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Cristina Fernández Cubas: de una niña que sueña y de una mujer salvada

Fernando Valls

El columpio

Cristina Fernández Cubas

Firmamento, Salamanca, 2023

Resulta muy oportuna la reedición de esta novela corta, publicada por Tusquets en 1995, dedicada a Carlos Trias, quien fue su marido. Fue escrita a la vez que los cuentos que componen Con Agatha en Estambul (1995), publicados en el mismo año, aunque un poco antes. En su momento, el libro tuvo buenas críticas, sin que faltaran pegas, no siempre razonables, pues lo que algunos críticos consideraron defectos, más bien parecen hoy virtudes, como el desarrollo de la trama contenido o el mantener la ambigüedad de la historia; por no hablar de lo que tacharon de artificioso, a veces necesario, si le quitamos el sentido peyorativo, en ciertas formas de lo literario. Quizás hoy estemos en condiciones de apreciarla aun mejor, al ser más conscientes de las peculiaridades de la novela corta, como un género distinto del cuento y de la novela, con otras hechuras, pero que en esta ocasión muestra la concisión y precisión propias de un buen relato (en el sentido que le dio Cortázar al término), y es muy probable que los lectores estén más familiarizados tanto con lo simbólico (presente en el título: “Ahora era yo quien tenía la certeza de haber estado durante aquellos días balanceándome en un columpio, suspendida en el aire, ingrávida sobre un inmenso abismo”, p. 103), como con algunos de los motivos habituales de lo fantástico: el espacio (una finca con su jardín y una vieja casona solitaria, la Casa de la Torre, con un “desván [“los desvanes son como inmensos arcones en los que el tiempo se ha detenido”, p. 55], el cuarto de los juegos, el “arcón de los tesoros”, y sus correspondientes lugares secretos asociados; una Fonda y colmado; el pequeño pueblo compuesto por “cuatro casas viejas”; y una urbanización con el “Supermercado, Modas París”), sin olvidar a unos personajes atípicos que no son lo que parecen, en un tiempo trastocado (detenido, por la simultaneidad de pasado y presente); o la convivencia de la realidad y el sueño, las apariciones y las voces –digamos– fantasmales, la ambigüedad de las impresiones, o incluso el narrador no siempre fiable, como ocurría en La ventana del jardín, cuento que presentaba una estructura y un final semejante a este: alguien llega a un lugar en el que ocurren cosas extrañas, inexplicables mediante la razón. Por no hablar de determinados gestos: un brindis con champagne, con motivo de su llegada, pero que no está hecho en su honor; o las copas de Oporto que le ofrecen y la trastornan. Todo ello hace que la acción transcurra en un clima cuando menos desapacible y extraño.

Una escritora más joven, de una generación posterior, como es Pilar Adón, en sus dos últimos libros narrativos, que han tenido mucho éxito -de Bestias y aves (2002) ha ganado el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa-, parece haber seguido su estela, en relatos que se valen de una atmósfera similar, utilizando también algunos motivos clásicos de lo fantástico, aunque los resultados en ella sean diferentes. La crítica observó en su momento la influencia en la obra de Fernández Cubas tanto de la novela gótica como de los relatos de estirpe romántica, con la que comparte ciertos ingredientes, así como de las narraciones de Henry James, sobre todo de Otra vuelta de tuerca (1898).

Si bien el argumento de El columpio es sencillo, el desarrollo de la trama resulta complejo. Está contada en primera persona por la protagonista, quien nos relata una extraña experiencia cuando tiene 25 años. El caso es que una joven huérfana viaja desde Francia a un pueblo, junto a los Pirineos (o sea, en la frontera), donde su madre, Eloísa, pasó la infancia y sigue viviendo su familia: dos tíos (Tomás y Lucas) y un primo (Bebo), a los que tacha de “solterones tozudos”. La madre -cuando muere hacía muchos años que estaba separada de su marido, un francés-, le había hablado a menudo de su lugar de origen, del mundo que había dejado allí. Pero Eloísa les había escrito a sus parientes en varias ocasiones, sin obtener contestación, por lo que no regresó nunca al valle, del que prácticamente eran dueños sus tíos, quizás intuyendo algo poco grato. Al fallecer esta, su hija decide viajar a España para conocer a su familia materna. Así, mezcla los recuerdos de lo que le ha contado su madre, el peso de la memoria, con sus propias sensaciones al llegar al valle.La novela arranca con un curioso sueño (“impreciso”, “imposible”, p. 12), en el que Eloísa, siendo una niña de 10 u 11 años se encuentra en un futuro incierto con quien será su hija, mientras juega en el jardín de la casa en que pasaba los veranos, una visión que al final de la narración reaparece invertida. Un sueño que será el detonante de toda la historia, pues traslada asimismo a la narradora al espacio en que transcurrió la infancia de su madre.

