La maravillosa ciudad de los cerros

Los últimos tres años de mi vida los he pasado durmiendo en hoteles. He recorrido ya casi cincuenta mil kilómetros por todo el país para terminar y promocionar mi última novela. Y he apreciado algo que es común a todo íbero: cierto chovinismo regional. ¡Para cualquier peninsular, su pueblo es el mejor! Y no duda en exaltarlo cada vez que puede. Esto me irrita un poco, pero es cierto que permite que los lugareños, considerando su villa la mejor del mundo, acaban cuidándola y engrandeciéndola.

A mí, como nómada, este comportamiento me habría de resultar ajeno, de no ser porque tengo la mala suerte de haber nacido en una ciudad bellísima, no quedándome otra opción más que ser más papista que el papa y gritar a los cuatro vientos las virtudes de mi tierra y su unicidad. ¡Me hubiera encantado provenir de una población nada llamativa y ser ciudadano del mundo! Pero no ha sido el caso. 

Lo reconozco y lo asumo: Úbeda es preciosa. Y lo es por muchas razones.

Por ejemplo, he visto ciudades cuyos habitantes se pliegan y orientan alrededor del monumento más emblemático, que capta toda la atención. En mi ciudad, el casco viejo alberga tantas joyas arquitectónicas y tantos lugares de ensueño que no nos aglomeramos en un solo espacio. De ahí que sea un dolor de cabeza enseñar la ciudad por primera vez a los amigos forasteros; es casi imposible trazar una ruta que pase por todos los lugares de interés sin caminar horas y horas.

Hay mucho que ver y, con un buen Cicerone, también que escuchar: la historia de una mujer emparedada, que recogió el paisano Muñoz Molina en El jinete polaco; del lagarto gigante que te devora si no eres capaz de comerte una granada bajo un arco concreto sin que se te caiga un solo grano al suelo; de un hombre ahorcado a plena luz del día y delante del pueblo para reponer el honor mancillado de una pareja… ¡incluso la de una mujer que casi reinó el país! Como es el caso de la Beltraneja, de padre ubetense.

¿Qué hace única la ciudad, aparte de albergar en mitad del mar de olivos decenas de joyas renacentistas repartidas por los barrios de las tres culturas? Como el Hospital de Santiago, llamado 'Escorial andaluz', y el templo más bello de todo el renacimiento español, la Sacra Capilla del Salvador. Probablemente el hecho de que no solo el amplísimo escenario resulta atractivo, sino también sus actores: los alfareros de la calle Valencia, la casi perdida tradición de los esparteros, los hosteleros que te ponen de forma gratuita una tapa con cada consumición, con suerte un platito de andrajos con hierbabuena; los sabineros que se reúnen en el bar dedicado al maestro de la canción, Calle Melancolía, donde la voz quebrada del ubetense suena día y noche… ¡O los festivales que avivan el arte! El dedicado a la danza, a los cuentos, a la novela histórica, al cine, al flamenco, a la música antigua, al teatro, a Joaquín, al Renacimiento… Por no hablar de que el turismo no asfixia sus calles. Milagro divino: aún no proliferan en exceso las tiendas de suvenires y no hay colas eternas para visitar los enclaves más célebres.

Se puede ir a Úbeda, atisbar los lejanos cerros y darse una simple vuelta general, o quedarse y buscar sus secretos: el sol y la luna en una fachada alquimista, las casas judías en pie desde hace tantos siglos; la única sinagoga del mundo levantada junto a la casa del inquisidor —que conserva todavía el escudo—; los detalles paganos en la fachada del templo principal, El Salvador: las escenas de Hércules con el Centauro o los dioses romanos en las arquivoltas de la puerta principal; el túnel que conecta los sótanos de los conventos o el san Juanito, la única escultura de Miguel Ángel en España que muy pronto volverá a exponerse en mi ciudad tras años de restauración y negociaciones; el fresco majestuoso en el techo de la escalinata principal que conecta las dos plantas del hospital de Santiago; el cristo arqueado de la iglesia de Santa María; las calles estrechas del barrio judío por donde paseaba el místico San Juan de la Cruz antes de morir; las exposiciones y los conciertos que alberga la iglesia de San Lorenzo, convertida en centro cultural; la música de Zahara o Guadalupe Plata en un local underground: en la Tetería, el 31, la Beltraneja, la Copla…

La mejor época del año para visitar Úbeda

La mejor época del año para visitarla es el otoño o el invierno, por la bruma que cubre la ciudad, proveniente de la niebla que nace en la vecina Baeza, también bellísima, algo más medieval y recogida. O en primavera, pues su Semana Santa es una de las mejores del país y la gran fiesta de la ciudad, que hace que Úbeda reluzca entre gentes venidas de toda la península, familias emigradas y nuevos curiosos en busca de los incensarios, las melodías postrománticas y los rostros a la luz de las velas, entre balcones de esquina y atlantes y cariátides de quinientos años, acompañados por una centuria romana y una virgen que suben corriendo por una cuesta los obreros del pueblo… 

¡Y no se vaya el viajero sin una bolsa de ochíos! El pan que tomamos en ambas ciudades renacentistas. Una torta formada con la octava parte de una barra de pan -de ahí su nombre- y pintada con sal gorda, aceite de oliva y pimentón. Este último ingrediente fue siempre el factor de que los polos blancos del colegio de monjas en el que estudié llegaran cada día naranjas a casa y mi madre pillara un berrinche ante tanta lavadora y deseara que su hijo hubiera nacido alérgico al pimentón.

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Estoy seguro, pese a ser oriundo, que Úbeda os ofrecerá lo mismo que me produjo ver por primera vez Albarracín, Trujillo, Teixido, Girona o Mundaka. Un buen stendhalazo.

No dejéis de visitarla. Su gente es buena, generosa y trabajadora. Junto a Quesada, hogar de mi familia, no conozco tanto a un pueblo. Son mi familia y hacen de la ciudad un lugar apacible, un tesoro oculto en el desconocido paraíso interior que es Jaén. Una joya arquitectónica en la tierra con más castillos del mundo después de Palestina.

El corazón neurálgico del olivar del mundo

Los últimos tres años de mi vida los he pasado durmiendo en hoteles. He recorrido ya casi cincuenta mil kilómetros por todo el país para terminar y promocionar mi última novela. Y he apreciado algo que es común a todo íbero: cierto chovinismo regional. ¡Para cualquier peninsular, su pueblo es el mejor! Y no duda en exaltarlo cada vez que puede. Esto me irrita un poco, pero es cierto que permite que los lugareños, considerando su villa la mejor del mundo, acaban cuidándola y engrandeciéndola.

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