La coincidencia de la última temporada de Stranger Things en Netflix con la primera de It: Bienvenidos a Derry en HBO Max ha convertido el streaming en un hervidero de niños aterrorizados por presencias malignas. Presencias con las que luchan desde estampas urbanas del pasado de EEUU: la precuela de It en la ficticia Derry de los años 60, Stranger Things en la también ficticia Hawkins de los años 80. Es una coincidencia y a la vez no lo es. Ambas series culminan, desde el terror, un eterno retorno del audiovisual estadounidense a la década de los 80. Porque Bienvenidos a Derry, fuera de la época concreta que escoja, no puede disimular de dónde viene.
Y es el mismo enclave que marcaba a las dos películas de It de Andy Muschietti —a las que remite Bienvenidos a Derry— a su estreno entre 2017 y 2019. Cuando introdujo a una primera generación de chavales en un paisaje ochentero, y ya la conversación pública podía vincularla al bombazo de Stranger Things. Si concedemos que Stranger Things lo empezó todo en 2016, resulta que la industria ya lleva casi 10 años inmersa en la nostalgia ochentera. La nostalgia como tal sí llega a los 10 años exactos porque El despertar de la Fuerza y Jurassic World —sobre mitos de los 70 y los 90— se estrenaron en 2015, pero en cualquier caso la década clave es la de los 80. La edad de oro, como la llamó un programa contemporáneo de Televisión Española.
Estas series tienen en común asimismo a Stephen King. Bienvenidos a Derry construye sobre el mundo que diseñó King para su novela It mientras que Stranger Things posee una ambientación que él mismo contribuyó a diseñar, y que nos retrotrae a un momento absolutamente explosivo de la cultura popular. Cuando en septiembre de 1986 It llegó efectivamente a las librerías… semanas después de que hubiera llegado a cines la adaptación más mítica de King: Cuenta conmigo. Entre It y Cuenta conmigo podría estar todo pero, ¿no le falta algo a la ecuación? Tenemos el terror y la fábula de madurez, vale, ¿pero dónde está el sentido del humor? ¿El sentido de la aventura?
Fue igualmente impactante que el verano previo de 1985 (con apenas un mes de diferencia), se estrenaran Regreso al futuro y Los Goonies. Los Goonies es una influencia básica de Stranger Things, llegando incluso a confundirse con las creaciones de King en el imaginario popular. Se halla en el grado cero de la nostalgia por los 80. Lo infecta todo, emborrona qué fue antes y qué fue después. En 2024 llegamos a tener una serie de Star Wars, Tripulación perdida, que llevaba a la galaxia los típicos suburbios habitados por pandillas de niños. El razonamiento de Lucasfilm era perfectamente lógico. Incluso cabía preguntarse cómo no se les había ocurrido antes.
De Hawkins y Derry a los muelles de Goon
Puesto que ya transcurren 40 años del estreno de Los Goonies, la película va a reestrenarse en cines españoles por tiempo limitado y se podrá ver hasta este domingo 14 de diciembre. Es una maniobra lógica al punto de lo superfluo, pues la omnipresencia cultural de Los Goonies es categórica. Y ya que hemos mencionado a Star Wars, puede ser un buen punto de partida para intentar entender por qué. Preguntarnos a cuento de qué tanta obsesión, y por qué el recuerdo de este film ha sido capaz de propulsar hasta seis temporadas exitosas y carísimas de Stranger Things (una de ellas, por supuesto, añadiendo al reparto al mismo Sean Astin que interpretó a Mickey en Los Goonies).
Propongamos que el arraigo de Los Goonies se debe a los mismos motivos que el arraigo del universo de George Lucas. Esto es: obras y fetiches aparentemente desfasados, a los que se le inyecta la energía necesaria para conectar con una nueva generación. Es lo que hizo Lucas con múltiples referentes —Flash Gordon, Dune, Kurosawa, el dichoso viaje del héroe—, siendo el de Los Goonies un reciclaje algo más sintético. La pandilla homónima no es más que la actualización de esos “chavales detectives” que venían apareciendo en novelas y seriales estadounidenses desde los años 20. La propia película cita textualmente a Los hermanos Hardy, de hecho. En España quizá nos suenen más Los Cinco o Los Hollister, pero basta para hacerse una idea.
Es una forma de renovar, a través de las lógicas de superproducción de Hollywood, referentes baratos o de nicho que solo podrían haber hallado este altavoz en los 80: cuando el recién acuñado blockbuster mostraba una afinidad extrema por el público juvenil… gracias a estar pilotado por quienes no eran sino niños grandes, adultos con complejo de Peter Pan. Lucas era uno de ellos y Steven Spielberg otro. Las viejas revistas pulp guiaron el nacimiento de Indiana Jones de forma similar a las operaciones descritas, si bien Spielberg es verdaderamente central para Los Goonies. La película empieza presumiendo en los créditos de estar producida por él.
En los diez años transcurridos desde Tiburón —película, como se ha dicho hasta la saciedad, responsable del nacimiento del blockbuster— Spielberg se había convertido en una institución. Su imaginación creativa, junto a la de King, son piezas ineludibles en la configuración de una “imagen de los 80” a la medida estadounidense: tan clave como la música, los juegos (en materia de salones recreativos y tableros de rol), la ropa o ciertos peinados embarazosos. La cinta venía a prolongar el compromiso de Spielberg con el entretenimiento juvenil, partiendo de otro título fundacional como E.T. Amblin, su productora, empezaba a ser un sello reconocible.