La narración se centra, una vez más en la obra de la autora, en un grupo cerrado de personas, seres distintos, extraños. El valle, el pueblo cercano, la casa familiar y la atmósfera en que todos estos espacios aparecen envueltos resultan inquietantes. No en vano, se vale del adjetivo “absurdo” y nos habla de una “extraña fuerza” (p. 93), como ocurría en su novela La puerta entreabierta (2013). La narradora lo describe como un “mundo de arcones de alcanfor, ríos de aguas arenosas y fotografías macilentas” (sic, descoloridas). Como sucedía con la conducta de su familia, pues parece que no han crecido, quedándose atrapados en una época del pasado, en los juegos que compartían cuando Eloísa vivía con ellos, como si se hubieran empeñado en detener el tiempo, en reproducir unos ritos. Y en este pertinaz empeño, la sobrina, al invadir de forma inesperada su intimidad, les resulta una molestia. Destaca, de igual modo, el ambiente poco habitual de La Fonda y colmado, en los que se encuentra con una anciana ciega que llama a gritos a una joven llamada Lucila e intuye a un hombre que ronca en una habitación contigua.

Los tíos se reparten los papeles en esta curiosa representación que llevan a cabo, pues guardan un secreto que intentan preservar de miradas ajenas. No siempre resultan ser lo que parecen. Así, Tomás no es un simple, un niño grande, tal como lo recordaba Eloísa, aunque no llegamos a saber si le han quedado secuelas del accidente que sufrió. La narradora se da cuenta pronto de que es Tomás el verdadero dueño de la casa, el intendente, y al final se percata de que era “el auténtico artífice de aquel mundo imposible en que se había detenido el reloj”. Bebo, por su parte, con su extrema delgadez y aspecto enfermizo, es el artista, dibuja y pinta, e inventor, padece agorofobia, y es quien jugando le roba un beso a Eloísa, que como respuesta le deja una cicatriz en el cuello. Mientras que  Lucas, “un hombre extraño”, escribe un libro de cocina, como hace la protagonista de “Los altillos de Brumal”, titulado Juegos del valle, que solo existe en su cabeza y que nunca llega a escribir. Además, para la narradora, Lucas resulta ser el peor actor del mundo “pero un convincente gran señor del valle (…), además de un excelente cocinero”.

De cierto culturalismo, más allá de la idea del Gran Teatro del Mundo, se vale también la autora en el cuadro de Bebo que representa a la niña que fue Eloísa, en el que el diábolo se ha desdibujado, en el remedo del motivo de le déjeuner sur l´herbe y en la –digamos– simbólica última cena (p. 68). Pero incluso el trazo de la firma de la niña Eloísa parece un lazo, una cuerda ondulante, como la del diábolo, pero también podría remitir al indalo, con su comba por encima de la cabeza.

Los tres personajes implicados se presentan como rentistas que consideraban el dinero algo asqueroso, si bien servía para mucho, puesto que “el mundo era un gran teatro y el dinero, ese dios menor”, esa era “la única verdad”. Del cuidado de la casa se ocupaban dos mujeres, “las raqueles” (“aquellas mujeres, con sus absurdas tentativas de orden, no hacían más que entorpecer su ordenado intento de desorden”, p. 53), aunque lo curioso es que el único cuarto que podrá ver la narradora sea el de Tomás.  

