anuario Instituto Cervantes

El español: una memoria con futuro

Luis Garcia Montero durante la presentación del Anuario 'El español en el mundo 2021'.

“Amo demasiado a mi patria como para ser nacionalista

Albert Camus

He tenido la suerte y el honor de ser el director del Instituto Cervantes desde 2018. Esta afirmación es algo más que un recurso protocolario, porque tiene que ver con mi vocación de poeta y filólogo y, también, con mi condición de español, que no es un valor de esencias inmutables, sino una experiencia histórica en relación con una dictadura y una democracia. La identidad define un proceso en el que las características particulares se relacionan de manera inevitable con las colectivas. Ese tejido vital envuelve tanto a las personas como a las instituciones. Para explicar lo que quiero decir y dar cuenta de mi trabajo, me conviene pedir ayuda a Nicolás Sánchez-Albornoz, primer director del Instituto Cervantes, una institución fundada en 1991, hace ahora 30 años. En su libro de memorias Cárceles y exilio (2012), Nicolás escribió lo siguiente:

En abril de 1991, Congreso y Senado aprobaron la ley fundacional del Instituto Cervantes, una institución destinada, a semejanza de las creadas antes por otras naciones europeas, a enseñar y proyectar la lengua y la cultura española en el exterior. La necesidad de semejante institución data de mucho antes, pero sólo la democracia dotó a España de la confianza en sí misma y de la aceptación de su variado acervo histórico y contemporáneo como para dar el paso necesario. Sólo entonces los españoles estuvieron listos además para aceptar que constituían simplemente una minoría dentro de la comunidad lingüística y cultural hispanohablante y que la institución pública española no debía pretender dictar pautas lingüísticas o culturales al resto del bloque, como propendió a hacer la dictadura. Debía, al revés, invitar a los países hermanos a que compartieran la herencia común. Levantar una institución así de la nada —sin siquiera sillas, mesas y teléfonos— prometía toda suerte de dificultades materiales y de definición. Y no faltaron. En vez de echarme para atrás, el reto me empujó a aceptar un encargo que prometía no ser una sinecura… Apelar a un exiliado para puesto administrativo —no ya para ocupar un escaño en el parlamento, donde se dio más el caso— constituyó un fenómeno poco frecuente.

  Los recuerdos del primer director del Instituto Cervantes aluden a perspectivas importantes como la realidad democrática de su puesta en marcha, lejos de los falsos discursos imperiales de la dictadura, y la condición de exiliado de la persona elegida. No es este un detalle menor porque invita a pensar el idioma más allá de la lógica de los vencedores y poderosos y porque fueron exiliados republicanos españoles como José Gaos, Francisco Ayala, José Ferrater Mora, María Zambrano o Adolfo Sánchez Vázquez los que hicieron avanzar una nueva toma de conciencia de la fraternidad y el diálogo cultural entre España y Latinoamérica. También necesitaron definir una comprensión más profunda del ser español, el tan herido ser español, respecto a las diversas tradiciones y perspectivas nacionales, como ha estudiado Ramón Villares Paz en Exilio republicano y pluralismo nacional: España, 1936-1982 (2021).

Aunque se salga fuera del sentido de estas páginas en el Anuario del Instituto Cervantes 2021, no me resisto a señalar también la preocupación del director por las sillas, mesas, teléfonos… Y por otras inquietudes más graves que tienen que ver con los recursos humanos, la dignidad laboral, los contratos, los salarios, la seguridad social, las dificultades jurídicas y de coordinación profesional en el exterior… Son asuntos que llenan los insomnios y las reuniones de trabajo con varios ministerios, pero que no deben protagonizar las palabras de este artículo, más inclinado a hablar del sentido cultural y académico de nuestra tarea diplomática.

La normativa del Instituto Cervantes, recogida en su ley de creación publicada en el BOE el 22 de marzo de 1991, especifica los fines de su actuación: "… promover universalmente la enseñanza, el estudio y el uso del español, el apoyo a los hispanistas, el fomento de cuantas medidas sean necesarias para mejorar la calidad de sus actividades y la difusión en el exterior de la cultura española, atendiendo al patrimonio lingüístico y cultural que es común a los países y pueblos de la comunidad hispanohablante". Se recogía así, desde el primer momento, una apuesta panhispánica. Resultaba necesario también especificar democráticamente la riqueza y diversidad de la cultura española, por lo que en la Ley 2/2014, de 25 de marzo, sobre la Acción y el Servicio Exterior del Estado, se concretaron algunos preceptos que debían observarse en la labor del Instituto Cervantes: "La Acción Exterior en materia de cultura facilitará la defensa, promoción y difusión de las nacionalidades y regiones que integran la nación española, en el marco previsto en el artículo 149.2 de la Constitución Española". Y ese artículo dice: "Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas".

