‘La vida de Chuck’ y el cine basado en la obra de Stephen King que no da miedo (pero sí muchas ganas de llorar)

Fotograma de 'La vida de Chuck'.

Concluidos los años 70 el boom editorial de Stephen King era inmanejable. Había hasta reticencias a que el nombre del autor estadounidense monopolizara el mercado editorial, con lo que sus editores ya le habían propuesto publicar algunas de sus novelas con seudónimo. Ya que Richard Bachman —caracterizado por una ficción más realista aunque igual de aterradora que la de su compadre de Maine— había seguido arrasando, la avaricia perdió todo decoro, y se recurrió a material inédito que la desquiciada productividad de King había ido labrando durante los últimos años.

Lo curioso es que estos escritos no habían sido publicados en su día porque no eran de terror y los editores —todavía sin ser conscientes del poder de su cliente— dudaban que encajaran con la “marca”. En 1982 dejaron de preocuparse, y llegó a las tiendas Las cuatro estaciones. Una antología de relatos antiguos que, ridiculizando el escepticismo inicial, pasa por ser la obra de King de la que más provecho ha sacado el cine. La que, en consonancia, mejor se habría incrustado en la cultura popular. Cuenta conmigo (1986) y Cadena perpetua (1994) salieron de ahí, adaptando respectivamente El cuerpo y Rita Hayworth y la redención de Shawshank. Pocos años más tarde, Bryan Singer también adaptaría el tercer relato con la forma de Verano de corrupción.

La jugada no solo salió admirablemente. También demostró, con la consolidación de Cuenta conmigo como clásico ochentero y las nominaciones al Oscar de Cadena perpetua, que el imaginario de King podía desafiar esa parcela de la cultura popular en la que le había metido el género. Podía reclamar prestigio, llegar al público desde otros lados. Así que, cuando Mike Flanagan ganó con La vida de Chuck el gran premio del Festival de Toronto en septiembre de 2024, y se habló de una posible carrera hacia los Oscar, a nadie le extrañó que adaptara un relato de King.

Relatos muy cinematográficos

Con la excepción de La milla verde —que el mismo Frank Darabont de Cadena perpetua llevó al cine en 1996—, las adaptaciones de obras de King ajenas al terror siempre han salido de antologías de relatos. Tiene cierto sentido. Incluso los fans más acérrimos del autor de El resplandor asumen que los desenlaces de sus novelas no suelen estar a la altura: el escritor administra genial el ritmo, pero en algún punto de su alargado desarrollo se descuida y peca de exceso… o de no querer dejar marchar a sus personajes, como prefiramos verlo. Cuando hablamos de relatos es necesariamente más sintético. Sus ideas están mejor compactadas.

Alejándonos de las necesidades de las películas de terror —así como de su apertura a dejarse llevar por el disfrute desprejuiciado—, el cine más académico, más destinado al gran público o más cómodo con una pátina de “seriedad”, podría vislumbrar grandes posibilidades en los relatos de King. Es lo que hizo entre los 80 y los 90, aunque por algún motivo dejó de hacerlo a partir de 2001. Fue entonces cuando Anthony Hopkins protagonizó Corazones en Atlántida según una estrategia colindante a Cuenta conmigo. Volvíamos a partir de un libro de relatos, aunque ahora la adaptación combinaba dos de ellos y buscaba acusadamente las rimas con, sí, Cuenta conmigo.

La crítica no pasó por alto la jugarreta. Corazones en Atlántida no tuvo una acogida demasiado calurosa, y desde entonces las adaptaciones de King se limitaron a la dinámica acostumbrada: siempre adscritas al terror, y sobradamente capaces de cimentar éxitos de taquilla. Podríamos destacar el díptico It iniciado en 2017 aunque, para lo que nos ocupa, sería más productivo fijarse en una película más pequeña lanzada directamente a streaming ese mismo año. Mike Flanagan adaptó a King por primera vez en El juego de Gerald, una estimulante historia de suspense.

Antes de eso, las afinidades de Flanagan por el escritor eran obvias. Ouija: El espejo del mal había sido el primer largometraje de éxito de Flanagan en 2013, y con su narrativa en dos tiempos girando sobre un trauma infantil ya remitía a la susodicha It. Nos topábamos con uno de tantos directores de terror apasionados por la obra de King, solo que Flanagan en realidad se parecía más a Darabont. Es decir, que de King le entusiasmaba, más que la imaginería de terror, su escritura de personajes y el tratamiento emocional. Lo demostró cuando La maldición de Hill House —serie de Netflix que le consagró del todo en 2020— se basó desde la superficie en la novela homónima de Shirley Jackson, e interiormente en un drama de personajes a lo King. Algo parecido a It, de nuevo.

Hoy Flanagan pasa por ser el adaptador oficial de King. Después de El juego de Gerald y de sus adaptaciones no oficiales, Flanagan estrenó Doctor Sueño en 2019 —adaptando convincentemente la novela que servía a su vez de secuela de El resplandor— y, según concluía el contrato que le ató a Netflix con un puñado de series posteriores a Hill House, aceptó nuevos encargos similares. Flanagan se ha comprometido a una adaptación de Carrie y otra de La torre oscura, ya llevadas al cine previamente. Y, claro, ha dirigido La vida de Chuck. Solo que esta no es de terror. De hecho, como mandan los cánones, la historia original está incluida en un libro de relatos.

