Todo lo que ‘Oklahoma!’ ha ocultado: qué nos dice ‘Blue Moon’ sobre el musical más importante de Broadway
Como tarde o temprano sucede con todos los mitos, el de Oklahoma! está siendo objeto en los últimos tiempos de una revisión. Se cuestiona que este musical de Broadway estrenado en 1943 sea realmente tan pionero refutando a uno de sus creadores, Oscar Hammerstein II. El responsable de las letras de las canciones aseguraba que él y su compañero Richard Rodgers (a cargo de las melodías) habían hecho un gran esfuerzo por la “integración”: esto es, por que sus canciones hicieran avanzar el argumento. Cuando los personajes de Oklahoma! se ponían a cantar la trama no se detenía, sino que seguía avanzando a través del número musical de turno. Las canciones dejaban de ser paréntesis, el argumento dejaba de ser una excusa: todo estaba integrado.
Oklahoma! habría sido el primer gran musical que quería funcionar dramáticamente. La idea lo tuvo fácil para calar, ya que Hammerstein y Rodgers —siendo Oklahoma! su primer trabajo juntos— desarrollarían a continuación otras obras clave de la edad de oro de Broadway: Al sur del Pacífico, El rey y yo o, concluyendo los años 50, Sonrisas y lágrimas. Encajaba que el esplendor de Broadway se hubiera debido solo a ellos y al tremebundo éxito de Oklahoma!, ofreciéndose este como “el comienzo de todo”. Si ahora mismo tenemos la segunda parte de Wicked triunfando en taquilla, adaptando religiosamente el original de Broadway, es gracias al precedente de Oklahoma!
Lo que figuras como el estudioso James O’Leary argumentan, entretanto, es que todo fue una campaña de márketing. Hammerstein sabía bien cómo vender algo y se inventó que todo eso de la “integración” —o los apuntes melódicos recurrentes, los leitmotivs— era nuevo. Ocurría además que él mismo, en 1927, había firmado junto a Jerome Kern un musical con inquietudes similares a Oklahoma!, titulado Show Boat. Este sí podría haber sido el auténtico pionero del “musical dramático”, y no Oklahoma! Pero convenía venderlo así, y no hay duda de que funcionó.
A la estela de O’Leary y queriendo apartarse de narrativas publicitarias, Blue Moon es una película con apuntes algo más venenosos para deslegitimar Oklahoma! Pues propone que, si el mito logró asentarse dejando de lado otros antepasados, fue sencillamente porque Estados Unidos lo necesitaba para seguir creyendo en sí mismo. En plena Segunda Guerra Mundial la creación de un mito identitario, capaz de inspirar alegría y coraje, parecía más necesaria que nunca.
¿Rodgers y Hart, o Rodgers y Hammerstein?
El planteamiento de Oklahoma! se prestaba a ello, pues hay pocas cosas más “americanas” que el musical de Rodgers y Hammerstein (lo que acaso explique el poco interés que ha habido en España por adaptarlo). Y no porque sus conflictos sean específicamente estadounidenses, sino por la carencia de ellos. Oklahoma! es básicamente un triángulo amoroso que sabemos cómo va a acabar desde el principio: a Laurey no le preocupa tanto decidirse entre Curly y Jud, como sobrevivir a la furia del segundo una vez sea rechazado y se confirme como el gran villano del show.
Es posible rastrear en Oklahoma! otros conflictos de índole colectiva o histórica —las reiteradas disputas entre ganaderos y agricultores, el expolio de los colonos a los nativos americanos—, pero todos están aplastados por la ligereza de la comedia y la tranquilidad con la que concentra en Jud todo lo que de siniestro pueda haber dentro del nuevo corazón estadounidense. Al fin y al cabo Oklahoma! se ambienta en 1906, con la conquista del Oeste finiquitada y un país consolidado, tal y como se celebraba en la obra de teatro de 1931 (Green Grow the Lilacs) que originó Oklahoma! No hay fricciones en el argumento fuera del amor, o de una maldad caricaturesca.
El germen de Blue Moon, la nueva película de Richard Linklater, lo hallamos en el turbulento desarrollo de Oklahoma! Pues Hammerstein no era inicialmente el letrista asociado al proyecto, sino Lorentz Hart colaborando por enésima vez con Rodgers. Rodgers y Hart llevaban 20 años haciendo musicales juntos antes de Oklahoma! Era el dúo más famoso del circuito neoyorquino, hasta que llegó a sus manos el proyecto de Oklahoma!, y Hart no lo vio claro. Hart encontraba el material de lo más ridículo e infantil, conduciendo sus desacuerdos a terminar siendo sustituido por Hammerstein. Blue Moon examina el trauma que esto dejó en Hart, centrándose en la noche de estreno de Oklahoma! y en cómo el letrista despechado afrontó el éxito de su excompañero.
Puesto que Rodgers y Hammerstein integraron a partir de entonces una dupla más memorable de lo que fue nunca Rodgers y Hart, la trama de Blue Moon está bañada en una feroz melancolía, y Hart ha de lidiar tanto con su irritación —pues sigue despreciando Oklahoma! una vez ya la ha visto representada— como con la certeza de que le han abandonado. Desencanto, envidia y soledad se dan cita en un guion consagrado al diálogo —a cargo de Robert Kaplow, autor de la novela Me and Orson Welles que Linklater llevó al cine en 2008— y a la excesiva interpretación de Ethan Hawke como Hart. Rodgers, entretanto, tiene el rostro de Andrew Scott, en un retrato lleno de matices y contradicciones que le hizo ganar el León de Plata en el último Festival de Berlín.