  Este es el marco democrático que define la tarea del Instituto Cervantes. Mi primer libro de poemas se publicó en 1980, y empecé a trabajar como profesor de Filología Española en la Universidad de Granada en 1981. La Alianza Francesa se había fundado en 1883, la Sociedad Dante Alighieri en 1889, el British Council en 1934 y el Instituto Goethe en 1951. Cuando en los años noventa comencé a participar como poeta y profesor en los centros del Instituto Cervantes, sentí alegría española por la puesta en marcha de una institución que, en efecto, era hija necesaria de la democracia. El falso relato imperial del castellano, propio de la dictadura, oprimiendo las otras lenguas de España y sintiéndose dueño de un idioma que pertenece por fortuna a más de 20 países, hubiera hecho imposible una apuesta como la representada por el Instituto Cervantes.

Conviene distinguir entre las relaciones de la lengua con la historia y las políticas lingüísticas. Una lengua es parte, claro está, de la historia, vive en movimiento, pegada a la vida y las coyunturas, establece vínculos de ida y vuelta con sus hablantes, sugiere o impone formas de relación social que marcan el pensamiento y las acciones. No es lo mismo informar de que 50 ilegales se han ahogado frente a las costas de España que dar noticia de la muerte de 50 náufragos, 50 personas migrantes. Los idiomas han servido muchas veces para animalizar al otro hasta convertirlo en una amenaza y han creado las condiciones para la extensión de prácticas genocidas y totalitarias.

Tampoco es lo mismo hablar de "la presidente" que de "la presidenta", ni invocar los "derechos del hombre" en vez de los "derechos del ser humano". La sociolíngüística, además, ha demostrado que la tradicional distinción entre lengua y habla no puede prescindir de los usos propios de un acto de comunicación en un momento concreto. Hay fórmulas que pueden ser correctas en las leyes abstractas de un idioma, pero hacen ruido y son poco adecuadas cuando se usan en el año 2021, en un país democrático y en un contexto específico.

  Ya se sabe. Por eso son importantes para una democracia las políticas lingüísticas que facilitan el diálogo, el conocimiento, el reconocimiento de la diversidad y los valores de una convivencia justa. Diálogo, mestizaje y reconocimiento resultan decisivos para tratar sin falsificaciones históricas a una lengua que nació del latín, origen de otras lenguas, y que se ha extendido hasta los casi 500 millones de hablantes nativos como un lugar de encuentro, un recurso vehicular, acostumbrado a enriquecerse en los matices y a convivir. La lengua supone una dinámica, está en movimiento, y los vocabularios se llenan de significados que hacen inseparable la labor académica y cultural, la labor gramatical y la imaginación creativa. Que el Instituto Cervantes no puede ser una simple academia de idiomas supone una conciencia inseparable a los avances de la sociolingüística. Lengua, cultura, identidades, creatividad viven en un movimiento continuo que exige meditar en la unidad los matices, las diferencias y las transformaciones. Ángel López-García Molins lo expone así en su ensayo Repensar España desde sus lenguas (2020):

No hay un buen español (se supone que el de la RAE) y un español malo, no hay un bon català (se supone que el del IEC) y un català dolent: el español de los académicos es tan legítimo como el de los campesinos y el de Valladolid tan estimable como el de Bucaramanga. De la misma manera, el catalán de los profesores no es mejor que el de los pescadores, ni el de Barcelona debe servir de modelo al de Valencia (donde, por cierto, català dolent se dice català roí). Había algo de sospechoso en la anfibología del término langue (lengua, lengua, lingua…) del Cours de lingüistique générale de Saussure porque denotaba a la vez el idioma (lengua francesa) y el código (la gramática y el diccionario del francés), dando a entender que la langue era el francés por antonomaia, la esencia del idioma, y que la parole solo podía ser algo accidental, como se afirma en otro pasaje. Nada de eso: la lengua es ante todo producto social, es discurso, y se está modificando continuamente conforme cambian las circunstancias externas en las que se produce. Las consecuencias de este planteamiento, que supone un giro radical en el enfoque de las lenguas, son inmensas.

El camino trazado por intelectuales como Andrés Bello, la muy atinada apuesta de la Real Academia Española en favor del panhispanismo y la colaboración ya consolidada de los miembros de la Asociación de Academias de la Lengua Española ha tenido frutos muy notables. Frente a las apariencias y los tópicos, la sensibilidad de las instituciones hispánicas de la lengua ante la diversidad enriquecedora de nuestro idioma, más allá del purismo, ha sido una característica a lo largo de los años que conviene conocer, cuidar y abrir a las nuevas perspectivas de una herencia viva y en continuo hacerse como producto social. En este sentido, el Instituto Cervantes mantiene viva, por ejemplo, una Guía de comunicación no sexista (2021).

