickey 17 respaldan esta narrativa, pues la película tiene notables problemas de escritura y ritmo. Sobre todo en su segunda mitad, cuando la coralidad que Bong había retratado antes hábilmente en la base de Niflheim se bifurca en múltiples vías y todo es, en resumen, un lío.

El regreso de Bong tras Parásitos no es para nada triunfal y las circunstancias lo han atropellado: parece hablarle a una época que luego resultó ser únicamente transición hacia la nuestra, y quiere alzar la voz contra los abusos de las corporaciones mientras es el mismo autor quien los sufre. La suspicacia inevitable de ver cómo Bong era asimilado cada vez más por Hollywood —reforzada cuando aún con el Oscar en la mano ya le estaban ofreciendo hacer una serie de HBO sobre Parásitos— encuentra argumentos de peso y ni siquiera su músculo escénico sale muy bien parado. La gramática del relato se mantiene fluida y juguetona, pero el diseño de producción deja que desear y la fotografía apagada contrasta con 150 millones de presupuesto que no vemos por ningún lado. Mickey 17 luce tristemente como un blockbuster de Hollywood típico de 2025.

Ahora bien, hay otra forma de verlo. Mickey 17, con todo su barullo y todo su desorden, tiene exactamente la misma energía que Okja, y cuanto antes se cuadren las expectativas desde aquí —dejemos atrás Snowpiercer y Parásitos, dejemos atrás los dispositivos férreamente armados—, más se podrá disfrutar Mickey 17. Porque todo lo expuesto hasta ahora es simple coyuntura. No es más grave que cuando Bong, recién licenciado en Sociología, quiso ya plantear un ambicioso paisaje caleidoscópico de personajes en Perro ladrador, poco mordedor sin el dinero ni la práctica necesaria para ello. En este debut los interlocutores últimos de las miserias del sistema capitalista eran los animales, tal y como volvieron a serlo en The Host, la citada Okja y ahora Mickey 17.

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El destino de Mickey Barnes —un Robert Pattinson absolutamente sensacional— está ligado a los habitantes originarios de Niflheim: una especie alienígena que provoca un glitch en la estructura económica/ideológica de la colonia con el mero gesto de no comerse a Mickey cuando se supone que era lo que iban a hacer. Mickey es un Prescindible. Esto es, un tontaina que se ha prestado a un programa según el cual cada vez que muere se “reimprime” acto seguido un clon suyo, lo que es sumamente útil en ese planeta indómito. Mickey 17 aumenta en 10 el número de Mickeys del título de la novela de Ashton para enfatizar el humor y el aura de perdedor existencial del protagonista.

Y aquí está la clave. Cuantos más Mickeys se sucedieran más deshumanizado deberíamos hallar al protagonista, más limitado a su rol de pieza inerte en el engranaje de explotación de la colonia. Pero a cambio Mickey es un personaje lleno de luz y amor. Tiene un apasionado romance con otra trabajadora de la colonia (Naomi Ackie), tiene tanta ingenuidad dentro como para no advertir cómo le está manipulando su amigo de toda la vida (Steven Yeun), y poco a poco va siendo consciente de lo revulsivo que ha sido el gesto de esos alienígenas. De cómo, al rechazar comerse a alguien solo porque podían, han impugnado de golpe todo ese sistema hediondo que tanto irrita a Bong.

Mickey 17 es finalmente el viaje más visceral posible a la esencia del cine del coreano. Esta esencia reduce la moda eat the rich que alentó Parásitos a tramposos disfraces del capital y se revuelve contra el cine de tesis por considerarlo reduccionista, prefiriendo recrearse en personajes que están vivos y no dejan de tartamudear y tropezarse. El ímpetu humanista resplandece con todo en contra, y modula desde el atolondramiento militante una hermosa aclaración de cuáles son nuestros auténticos problemas. Los héroes de Mickey 17 son por tanto tramposos, hedonistas, egoístas y ante todo idiotas, pero no son poderosos. No tienen una auténtica voluntad de poder sobre los demás, y esa es para Bong la humanidad que, hoy más que nunca, debemos reclamar como nuestra.

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