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El rincón de los lectores

El alma como purgatorio

Anderson Ballesteros en 'La Virgen de los sicarios', adaptación al cine de la novela de Fernando Vallejo por Barbet Schroeder.

Eugenio Alemany

La violencia, el matar y morir por "fierro" (revólver en la jerga del sicario, el asesino de Medellín, Colombia), es una flor exuberante, endémica, en el lodazal pestífero de la podre humana. A la germanía del sicario, la de las miserables comunas de la ciudad alta, se la llama "parlache". Y a las novelas que entre 1985 y 1995 retrataron a estos asesinos, novelas donde se habla parlache mientras se mata y se muere, se las denomina "sicarescas", remedando en ese tipo social un tronco común hispano.

Sin embargo, en La Virgen de los sicarios (Punto de Lectura, 2006, publicada por primera vez en 1994), de Fernando Vallejo, novela de aquella época y de la misma genealogía, la violencia ya no es responsabilidad del sicario, ya no es el mal que hay que erradicar ni la consecuencia ni tampoco la causa del fracaso de un programa de redención civil, patriótico, mansamente ilustrado. La violencia se ha hecho costumbrismo, amuletos supersticiosos o peregrinación a la Virgen de Sabaneta, María Auxiliadora, todos los martes, para obtener protección y tener buena puntería. El exterminio, la venganza aplazada, la instantánea, el disparo caprichoso, el cabal, la ilegítima defensa y a veces la legítima. La violencia se ha desleído en el alma de Colombia y en la del yo narrador, que cubre de palabras desquiciadas e insomnes un incesante reguero de sangre por las calles de Medellín –otras veces "Medallo" o "Metrallo"–, cadáveres sucesivos, cada cual con su disparo, una "señal de ceniza en la frente" o una "pepita de eternidad en el corazón".

Recorriendo el infierno alegórico de esta Medellín impía, como Dante de la mano de Virgilio, girando en círculos repetidos, camina aquí dos veces la misma pareja de enamorados: Fernando y el "Ángel Exterminador", Alexis, un hermoso efebo; y de nuevo Fernando y ahora Wílmar (el asesino de Alexis, su doble), otro bello delincuente juvenil. Vivir es un laberinto sin salida. Dos veces la misma dulce pareja de amantes peregrinos: el que mata y su cómplice; dos veces un gramático a las puertas de la vejez y un pistolero impasible.

En el hilo narrativo confluyen tres impulsos parciales que se retroalimentan: un  amor extremo, una jerga delictiva y la rutina del crimen: a más asesinatos, más inmersión lingüística; y a más cadáveres y más dominio jergal, más devoción recíproca de la pareja. Mientras mata, Alexis enseña a Fernando el habla callejera; y este la registra a modo de trabajo de campo no solo para adoptarla con rapidez sino para traducirla al lector con ingenioso sarcasmo lexicográfico: "[…] Déjame que la próxima vez saco el fierro'. El fierro es el revólver. Yo al principio creía que era un cuchillo pero no, es un revólver. Ah, y transcribí mal las amadas palabras de mi niño. No dijo 'Yo te lo mato', dijo 'Yo te lo quiebro'. Ellos no conjugan el verbo matar: practican sus sinónimos". Al mismo tiempo, Fernando sermonea a Alexis, o sea, le explica la vida, la estiliza en palabras siguiendo la fórmula quijotesca de imponer una weltanschauung culta a un muchacho estancado en el ruido del punk, los vallenatos, el fútbol y las telenovelas. Pero, al igual que a Alexis y a Wílmar, el yo enunciador también se dirige al lector, a nosotros. Para ello mantiene el mismo registro coloquial que usa con los otros personajes, propiciando un espacio de enorme expresividad donde lo escuchamos más que lo leemos, tal que en la calle, mientras figuradamente paseamos junto a él y sus jóvenes pistoleros. Pero, al mismo tiempo, se aleja de quienes lo rodean cuando hace valer una –digamos– distinguida marginalidad, puesto que Fernando ha vivido tres fracturas vitales: dos épocas enemigas (el pasado dichoso de la infancia y el horrendo presente de la vejez), dos nacionalidades (la expatriación de Colombia y el regreso al país sin sentirse ya colombiano) y dos condiciones socio-culturales antagónicas (la suya, de intelectual cultivado pero residual e incomprendido, y la de las comunas populares, masiva, pero analfabeta y degenerada). Investida por el saber superior que presuntamente le confieren estas experiencias vitales y por la llaneza oral del estilo, emerge un torrente verbal desquiciado, asertivo y maniqueo (de "diatriba" y "discurso unipersonal delirante" lo califica la estudiosa Aileen El-Kadi), también a veces francamente humorístico, que va cobrándose impresiones de la ciudad por la que camina (certeras sin duda, descarnadas), para transferirles de inmediato toda suerte de evocaciones, explicaciones y juicios de valor, unas veces impregnados de nostalgia, otras de asco y hastío.