  Conciencia y respeto, no parálisis. ¿Imperialismo en el trabajo del Instituto Cervantes sobre la lengua española? Nicolás Sánchez-Albornoz nos hablaba de la confianza en sí misma que la democracia le había otorgado a España. No conviene olvidar la historia, pero la mirada democrática, propia de alguien que llegó a vivir los últimos años del franquismo y participó en las luchas finales contra la dictadura, me ha facilitado la costumbre de tener en cuenta y vivir otra educación sentimental. Como español democrático, muy lejos de cualquier relato imperial, los sentimientos de culpa que se despiertan al conocer el pasado cuestionan menos mi nacionalidad que mi condición de ser humano. Resulta difícil culpabilizar de manera fija a personas del siglo xv o xvi después de haber conocido en el siglo xx las ferocidades del estalinismo, el nazismo, el fascismo, los golpes de Estado de Franco, Pinochet y Videla, o la masacre de Tlatelolco en 1968.

Y, por otra parte, hay algo que me invita a escuchar un rumor histórico y humano, El rumor de los desarraigados (1985), que el citado profesor Ángel López García-Molins estudió en un ensayo temprano e iluminador. Puesto a sentir culpas como ser humano, necesito también comprender la experiencia de supervivencia que ha marcado nuestro destino social a lo largo de la historia. ¿Hablamos de la gente? Me refiero, por ejemplo, a lo que nos dejó saber el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias (1851), al escribir: "E así de esta manera no todos los vassallos de la Corona Real de Castilla son de conformes costumbres ni semejantes lenguajes. En especial que en aquellos principios, si pasaba un hombre noble y de clara sangre, venían diez descomedidos y de otros linajes obscuros y baxos".

  Una indicación parecida quiso hacer Pablo Neruda en su Canto general (1950) al señalar el destino de los conquistadores:

Son Arias, Reyes, Rojas, Maldonados, hijos del desamparo castellano, conocedores del hambre en invierno y de los piojos en los mesones.…El hambre antigua de Europa, hambre como la cola de un planeta mortal, poblaba el buque,el hambre estaba allí, desmantelada, errabunda hacha fría, madrastrade los pueblos, el hambre echa los dados en la navegación, sopla las velas…

Si atendemos a otro de los debates abiertos en la actualidad, la realidad bilingüe de algunos territorios españoles y las tensiones identitarias que se dan en la convivencia, el rumor de la historia me lleva de nuevo al desarraigo: la emigración andaluza, extremeña y murciana desplazada a una Cataluña necesitada de mano de obra para sostener su desarrollo industrial. Los fenómenos históricos son demasiado complejos como para intentar explicarlos desde los dogmas de una identidad cerrada.

Observemos una doble cara. Como estudió Francisco Moreno Fernández en su Historia social de las lenguas de España (2005), y así lo demuestran los argumentos de muchas novelas decimonónicas, la mentalidad tradicional se inclinó durante años a defender las lenguas vernáculas de los distintos territorios como emblema de su conservadurismo; por el contrario, el pensamiento progresista procuró extender con voluntad jacobina una lengua única capaz de consolidar los valores modernos de la nación. Este último espíritu llego a la Constitución republicana de 1931. En el artículo 4 se declaraba: "El castellano es el idioma oficial de la República. Todo español tiene obligación de saberlo y derecho a usarlo". Y el artículo 50 definía un poco más las reglas de juego: "Las regiones autónomas podrán organizar la enseñanza en sus lenguas respectivas, de acuerdo con las facultades que se concedan en sus Estatutos. Es obligatorio el estudio de su lengua castellana, y esta se usará también como instrumento de enseñanza en todos los Centros de instrucción primaria y secundaria de las regiones autónomas".

  La quiebra histórica provocada por la Guerra Civil y la actitud imperialista del franquismo provocó el cambió ideológico en las dinámicas entre progresistas y tradicionalistas. Como escribe Francisco Moreno Fernández (2005):

En efecto, Francisco Franco decidió, desde una mentalidad ya tradicionalista, respaldar la unidad nacional en el uso de una sola lengua, la española, pero fue curioso que, una vez derogada la Constitución de 1931, no se aprobara ninguna ley de rango similar donde quedara constancia jurídica expresa de la nueva actitud gubernamental en materia lingüística. No se hace alusión a aspecto lingüístico alguno ni en la Ley Constitutiva de Las Cortes de 1942, ni en la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958, ni en las Leyes Fundamentales del Reino de 1967, ni en la Ley Orgánica del Estado del mismo año. Al margen de las declaraciones públicas, de los eslóganes populistas —Si eres español, habla la lengua del imperio— o de órdenes muy precisas, tanto de Franco como de las autoridades de sus gobiernos, la obligatoriedad del español y la marginación de las otras lenguas se plasmó en la legislación de rango menor, aunque tuviera una proyección popular nada desdeñable…

Los nombres en el Registro Civil, la lengua empleada por los funcionarios y los diálogos de las películas prescindieron de cualquier lengua que no fuese el castellano. Pero debemos, además, considerar otros hechos históricos, como la emigración aludida anteriormente, un fenómeno que agrandó en 1960 los movimientos ya vividos en las primeras décadas del siglo xx. Un poema de Jaime Gil de Biedma titulado "Barcelona ja no es bona", recogido en Moralidades (1966) y dedicado al economista Fabián Estapé, se fija en una emigración que intentaba hablar catalán para integrase en la sociedad dominada por los empresarios que se enriquecían a costa de su trabajo:

Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,de sus fosos quemados por los fusilamientos, dan señales de vida los murcianos.Y yo subo despacio por las escalinatas sintiéndome observado, tropezando en las piedras en donde las higueras agarran sus raíces,mientras oigo a estos chavas nacidos en el Surhablarse en catalán, y pienso, a un mismo tiempo, en mi pasado y en su porvenir.Sean ellos sin más preparación que su instinto de vidamás fuertes al final que el patrón que les paga y que el salta-taulells que les desprecia:que la ciudad les pertenezca un día.