Stephen King publicó La sangre manda en 2020. Uno de los cuatro relatos que contiene es El teléfono del sr. Harrigan (este sí de terror) y fue llevado al cine dos años después. Otro es La vida de Chuck, que viene a ser una de las narraciones más complejas de King pese a su brevedad. La vida de Chuck consta de tres partes que narran de forma inversa, pues eso, la vida de Chuck. Desde su muerte hasta su niñez. A lo largo de ella, King juega a distraer la atención del lector con la perspectiva de varios personajes diferentes, vinculados en mayor o menor medida a Chuck. Y también alterna registros y estilos, de forma que lo que empieza siendo una historia de ciencia ficción apocalíptica devenga un cuento de fantasmas algo más familiar para los fans.

Sin dejar de ser, ante todo, un ambicioso tratado sobre el sentido de la existencia. Que es lo que le interesa a Mike Flanagan como autor que se ha ido haciendo progresivamente más reflexivo en su obra. Misa de medianoche, una de sus creaciones más sofisticadas, pertenecía al género de terror pero se prodigaba en escenas larguísimas de personajes hablando y divagando. Y también era bastante cursi. Lo que no dejaba de confirmar que Flanagan ha nacido para entenderse con King.

Contener multitudes

La clave de Stephen King como escritor está en su humanismo. Por encima del ingenio para proponer situaciones terroríficas, por encima del ritmo y las descripciones irresistibles, lo que prima en cada una de sus obras —de la peor a la mejor— es la minuciosa construcción de personajes, en conjunto a una palpable preocupación por tratarles con justicia. Podrán sufrir infinitamente, pero nunca perderán su humanidad ni verán atados sus destinos a una maquinaria determinista. Esta concepción abierta y dialogante del relato contribuye también a la facilidad con la que King puede sustraerse de las necesidades del terror. Porque lo suyo es un estilo, no un género. Y sea cual sea el tipo de ficción audiovisual en que se instale este estilo, lo tiene todo a su favor para prosperar.

Sobre todo si, como es el caso de Flanagan, se contempla a King desde la reverencia absoluta. Lo peor que se puede decir de La vida de Chuck es que es una adaptación demasiado literal del relato original. La estructura en tres actos se ha mantenido sin alteraciones y la mayoría de los diálogos son calcados. De hecho, cuando Flanagan no ha atinado del todo es al querer aportar algo de su cosecha. Si bien podemos atribuirle la feliz incorporación del “calendario cósmico” de Carl Sagan, la invectiva a favor de las matemáticas del abuelo que interpreta Mark Hamill también es suya, y no funciona tan bien. Con ella se pretende matizar la imagen grisácea del personaje de Chuck y su profesión de contable. Viene a alinearse con la vocación de alegato por las vidas normales y humildes que practica La vida de Chuck, desde luego, y se entiende cuál es su función.

Al fin y al cabo, Flanagan vuelve a demostrar una comprensión profunda de qué hace de King un artista tan fenomenal, y el tono está muy logrado. No tanto como para que La vida de Chuck haya podido sobreponerse a la extravagancia de su planteamiento —no es de terror pero sus coqueteos con la ciencia ficción, el terror e incluso el musical tampoco le convierten en un entretenimiento de masas al uso—, cabe añadir. Por mucho que Toronto sea un buen indicio para las posibilidades oscarizables de las películas que triunfen ahí, posteriormente La vida de Chuck no ha tenido suerte en el circuito de premios. De hecho su distribución ha sido muy dificultosa, y ha tardado más de un año en conocer un estreno global. Uno sin apenas expectativas.

A estas alturas es probable que La vida de Chuck pase desapercibida, lo que no deja de ser paradójico. Los devaneos experimentales de King parecen tener mayor fortuna en el mercado literario que en el cine mainstream. Sin implicar, por otra parte, que el gran Hollywood deje de apostar por las adaptaciones de King. A lo largo de noviembre llegarán a cines dos películas adscritas a su fase Richard Bachman: La larga marcha (que ha tenido grandes críticas) y The Running Man (que dirige una figura tan querida como Edgar Wright). La vida de Chuck, pese a pertenecer al linaje de Cuenta conmigo y Cadena perpetua, se resigna a una recepción discreta.

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O, quizá, a terminar erigiéndose en film de culto. El relato de King es tan bello y conmovedor que a la adaptación correspondiente solo le bastaba con seguirlo al pie de la letra para retener su grandeza. Y es justo lo que hace Flanagan, manejando con habilidad las vueltas de tuerca y sabiendo equilibrar la resonancia de los conceptos troncales del relato. Lo que nos lleva a la importancia del baile —el segundo acto se centra básicamente en esto, con Tom Hiddleston exprimiendo el engañoso protagonismo que mostraban los pósters de La vida de Chuck— y al poema de Walt Whitman alrededor del cual gira la propuesta. Ese en el que el autor aseguraba ser “enorme”.

“Y contengo multitudes”. En tiempos donde la ortodoxia terapéutica promulga el trabajo aislado en uno mismo y la ideología neoliberal obliga a definir la vida según una lineal persecución de metas, La vida de Chuck opta por planteamientos radicalmente opuestos. La muerte esperando al final del camino —aquí al principio— lo relativiza todo, mientras las palabras de Whitman reubican nuestra subjetividad en comunión con un cosmos inabarcable. La película de Flanagan se titula La vida de Chuck pero es eminentemente coral —trasciende al susodicho Chuck— porque somos todo lo que vemos, todo lo que sentimos. Todas las personas que nos rodean.

Así lo dispuso King, y si sus coqueteos fuera del terror han tenido tanto pábulo al margen del público especializado, es porque este espíritu ha seguido fluyendo de una forma u otra. Un espíritu que contiene multitudes.

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