El problema surge cuando el lector percibe, de un lado, que la primera persona ha cegado cualquier distancia o contraste crítico (otras voces, otros puntos de vista), es decir, cuando percibe que el yo-Fernando ha ocupado por completo el espacio ficcional adueñándose de todos las interpretaciones en juego. Y de otro lado, cuando detecta la anemia racional y moral que debilita el chorro de opiniones y argumentos de ese yo. La impresión que nos acompaña es la de hallarnos ante un intelectual atrabiliario e iracundo que banaliza hasta el sinsentido cualquier amago de examen o valoración acerca de la realidad (Medellín, Colombia, la violencia) y lo que es peor, que acaba por ser cómplice y coautor de los asesinatos de sus amantes mientras se vacía alegremente de toda responsabilidad moral. Nada merece ser pensado ni contado –parece sugerir– porque es sabido que el mundo y la vida humana no son otra cosa que un pudridero. Consignada esta evidencia ineluctable, el pasado, extinguido, se vuelve una ilusa figuración romántica; el presente –como sostenía el Baroja shopenhaueriano– es algo feo, turbio, doloroso e indomable; y el futuro ha sido cancelado, deglutido por la muerte. "Si uno ve la verdad escueta se pega un tiro".

Sin embargo, por detrás de tanta desesperanzada lucidez, asoma sin disimulo la hiperbolización del cinismo: a lo mejor mi sufrimiento –el de Fernando– es verdadero; o a lo mejor no lo es tanto –con serlo–, y entonces todo es risible e irónico, como caóticamente intrascendente, una excusa para cobijarse plácidamente en la negación absoluta y en los fuegos artificiales del ultraje y la irreverencia. Es decir, se exaspera el descreimiento de todo para defender un territorio moral inmaculado, dentro de uno mismo, no se sabe cuál, pero desde el que no ser nada más que uno mismo. En este libro se perpetúa la vieja dicotomía civilización/barbarie solo que desplazada e interiorizada por esta subjetivad dogmática: la civilización es la pureza lírica que habita en la niñez, el deseo sexual, la música clásica, el silencio y los perros. Un mundo y un orden previos a todo conflicto, es decir, un mundo sin palabras. Y la barbarie es, sencillamente, todo lo demás, incluso el mismo narrador, la faramalla barroca de las apariencias, el mundo como despojo alegórico. Una dicotomía que se resuelve definitivamente improductiva, ni positivista ni fenomenológica: posmoderna.

Alguien ha hablado de que la literatura contemporánea nace, en muchos casos, de una profunda negación de la realidad. Acaso lo que haya quedado aquí sea una poética de la abominación, de la abominación de la realidad y de la propia ficción en tanto que artificios del alma contemporánea. Esto no es una novela; el género humano no mereció el verbo y no le fue concedido; y, a lo mejor, las palabras no son —contra el silencio o la música— más que espasmos violentos de una naturaleza hecha de sombras y culpa.

*Eugenio Alemany es profesor de Literatura. Eugenio Alemany

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