De ‘Déjame salir’ a ‘El mejor’: el cine de Jordan Peele combate el racismo con sustos y risas
Hasta cierto punto El mejor es una película de encargo. El guion de Zack Akers y Skip Bronkie está en venta desde hace unos tres años —originalmente se titulaba GOAT por el acrónimo “greatest of all time”, el mejor de todos los tiempos—, y se lo ofrecieron a Justin Tipping porque parecía idóneo para el material. Quizá por sus similitudes con el debut de Tipping como director. Kicks, allá por 2016, narraba cómo un chaval afroamericano ponía todas las esperanzas de mejorar su vida en la adquisición de unas zapatillas, modelo Air Jordan. Como con el protagonista de El mejor, el triunfo deportivo semejaba una promesa emancipadora. Una promesa, a la postre, envenenada.
Esas zapatillas resultaban ser un engaño; el protagonista de Kicks entendía que necesitaba más que eso —una pequeña ayuda de sus amigos, quizá— para resolver sus problemas. Tyriq Withers, a cambio, encarna a un jugador de fútbol americano que teme haber dejado atrás su tiempos de gloria y, desesperado por seguir siendo una estrella, se somete a un programa aterrador espoleado por su ídolo, una antigua estrella del deporte con el rostro de Marlon Wayans. Así que hay una línea recta. Un interés común por retratar las trampas ideológicas del deporte profesional, y en particular de una imagen de éxito que te culpabiliza a ti y solo a ti si no puedes cumplir tus sueños.
Entre Kicks y El mejor han pasado muchas cosas. Sobre todo, el cine estadounidense ha cambiado mucho. Aunque en abril de 2023 pasó algo especialmente interesante, y es que el modelo de zapatillas que ansiaba el protagonista de Kicks tuvo su propio biopic. Air narraba las circunstancias que condujeron a que Michael Jordan aceptara el patrocinio de Nike del que salieron esas zapatillas. No repasaba las gestas del jugador de baloncesto, no: en su lugar prefería hablar de los esfuerzos de todos los ejecutivos blancos que le habían convencido de firmar. Tal era el empeño percibido como auténticamente heroico, histórico, en la película dirigida por Ben Affleck.
El talento negro, cooptado por Hollywood en una vertiente sumamente extraña (si bien sintomática de nuestros tiempos) del biopic de toda la vida. Esa resultaba ser la gesta edificante que quedaba tras el incansable goteo del cinismo, una vez se resolvía que ya no fueran los atletas las figuras a admirar, sino las marcas en que se habían convertido (y, por qué no, los tipos espabilados que las gestionaban). Es razonable, entonces, que a El mejor le distancie de Kicks una rabia ciega. Que sea una película de terror finalmente, y que la produzca Jordan Peele.
La escuela de la pata de mono
Es Monkeypaw Productions, fundada por Peele allá por 2012, la compañía detrás de El mejor.
Peele se abalanzó sobre el guion en cuanto pudo, consciente de cómo la historia se alineaba con sus inquietudes creativas y no mucho después de haber perdido la puja para producir Weapons. Este verano se habló mucho de cómo Monkeypaw —cuyo nombre remite a aquel relato de W.W. Jacobs sobre una pata de mono que concede deseos— no había logrado hacerse con el proyecto de terror de Zach Cregger, y de que seguramente a Peele no le habría hecho gracia su gran éxito posterior.
Ciertamente Weapons parece hecha a medida del estilo de Peele, gracias a un gran sentido del humor que matiza la apuesta terrorífica. No es que El mejor sea por su parte una película muy graciosa —Tipping prefiere enfatizar el lado trágico del asunto—, pero sin duda la comedia ha sido un motor central de la empresa de Peele. Resulta significativa de hecho la presencia de Wayans, pues este actor siempre se ha dedicado al humor. Tanto como para que podamos sugerir, ya que él y sus hermanos desarrollaron comedias muy exitosas a principios de los 2000, que la preocupación racial que ha abanderado Monkeypaw estaba originalmente conectada al trabajo del propio Wayans.
Nos referimos a las primeras películas de Scary Movie, con la que los Wayans revitalizaron el género de la parodia en tanto a actores, directores y guionistas. O mejor aún, a un título tan reivindicable como Dos rubias de pelo en pecho, cuyos enredos al fin y al cabo —dos agentes negros del FBI haciéndose pasar por mujeres rubia, ya sabéis— empezaban a sustentarse en las diferencias raciales. Tan importante es el cine de los Wayans para la tradición en la que se inserta Jordan Peele con Monkeypaw como lo son comedias posteriores abiertamente satíricas estilo Queridos blancos (2014) o la serie Atlanta (2016) que lideraba Donald Glover.
Cabe añadir que, entonces, Peele no parecía abiertamente interesado en la raza. Monkeypaw nació para lanzar la serie de sketches cómicos que había desarrollado con su colega Keegan Michael-Key, llamada Key & Peele. La primera película que produjeron, en 2016, era una comedia de acción titulada Keanu que muchos leyeron como una parodia de John Wick. Pero entonces algo estaba sucediendo en EEUU. El hashtag #OscarsSoWhite había criticado la falta de intérpretes racializados en las candidaturas de los Oscar de aquel año. Y estaba a punto de entrar en la Casa Blanca un presidente abiertamente racista, todo un arrogante monumento al privilegio blanco.