Lo interesante de Blue Moon está en cómo los tormentos de Hart —expresados por una encantadora verborrea que no resultará desconocida a los seguidores de Linklater, de su trilogía Antes del amanecer en particular— poseen una resonancia que trasciende el mero drama de personajes. Porque sí, desde luego que el centro de la película es la amargura, ¿pero hacia qué? No solo hacia un músico de sobrado talento y pragmatismo, sino también hacia todo lo que representa: un cambio de paradigma en la cultura popular. Un cambio de dirección en Broadway, en efecto.
A lo largo de Blue Moon Hart lanza múltiples reproches a la simpleza de Oklahoma!, aparentemente alejada de lo complejos y exigentes que eran los musicales que antes hacía con Rodgers. Se burla de sus personajes, de las rimas de Hammerstein (cómo no), del signo de exclamación del título. Su hostilidad por el “entretenimiento fácil” está emparentada con el rechazo que siente hacia Blue Moon: la canción que da título a la película es la más famosa con diferencia de las que compuso con Rodgers, pero él reniega de su melodramatismo. Él es capaz de un arte mejor, más desafiante.
El problema con Blue Moon y Oklahoma!, como no dejan de recordarle al protagonista, es que cuentan con el cariño incondicional del público estadounidense. Quizá porque necesita obras justo de esta clase: luminosas, satisfactorias. Algo con lo que pueda distanciarse de una existencia racional y deprimente que se parece mucho a la que sufre, a todas luces, el propio Hart.
Un nuevo mito para el nuevo país
Tal es el dilema con el trabaja Blue Moon, una película magnífica porque se hace preguntas magníficas (y acuciantes). Sin hallar una respuesta clara, evidentemente, pues en el debate sobre si el arte debe ser conciliador o incómodo es tan difícil posicionarse con Hart como con Rodgers. Porque ambos son honestos: uno dentro de su temperamento agotadoramente narcisista, otro en su serena comprensión del rumbo que va tomando el viento. De modo que lo más fructífero es reparar en lo que sucede con la imagen de Oklahoma! tras el debate y los exabruptos de Hart: aparece surcada por grietas. Percibimos su triunfo no como rupturista o pionero, sino como… conveniente.
En plena Segunda Guerra Mundial, en vísperas de un nuevo tablero geopolítico donde EEUU sería el poder hegemónico, Oklahoma! lanzaba una mirada muy concreta a la juventud de la nación. Depurando todo el contexto de los EEUU de principios de siglo —ni rastro, recordemos, de nativos americanos—, presentaba a un país sin más historia que la que quisiera contarse a sí mismo. Una jugada similar a lo que había sido El nacimiento de una nación en 1915, solo que el tratamiento de la Guerra de Secesión exhibido aquí no dejaba de defender el racismo como modelo unificador, y Oklahoma! no necesitaba ni eso. Porque en los 40 EEUU ya acariciaba el liderazgo, y para afianzarlo bastaba con cultura pop: con cultura pop vitalista, cómoda, exportable.
El circuito de Broadway podía ser un tentáculo tan bueno como otro cualquiera para este imperialismo blando, así que ahí tenemos la razón final por la que se le ha endosado a Oklahoma! este rango de vanguardia: su iconografía de una frontera donde todos son amigos (y se ha sofocado cualquier fantasma de disensión) es la que mejor se presta al proceso. Desde entonces la escena de Broadway, por supuesto, ha podido ser más diversa e incómoda de lo que preconizaba Oklahoma! —los años 70, entre Hair y The Rocky Horror Picture Show, insinuaron una alternativa—, si bien nunca se ha perdido del todo esta afinidad entre teatro y relato nacional. Oklahoma! fue para los EEUU de la Segunda Guerra Mundial lo que Hamilton, en 2015, fue para la era Obama.
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Oklahoma! es tan espiritualmente estadounidense como la tarta de manzana, como el pensamiento de Ralph Waldo Emerson o como Walt Disney. No es tanto un artefacto cultural como un sentido común social, y frente a un imaginario de tal calibre es lógico que el cine haya sacado provecho. A la adaptación cinematográfica de Oklahoma!, en 1955, le tocó capitanear todas esas películas de escala demencial —no solo musicales— que Hollywood se apresuró a pergeñar para poder competir con la llegada de la televisión a los hogares estadounidenses y convencer a la población de ir al cine.
Ante tal grandeza Blue Moon quizá sea una sola nota al pie. Es una reflexión bondadosa —nunca se ríe de Oklahoma! en serio— y por tanto anecdótica, aunque no deja de ser otra muestra del reciente escepticismo con que el cine está abordando este musical. Hace poco lo nuevo de Spike Lee (Del cielo al infierno) empezaba con una secuencia al ritmo de Oh, What a Beautiful Morning. El tema introductorio de Oklahoma! recorría el skyline neoyorquino con una intención que luego descubriríamos como irónica: esas alturas, realzadas por una música idílica y pomposa, reflejaban el ensimismamiento del personaje de Denzel Washington, un productor discográfico que había dejado de creer en su arte. Justamente, por querer corresponder a los gustos masivos.
Un lustro antes, Charlie Kaufman fijó en Oklahoma! la clave para entender al protagonista de Estoy pensando en dejarlo (2020). Aquí Jesse Plemons interpretaba otro tema del musical, Lonely Room, al identificarse con la soledad del personaje de Jud. Kaufman proponía que Jud había sido el primer incel, queriendo darle actualidad y corporeidad a un mal que se había preferido entender hasta entonces como totalmente plano. Adecuándolo a sus fines, Kaufman mostró que Oklahoma! sigue estando vigente en la memoria popular, pero no necesariamente como un paraíso perdido. Sino, más bien, como un espectro que ya no puede ocultar su verdadera naturaleza.