Otra historia protagonizada por personas de destino difícil y desarraigado. La llegada masiva de emigrantes provocó el miedo de la identidad al poner en situación difícil el dominio de la lengua catalana y desató una reacción previsible. Las políticas lingüísticas ideadas por el catalanismo no procuran solo defender al catalán, sino que convierten en marca de agresión extranjera a una lengua, el español, que es la lengua materna de una parte muy importante de la población y una lengua casi materna, si usamos la expresión del poeta Joan Margarit, para la otra parte. Como antes decía, conviene no confundir las lenguas con las identidades cerradas o con el fundamento esencial de una nacionalidad, como hizo el romanticismo alemán en el siglo xix. Conviene alentar otras formas de poder si queremos dar respuesta democrática a unos fenómenos de movilidad que definen nuestro mundo, un mundo en el que la multiculturalidad, el plurilingüismo y la aceleración de las dinámicas sociales definen la posibilidad o la imposibilidad de una convivencia justa. El derecho democrático a defender la propia lengua y asegurar su conservación tiene que basarse en el respeto a las otras lenguas, sobre todo cuando también son nativas, y en el natural reconocimiento de una diversidad vivida en común.

Vuelvo a citar a Francisco Moreno Fernández porque ha publicado un reciente estudio sobre algunas cuestiones relacionadas con La lengua y el sueño de la identidad (2020). Después de recordar que Jorge Luis Borges afirmaba que el español era átomo y universo al mismo tiempo, propone un punto de vista que nos interesa recoger aquí:

El mismo Borges decía en Ficciones que antes bastaba cualquier simetría con apariencia de orden para embelesar a la gente. Pero hoy el mundo se percibe asimétrico y exige visiones asimétricas. Por eso las identidades nacionales o mayoritarias han de tener en cuenta la diversidad de facto de las comunidades; del mismo modo que las identidades diversas y particulares han de tener en cuenta las bondades de los bienes compartidos. Plantear esta dinámica en términos de opresores y oprimidos simplemente refleja un análisis tan parcial, como raquítico.

  Son debates que pertenecen al latido más profundo de la democracia. Así que mi experiencia de español y mis costumbres de lector, nacido junto a la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958, y ya estudiante de Filología cuando se pactó la elaboración constitucional de 1978, me hacen comprender la emoción sentida por Nicolás Sánchez-Albornoz cuando un día se sentó en un edificio de Alcalá de Henares para dirigir el Instituto Cervantes y, de pronto, observó que al otro lado de la calle "se erguía el convento dominico convertido en prisión central" en el que había estado encarcelado antes de que lo destinasen al campo de trabajos forzados del valle de Cuelgamuros. No es que uno caiga en la ingenuidad de pensar que hay democracias perfectas, pero resulta importante no confundir una dictadura con las imperfecciones de una democracia.

De manera natural, al leer a Galdós o a Federico García Lorca, entendí una manera heredada de sentirme patriota, y al leer, por una parte, a Rosalía de Castro o a Salvador Espriu, y, por otra, a Rosario Castellanos, a César Vallejo o a Elena Poniatowska, comprendí que formaba parte de una comunidad extensa, llena de matices, de la que ningún centro podía sentirse dueño único. El sentido de pertenencia no tiene por qué confundirse con el sentido de la propiedad que provocan las identidades cerradas.

El trabajo que viene desempeñando el Instituto Cervantes desde su fundación sostiene, 30 años después, sus apuestas de origen: conocimiento, panhispanismo, convivencia con las otras lenguas, diplomacia cultural y la necesidad de renovar según los tiempos sus procedimientos para asegurar la calidad del trabajo.

Como estudioso de Luis Cernuda, tuve la oportunidad de valorar el significado de una carta dirigida por el poeta a Salvador Moreno, escrita desde Mount Holyoke College el 8 de junio de 1950: "Me dice que se siente un poco perdido. Yo no puedo ya ni siquiera perderme. Estoy tan aburrido de todo, comenzando por mí, que una perdición no me vendría mal. Mi único deseo es estar ahí, abrazar un cuerpo oscuro y olvidar esta completa extrañeza en que vengo viviendo". Con este ánimo decidió Luis Cernuda viajar a México, después de un largo exilio anglosajón, y las emociones que sintió al conocer el país motivaron un libro de poemas en prosa, Variaciones sobre tema mexicano, que empezó a escribir ese mismo año y publicó en 1954. La composición inicial, titulada, "La Lengua" responde a la pregunta de qué sintió al oír en la calle una lengua tan propia como ausente a lo largo de los años: "Sentí cómo sin interrupción continuaba mi vida en ella por el mundo exterior, ya que por el interior no había dejado de sonar en todos aquellos años".