Déjame salir fue la contundente reacción. Un grito de ira que no perdía de vista la sátira a la hora de insistir en las cuentas pendientes del entramado estadounidense con la cuestión racial. Peele trabajaba sobre un terreno conocido en efecto —Atlanta ya era un éxito y Queridos blancos iba a originar a su vez una serie de Netflix, mientras una comedia colindante tan surrealista como Perdona que te moleste iba directa al culto—, aunque la clave estuvo en servirse del cine de género. Lo más sorprendente de todas las nominaciones al Oscar de Déjame salir radicaba, entonces, en que la Academia quisiera premiar cine de terror. El guion de Peele fue premiado incluso.
Y es la gran aportación de Monkeypaw. Fundir terror y humor dentro de un comentario político que va de lo reivindicativo a lo irónico, donde muchas veces la amargura sofoca la rabia y lo más importante termina siendo la pegada del chiste. Uno de los discípulos más lúcidos de Peele bien podría ser The Blackening. Esta comedia de hace un par de años presentaba a un grupo de colegas negros tratando de sobrevivir a un mortífero juego tipo Saw. Su escena más graciosa consistía en cuando todos trataban de disimular que eran fans de una de las series más caucásicas de la historia, Friends. Los chistes, en algo más de seis años, habían llegado a ser tremendamente específicos.
Un país roto
Aún así, insistimos, El mejor no es una comedia. Tampoco, dicho sea de paso, es una buena película. Las críticas en EEUU han sido feroces y, significativamente, remarcan la obviedad del film de Tippling: la escasa sutileza del guion, pendiente de una siniestra secta cuyo credo magnifica los valores esenciales del deporte hasta convertirlos en una monstruosidad despiadada. Siendo comprensibles estos reproches —a lo que habría que añadir una realización ramplona que en pos de parecer artística termina siendo ridícula a más no poder—, hay que destacar que la firmeza con la que se formulan se debe a un terreno iconográfico ya plenamente reconocible y poblado.
Porque El mejor no es una simple denuncia del racismo. La jerarquía racial está presente —nunca os imaginaréis quiénes al final se benefician más del sufrimiento del protagonista—, solo que desde un sentido común más o menos inmanente, que ha definido de forma compleja la desigualdad en cualquier ámbito de EEUU. El gran acierto de la escuela de Monkeypaw ha radicado en no limitarse a abanderar el antirracismo, por preferir explorar otras vertientes aledañas y retratar todo el imaginario estadounidense como un cosmos abonado a la injusticia y la violencia. Un imaginario donde la raza se proyecta no solo a nivel social sino también económico, cultural y conceptual.
Las películas dirigidas por Peele ilustran esta progresiva ambición. Déjame salir podría ser tachada de obvia —como lo es El mejor ahora mismo— pero su director, desde entonces, ha jugado a la ambigüedad. Era difícil extraer una denuncia directa del odio contra las personas negras en Nosotros (2019), toda vez que no podíamos ceñir a esta los inabarcables intereses de Nop (2022). El tercer largometraje de Peele, acaso uno de los más apasionantes del último cine estadounidense. Además de destacar cómo los constructos del espectáculo de Hollywood se habían establecido sobre el olvido a los artistas negros, Nop se preguntaba por el alcance del mismo espectáculo. Volviendo a Tiburón, la televisión y el western, sin en ningún momento perder el sentido del humor (y el terror).
Lo que ha sucedido alrededor de este grupo de películas —que ojalá Peele amplíe pronto; se supone que su cuarto largometraje se estrena en 2027— es que la denuncia del racismo estructural en EEUU se ha ido haciendo cada vez más enrevesada y punzante, más alérgica a los textos unívocos. El caso de Ryan Coogler —uno de aquellos cineastas que guiaron el camino de Peele— es ilustrativo. En 2013 Fruitvale Station repasaba el último día con vida de Oscar Grant antes de ser asesinado por la brutalidad policial, sin querer disimular su condición de alegato llameante. Años después Coogler no solo ha trabajado en grandes sagas hollywoodienses como Black Panther y Creed: también ha dirigido uno de los triunfos categóricos de 2025, Los pecadores.
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Los pecadores es un blockbuster atípico: una historia original de acción y vampiros que además es un film de época y estudia cómo el capitalismo ha mediado el flujo de la música afroamericana, a través de la asimilación cultural. Sus ambiciones discursivas no emborronan su espíritu popular, sino que lo refuerzan al trabajar desde un bagaje compartido. Que, en el caso de la población afroamericana, deviene herencia y reflexión sobre las formas posibles de habitar el país.
La serie Territorio Lovecraft, volviendo a la producción Monkeypaw, probaba algo similar con la literatura. La última Candyman (2021) fundía el trauma racial con la gentrificación, y compartía sus inquietudes por el hogar con un film previo y alejado del influjo directo de Peele, Casa ajena (2020). Nada de esto es especialmente nuevo. Las preocupaciones particulares de El mejor, sin ir más lejos —en tanto a la afinidad del deporte con la masculinidad tóxica— ya fueron atendidas por el mismísimo Spike Lee en una excelente película de los 90, Una mala jugada. Ahí hablábamos de baloncesto y no de fútbol americano, pero las preocupaciones eran básicamente similares.
La clave está en la finura del discurso. También en la escala que puede acoger, la aglomeración de voces deseosas y capacitadas para alzarse. Y en la actualización. Los problemas siguen siendo los mismos pero no dejan de ganar virulencia. Bien está que El mejor, con su atolondrada crítica a las instituciones del deporte y el espectáculo, no pierda oportunidad de seguir metiéndose con figuras del estilo de Donald Trump. O Llados. Los detalles cambian. La rabia no.