Amblin ya había triunfado meses antes con Gremlins. Y justo de aquí salió el guionista de Los Goonies, Chris Columbus, para darle cuerpo a una idea original de Spielberg el mismo año en que revalidaría su intuición para la aventura infantil: meses después de Los Goonies, en Navidad llegó a cines otro guion de Columbus, aquí especulando con la juventud de Sherlock Holmes. El secreto de la pirámide ambientaba su misterio, por otro lado, en un exclusivo internado de Londres, siendo esto lo que favorecería años después que el mismo Columbus fuera elegido como director de las primeras películas de Harry Potter. Así que también se rastrean trazas de Los Goonies en otro fenómeno cultural mastodóntico de nuestra época. Están en todas partes.
El corazón de los 80
Pareciera entonces que hablar de ello es lidiar con tantas influencias y reverberaciones históricas como para que sea ciertamente difícil abordar la película como tal. Es un código fuente, radiactivo hasta lo delirante, y más que una ficción adquiere visos de símbolo: cada una de sus particularidades ha sido trascendida por el caudal afectivo generado. Parece imposible hablar de la película de Los Goonies, pues esta ha sido devorada por el fenómeno de Los Goonies.
ALo curioso es que, en realidad, no es algo enteramente injusto para sus imágenes. Antes de tantos discípulos perezosos, ya era en origen una película derivativa. O, mejor dicho, una obra consciente de estar incrustándose en una iconografía más allá de sí misma. Spielberg y Columbus quizá no sabían que esta iconografía iba a ser la que definiera los años 80 en toda su amplitud, pero desde luego eran conscientes de la gigantesca maquinaria referencial y de consumo que estaban engrasando. No se trata solo a la canción de Cyndi Lauper que vendió su banda sonora: también hay que acudir a sus guiños al cine clásico de aventuras —El capitán Blood (1935) como eco de la gesta pirata en la que se han enrolado los protagonistas— o al blockbuster de la época.
Cuando Sloth muestra su camiseta de Superman suena el tema musical que John Williams —colega de Spielberg— había compuesto para la adaptación del personaje de 1978: una película que había dirigido Richard Donner. Exacto, el propio director de Los Goonies, que no se estaba haciendo un guiño a sí mismo tanto como a la envergadura de una operación comercial de varios y minuciosos niveles. Básicamente Los Goonies ya había nacido como objeto pop: un amasijo posmoderno proclive a que, durante las décadas siguientes, sus imágenes siguieran fluyendo y atrayendo público. Más que por una nostalgia real, por un artificioso condicionamiento estilo perro de Pavlov.
La película, por así decirlo, nos enseñó a amar el escaparate de los 80. Y lo hizo con una convicción asombrosa: lo que caracteriza sobre todo a la película es su velocidad. La hábil realización de Donner abraza la creatividad de Spielberg y Columbus de forma que el ritmo no pare y Los Goonies ofrezca continuamente estímulos irresistibles durante todo su metraje. El secreto está, más allá de sus seductores referentes, en la energía maníaca que guía la película. Una euforia que añade peripecias y escenas de acción al mismo ritmo frenético con el que, en apenas segundos, te presenta los rasgos principales de cada uno de sus (numerosos y adorables) personajes.
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Contribuyó a ello la ejemplar construcción visual, casi propia de un cómic, junto a un elenco perfectamente escogido —entre las pocas cosas buenas que ha traído la nostalgia hollywoodiense últimamente, seguro que una de ellas es el regreso de Ke Huy Quan a partir de Todo a la vez en todas partes— y una gran profesionalidad para administrar la comedia y la emoción. Al final, por muy cínicos que queramos ponernos con el fenómeno de Los Goonies —y seamos conscientes de que hay cosas que no han envejecido bien, como la gordofobia que golpea al personaje de Jeff Cohen o el proverbial machismo— si la película ha calado tanto es gracias a méritos genuinos, que lindan con algo más que activos mercantiles y tráficos de influencias.
Así que hay que volver a lo esencial, a los habitantes de esas idílicas calles con las que entre Amblin y Stephen King se renovó el mito de la clase media estadounidense, luego de las fructíferas operaciones de los años 50. Del chalet en las afueras no solo pasamos a las bicicletas y las vías de tren, sino también al ascenso de la infancia como sujeto protagónico. Una infancia que Los Goonies alineó con los piratas y un impulso antiautoritario frente a la voracidad del nuevo capitalismo; a fin de cuentas, el tesoro que se persigue en la película solo es una medida desesperada para que no derrumben las casas de los protagonistas en pos de construir un campo de golf.
El niño era el nuevo rebelde contra el sistema. También el nuevo consumidor estrella, claro, pero al margen de los rastrojos en que haya quedado ese afán contestatario, ahí tenemos justamente la clave de por qué nadie quiere dejar marchar los años 80, ni en particular Los Goonies: nunca nos hemos sentido tan jóvenes como entonces.
La coincidencia de la última temporada de Stranger Things en Netflix con la primera de It: Bienvenidos a Derry en HBO Max ha convertido el streaming en un hervidero de niños aterrorizados por presencias malignas. Presencias con las que luchan desde estampas urbanas del pasado de EEUU: la precuela de It en la ficticia Derry de los años 60, Stranger Things en la también ficticia Hawkins de los años 80. Es una coincidencia y a la vez no lo es. Ambas series culminan, desde el terror, un eterno retorno del audiovisual estadounidense a la década de los 80. Porque Bienvenidos a Derry, fuera de la época concreta que escoja, no puede disimular de dónde viene.