  Claro que como filólogo ya había leído el libro de Ángel Rosenblat, El castellano de España y el castellano de América. Unidad y diferenciación (1962). Con gran conocimiento y sentido del humor, el lingüista venezolano recrea los sustos que puede llevarse un turista español al pisar el suelo de otros países hispanos:

… decide irse a México porque allá se habla español, que es, como todo el mundo sabe, lo cómodo y lo natural. Enseguida se lleva sus sorpresas. En el desayuno le ofrecen bolillos. ¿Será una especialidad mexicana? Son humildes panecillos, que no hay que confundir con las teleras, y aun debe uno saber que en Guadalajara los llaman virotes y en Veracruz cojinillos. Al salir a la calle tiene que decidir si toma un camión (el camión es el ómnibus, la guagua de Puerto Rico y Cuba), o si llama al ruletero (es el taxista, que en verdad suele dar más vueltas que una ruleta). A no ser que le ofrezcan amistosamente un aventoncito (un empujoncito), que es una manera cordial de acercarlo al punto de destino (una colita en Venezuela, un pon en Puerto Rico).

No, el sentimiento noventayochista de don Ramón Menéndez Pidal, identificando la esencia del castellano con la nación española y la extensa geografía de la hispanidad, resulta difícil de sostener, y no solo porque los hablantes españoles representemos solo el 8 % de la comunidad, sino porque el idioma está pegado a la vida, se matiza en sus extensiones geográficas, depende más de la historia que de esencias románticas y sólo puede fundar legítimamente sus deseos de unidad en el reconocimiento de sus matices. El ensayo de Rosenblat aclara que las diferencias se dan también cuando uno viaja por el interior de España. Estas diferencias latinoamericanas o españolas no impiden, sin embargo, una inclinación a la unidad. Se trata de una dinámica debida a diversas causas históricas que tienen que ver con el deseo americano de consolidarse con un discurso compartido frente a las presiones del inglés o la notable permanencia de lenguas indígenas que aconsejaban una comunicación vehicular.

  En los murmullos y silencios que acompañan al español laten las víctimas de la conquista, pero también la labor de unas órdenes religiosas atentas a conservar las lenguas originarias porque se interesaban más en ganar almas para el cielo que en hacer negocios. En sus luchas contra la voracidad de los encomenderos, encontramos voces tan respetables como la de Bartolomé de las Casas, defensor de los derechos de los indios y una figura imprescindible a la hora de leer el pasado y de comprometerse de otra manera con el futuro. Si los relatos victoriosos del pasado suelen ser una invención, a veces exagerada cuando se somete la historia a una épica nacionalista, hay maneras de pensar el ayer que ayudan a sostener la culpa humana como un aprendizaje y la búsqueda de diálogos con el otro como fundamento de un compromiso con los valores de ese futuro otro. Benditos sean Bartolomé de las Casas y numerosos misioneros españoles. Rafael Sánchez Ferlosio caracterizó bien las contradicciones, las injusticias y las lecciones de bondad que con referencia a la lengua española se vivieron durante la conquista y la colonia en un artículo lleno de inteligencia e ironía: "El castellano en las Indias", en La hija de la guerra y la madre de la patria (2002). Cuidado con las lecturas fáciles: a la hora del respeto a las lenguas originales, fue más útil la mentalidad sacralizadora de Felipe II que la voluntad francesa y modernizadora de Carlos III, parecido en su centralismo lingüístico a las burguesías independentistas criollas.

Sin lastres de viejos imperialismos y sin culpas paralizadoras, es propio hoy del Instituto Cervantes identificarse como parte de una comunidad hispana muy numerosa, programando en su red actividades culturales y académicas en colaboración con los servicios diplomáticos de los países hermanos y actuando de puente entre Europa y las sociedades latinoamericanas. En 2020 hemos participado en la puesta en marcha de la plataforma "Canoa", junto a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Instituto Caro y Cuervo, el Centro Cultural Inca Garcilaso y la Universidad de Buenos Aires. Canoa, que toma el nombre de la primera palabra de las lenguas originales americanas incorporada al español, procura favorecer la extensión internacional de la cultura hispánica.

Nos enriquece la diversidad y combatimos las tentaciones de identidades cerradas que consideran como una ofensa el deseo de convivir con lo diverso. Esta dinámica nos invita a reforzar el entendimiento y la colaboración con las otras lenguas españolas. Fue una satisfacción poder firmar el 26 de mayo de 2020 un acuerdo con los institutos culturales de las lenguas cooficiales de nuestro país —el Institut Ramon Llull, el Consello da Cultura Galega y el Etxepare Euskal Institutua— para trabajar en común. Cuatro meses después, el 24 de septiembre celebramos juntos en Berlín, con la participación activa de la Dirección General del Libro del Ministerio de Cultura, el Día Europeo de las Lenguas y disfrutamos de la reapertura de la biblioteca que lleva el nombre de nuestro patrono Mario Vargas Llosa.

  Comprendemos que el respeto a las lenguas y la diversidad cultural señala el mejor camino, y así lo comprobamos al valorar el resultado de nuestro trabajo cotidiano en 88 ciudades. No solo damos clases de español, ofrecemos también catalán, gallego y vasco en toda la red de centros. En estos 30 años, hemos conseguido poner en marcha clases de catalán en Berlín, Bremen, Fráncfort, Hamburgo, Múnich, Viena, Orán, Bruselas, Belo Horizonte, Curitiba, Porto Alegre, Recife, Sofía, Pekín, El Cairo, Chicago, Nueva York, Burdeos, Lyon, París, Toulouse, Budapest, Dublín, Tel Aviv, Milán, Nápoles, Roma, Tokio, Casablanca, Fez, Rabat, Utrecht, Varsovia, Lisboa, Leeds, Londres, Mánchester, Bucarest, Moscú, Belgrado, Damasco, Estocolmo y Estambul; de gallego en Múnich, Bruselas, París, Budapest y Leeds; y de vasco en Berlín, Múnich, Viena, Bruselas, Chicago, Nueva York, Burdeos, Budapest, Dublín, Tokio y Moscú. Y esta riqueza se aumenta cuando conseguimos que en el Instituto se enseñe griego en Atenas, húngaro en Budapest, árabe en Casablanca, El Cairo, Rabat y Tánger, polaco con Varsovia, sueco en Estocolmo, portugués en Lisboa, tagalo en Manila, ruso en Moscú, checo en Praga, búlgaro en Sofía y neerlandés en Utrecht. Ayudar a la integración de los desplazados españoles e hispano- americanos en las sociedades donde trabajan es para nosotros un servicio obligado de notable importancia.

Según los datos que presentamos en este Anuario del Instituto Cervantes 2021 nuestra comunidad cuenta ya con un censo de 493 millones de hablantes nativos y una cifra de usuarios potenciales de más de 591 millones. Se trata del 7,5 % de la población mundial. Contabilizamos también en la actualidad 24 millones de estudiantes de español. Son datos muy positivos. Desde la fundación del Instituto, hace 30 años, ha aumentado el número de hablantes de español en un 70 %. Sería ridículo, por supuesto, pensar que este aumento se debe al trabajo de nuestra institución. Nos limitamos a aportar nuestro grano de arena, o de sal, o de azúcar. Los datos, eso sí, nos invitan a reconocer en medio de qué dinámicas desempeñamos la tarea encomendada. Y, desde esta perspectiva, sería peligroso identificar solo el prestigio del español con las cifras de sus hablantes, que se deben en buena parte a los datos demográficos y a los horizontes atractivos que se abren en el ámbito del consumo y la demanda laboral. Si conseguimos juntos un desarrollo económico y social en la comunidad hispánica, tarea que también nos preocupa, es muy previsible que a mitad del siglo XXI ese 7,5 % empiece a descender cuando se hagan las cuentas de la población mundial, ya que las cifras de la natalidad se inclinarán hacia otras regiones del planeta.

  Necesitamos apostar por estrategias que consoliden el español como una lengua de comunicación, cultura y conocimiento, y para eso es fundamental hacer de nuestro idioma una lengua de ciencia y tecnología. En un ensayo reciente, Pensar en español (2021), el profesor Reyes-Mate analizaba la soberbia de una determinada y significativa filosofía alemana dispuesta a defender que solo era posible pensar en alemán. No faltaron escritores españoles como Miguel de Unamuno que interiorizaron este diagnóstico sugiriendo que los españoles solo habían hecho filosofía en la literatura. Agradezco el cumplido por la parte que nos toca a los escritores literarios, pero creo que llevamos mucho tiempo, años, siglos, pensando en español, y la realidad contemporánea ha reforzado un pensamiento iberoamericano que aspira a la universalidad desde la perspectiva concreta de nuestra cultura. Las esencias nacionales no las hacen sus lenguas, ni las lenguas están ancladas a una tierra. Tampoco las ideologías o las formas del pensamiento dependen de un esencialismo inmutable.

La pregunta ahora es: ¿se puede hacer ciencia en español? No se trata de competir con el inglés, pero tampoco tenemos por qué autodisolvernos. La pandemia nos ha recordado, si es que hacía falta, el protagonismo imprescindible de la ciencia y la tecnología en nuestro futuro. Buena parte de los planes de actuación del Instituto Cervantes en este año se han centrado en la obligada transformación tecnológica que nos permita afrontar realidades presentes y futuras. Pero más allá de dinámicas sobrevenidas, el protagonismo del español en la ciencia y la técnica, su indagar en el lenguaje de la inteligencia artificial y la consolidación de un ámbito hispánico para la investigación y la terminología resultan hoy una prioridad. Como es una prioridad el desarrollo científico y técnico para consolidar la convivencia democrática en la geografía más amplia de nuestra comunidad. El español es la lengua de Cervantes, sor Juana Inés de la Cruz, Borges o García Lorca, pero también la lengua de Santiago Ramón y Cajal, Bernardo Houssay, Severo Ochoa, Luis Federico Leloir o José Mario Molina. La apuesta por la ciencia y la tecnología evitará, además, que algunas identidades prepotentes, orgullosas de su lengua única, caricaturicen al español como una lengua de pobres.

  Panhispanismo, convivencia respetuosa con otras lenguas como espacio vehicular y apuesta por el lugar de la ciencia y la tecnología son rumbos de trabajo para una institución de voluntad democrática desde sus orígenes, que es consciente de que enseñar un idioma es algo más que divulgar un vocabulario. La dimensión cultural y la meditación sobre el mundo que vivimos, el conocimiento del pasado y la búsqueda de respuestas a los silencios y a los ruidos, forman parte decisiva de su acción institucional.

Por eso vuelvo al principio y mezclo mi actividad como director del Instituto Cervantes con mi experiencia personal de la historia de España. Sé que las palabras aquí se me van a llenar de preguntas y complejidades. La conquista de la democracia española coincidió enseguida con una época en la que empezaba a extenderse la ideología neoliberal que debilitó la autoridad de las instituciones (desde los gobiernos hasta el arte y la literatura). ¡Cuántas veces hemos cantado la muerte del autor en literatura, todo igual a un fluido sin dueño, mientras golpes de Estado como el del general Pinochet servían para preparar laboratorios económicos sin control democrático, fluidos en la apariencia de una libertad que en realidad era máscara anónima de sus verdaderos dueños! El cuestionamiento del poder público ha jugado sus cartas en muy diversos ámbitos y desde diferentes perspectivas. Discursos posmodernos como los protagonizados por Foucault o Derrida, desmantelando la dignidad institucional del saber y del poder democrático, acabaron confundidos con el enemigo en la dinámica de descrédito de la autoridad pública. Para un pensamiento democrático no resulta fértil conducir la necesaria conciencia crítica a la confusión de los espacios públicos e institucionales con el mal. ¿Renunciamos a la autoridad del ser humano a la hora de decidir lo que merece o no ser respetado? ¿Es acaso una libertad justa y democrática lo que ordena la convivencia cuando el poder institucional desaparece? Pienso que en realidad solo queda un vacío o un vértigo de presencias incontrolables para el bien común, un poder al margen de los valores sociales de la democracia.

  Una institución democrática necesita ser consciente de la legitimidad social de su trabajo, así como de la responsabilidad de sus apuestas en favor del poder público y de sus alianzas con la cultura y la creatividad. Y esta conciencia tiene repercusiones en los debates sobre la historia, las rozaduras de la crueldad y la compasión, el olvido y el significado de los grandes relatos, tanto hacia el futuro como hacia la memoria y sus invenciones. Porque hay recuerdos de víctimas que solo sirven para enmascarar con el pasado las injusticias que se sufren en el presente. Conviene que nos aferremos a una sencilla premisa que el poeta dominicano José Mármol Peña ha formulado en su libro Identidad en la modernidad globalizada (2021): "La pasión criminal revestida de integrismo identitario y expresada en discursos políticos o religiosos no puede continuar asediando a la racionalidad, la dignidad, la libertad ni el derecho a la vida".

He hablado de respeto, panhispanismo, convivencia, cultura democrática, unas perspectivas que invitan a pensar en un futuro de derechos humanos y en una convivencia digna para nuestra comunidad. ¿Qué ocurre con el pasado, con la memoria de los vencedores y los vencidos? La pregunta —que brota con frecuencia en los debates sobre lengua, poder y memoria— nos conduce casi siempre a la famosa frase que Antonio de Nebrija esgrimió para justificar su Gramática castellana (1492) ante la falta de apoyo de Isabel la Católica: "La lengua compañera del imperio".

En un famoso artículo de Eugenio Asensio Barbarín, "La lengua compañera del imperio" (1960), se analizó la realidad histórica de esta frase, que convocaba una tradición ciceroniana a través de Lorenzo Valla, movido por la actualidad de la toma de Granada en enero de 1492. La aparición de América en la historia de Occidente ni se había producido, ni se esperaba. Así que debo hablar como granadino. Resulta difícil tomarse en serio, para bien o para mal, el relato nacionalista español de una reconquista desarrollada a lo largo de ocho siglos y definida por la lucha de los cristianos españoles frente a los invasores moros. ¿Puede confundirse la nación española con la unión de los reinos de Castilla y Aragón? ¿Pueden ser invasores los descendientes de sucesiones generacionales que llevaban ocho siglos viviendo en su territorio? ¿Era reconquista la acción de unos reyes que intentaban imponer su trono absoluto, esbozo de una primaria forma de Estado, ante el poder medieval de diversos señores feudales? No parece lógico sostener esta leyenda de la reconquista con un mínimo rigor histórico, esa leyenda que debimos estudiar en los pupitres del franquismo y que hoy utilizan sin pudor algunos políticos reaccionarios. Es un ejemplo más del pasado legendario, esencial de la nación, que procuran inventar las consignas identitarias para legitimar su realidad más allá de los valores democráticos.

  ¿Y yo como granadino y descendiente de granadinos debo pedir perdón quinientos años después? ¿O soy heredero de las víctimas, y debo exigir que me pidan perdón? ¿A quién? ¿Quién? A veces las estrategias identitarias esencialistas no solo nacen del discurso de los vencedores, sino que también promueven la falacia de un pasado de las víctimas inseparable de su presente. Hay en juego otro tipo de mentiras. ¿Soy yo heredero de Boabdil? ¿Son herederos los africanos que se ahogan en el mar Mediterráneo?

¿Hacen falta leyendas para respetar los derechos humanos en el presente? Con la historia por medio, con la multiplicación de los siglos y las identidades, casi todas los relatos épicos, sean del sufrimiento o la crueldad, son tan falsificadores como esa patraña de la reconquista que se culminó con la capitulación de Boabdil, sultán nazarí de Granada, ante los Reyes Católicos. Insisto: ¿quién debe pedir perdón? ¿A quién se debe pedir perdón? ¿Podemos despreciar tanto la historia y la vida como para considerar que unos seres humanos están en el congelador del tiempo durante 500 años? ¿No es eso una falta de respeto a la gente de hoy? ¿Una invasión de los derechos humanos en la inercia de unos antecedentes penales enloquecidos?

Mi fundación sentimental como demócrata, alejado de consignas neoliberales, me hace tomarme en serio el poder, no la manipulación de la historia. Mi mala conciencia tiene que ver mucho más con mi condición humana que con mi realidad granadina y española (vencedor o vencido) en 2021. Una memoria histórica llena de guerras, violencia, injusticias desde los orígenes hasta hoy, con episodios muy cercanos de barbarie en el siglo xx, no me invita a renunciar al poder, sino a esforzarme en el desempeño de un poder democrático que mantenga el recuerdo del dolor para luchar por un futuro más justo. El murmullo de la historia me empuja, más que a encerrarme en una batalla por Boabdil, a sentir el sufrimiento que se produce hoy en las fronteras de Europa o de Estados Unidos. Bienvenido el poder político y cultural que se comprometa con ese sufrimiento. Bienvenida la mirada que observa el cadáver en una alambrada o en las aguas marinas. Son asuntos que afectan también a la lengua española. Amo demasiado a mi patria como para ser nacionalista, como para odiar al otro en nombre de mi miedo y mi lengua.

El español es la segunda lengua más usada en redes sociales, YouTube o Netflix

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  El murmullo al que aludo puede confundirse con "un rumor de oculta acequia". Insistiendo en mi condición de granadino y en la experiencia del exilio. Recuerdo un texto de Francisco Ayala, "Diálogo de los muertos", escrito en 1939, al final de la Guerra Civil, y recogido después en el libro Los usurpadores (1949). Después de la barbarie y la violencia, algo empezó a escucharse: "en la oscurecida tierra sólo se oía un rumor de oculta acequia". Eran los muertos de un bando y otro, que sin falsas equidistancias de responsabilidad, pero unidos por el dolor de su conciencia humana ante la catástrofe, se ponían a hablar. Ayala sabía que el presente tiene mucho de cementerio:

Y los muertos, bajo la mudez angustiosa y como definitiva del mundo, entablaron un diálogo soterrado, sin comienzo ni final, ni acento ni pausas; o quizás, mejor, tejieron una red de monólogos dichos en voz apagada y blanda, como ruidos de pasos sobre las hojas caídas en sendero, sucias de barro y de invierno…—Ya todo se acabó; ya todos somos uno. Nos une la tierra; nos iguala la tiniebla de la tierra; nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino.

El Instituto Cervantes trabaja en nombre de la diplomacia cultural española para que el entendimiento supere al odio en el presente humano de una sociedad plurilingüe y multicultural. Reyes-Mate recuerda en su ensayo Pensar en español una polémica interesante: "Quisiera terminar rescatando un gesto intelectual de Las Casas que puede ser modélico. Cuando su contrincante Sepúlveda convocó la autoridad de Aristóteles para legitimar la conquista, el fraile dominico no tuvo inconveniente en mandar la primera autoridad filosófica a pasear: A paseo Aristóteles, un gesto de gran calado que recuerda el peruano Gustavo Gutiérrez en su excelente estudio sobre Bartolomé de las Casas".

Entender que la democracia es un compromiso permanente con la construcción de una sociedad respetuosa con los derechos humanos y basada en la igualdad, la libertad y la fraternidad. La historia vivida y leída me hizo decir en mi juventud: "A paseo la dictadura". Ahora digo también: no renunciemos al trabajo institucional, ni a las posibilidades de su poder. A paseo cualquier estrategia que paralice el compromiso con la esperanza de un futuro sostenido en los valores democráticos.

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