En la novela adquieren importante protagonismo cuatro objetos: el columpio, que es el umbral que la traslada a otro tiempo; un cuadro, obra de Bebo, en el que aparecía Eloísa de niña (también en el cuento Interno con figura un cuadro adquiere protagonismo) y un diábolo roto en el suelo (“Eloísa sin su diábolo no es Eloísa”; “El diábolo era el amo de Eloísa y ella su adoradora… No se sabía quién servía a quién”, p. 56), con los que esta jugaba; pero también unas cartas: unas no contestadas, otras manipuladas que se pierden y reaparecen; ciertas fotos descoloridas y los bebedizos que le administran a la visitante, junto con unas voces que entonan una canción (“Me casaré con un francés/ Con un francés me casaré/ Y nunca, nunca, nunca/ Nunca volveré”), que relata la historia de la madre pero que era “el grito de una niña malcriada, caprichosa, tiránica”. Por su parte, la canción desempeña una función similar a la que aparecía en el cuento Mundo. En un momento dado, “las secuencias fueron encontrando un orden”, como ocurre también en “La mujer de verde”, otro cuento notable de la autora.

Entre los episodios más destacables, podría figurar la misteriosa excursión del último día, en la que Tomás y Lucas acompañan a la narradora, con oscuras intenciones. La llevan a un nudo ferroviario para que coja el tren y luego el avión a París, pero como ella no tenía pensado ir allí regresa con ellos a la casa, en la que se topa con “extraños presagios”. La acción trascurre durante la noche del viernes, que los tíos dedicaban siempre a lo que denominan “despachar asuntos de familia”. Pero se trata de un rito en el que juegan con las voces, se remedan entre ellos, donde cada uno jugaba a ser otro de ellos, e incluso fingen la voz de la niña –impostada, falsa- que fue su madre, la misma que la protagonista había oído en el columpio.

Sea como fuere, el viaje de ida y vuelta a París de la protagonista, que transcurre durante unos escasos cinco días, resultará iniciático, desde el momento en que no transcurre como ella había previsto, sino que podría leerse como la historia de una decepción, lo tacha de “viaje sin sentido”, pues lo que tendría que haber sido un encuentro cordial y cariñoso, se revela tenebroso, ya que pone en riesgo la vida de la narradora. Al fin y a la postre, se convierte en un viaje al pasado, en el que sus tíos la tratan siempre como si fuera una niña.

Al cabo, quien salva a la narradora es su propia madre, o su reencarnación cuando era niña… No se trata, sin embargo, de un cuento de terror, sino de un relato inquietante, ambiguo, donde el lector va descubriendo poco a poco algunos de los misterios que rodean a los personajes, aunque -por fortuna- no nos proporcione respuestas a todos ellos, ni tampoco nos son desvelados. En cierta forma, podría decirse que el desenlace es abierto, y no llegamos a saber si Eloísa se arrepintió de haber abandonado el valle, o si las voces que oye, con un tono terrible, supuestamente las de su madre/niña, son una mera ilusión.

Se cumple, una vez más, aquello que Hemingway le exigía al cuento, pero que podría aplicarse también a la novela corta: que hubiera más materia narrativa escondida que explícita. Pues, como señaló Ricardo Senabre, en una reseña temprana: contrasta la simplicidad de lo narrado con el espesor de lo sugerido.

En definitiva, Cristina Fernández Cubas nos presenta otra realidad posible, más compleja, menos obvia, “un gran teatro” en el que el tiempo transcurre de otra manera, con otras leyes, o sin leyes precisas y establecidas. Se vale para ello de un estilo sobrio, sencillo, sin que carezca de ribetes líricos, el mismo que exige la historia que quiere contar, una elección que ha resultado ser siempre de las mayores virtudes de la autora: saber dar con el tono más adecuado.

El caso es que Eloísa no tuvo amigas, solo se relacionaba con los tres hombres de su familia: “Esa pandilla hermética, autosuficiente, en la que no había lugar para otros. Juegos y más juegos, y siempre los mismos participantes: ellos cuatro” (p. 74). Los adultos no aparecían, permitiéndoles vivir en una “libertad salvaje”, y solo contaban con un “ama comprensiva” que se ocupaba de todo. Al final de la narración, la protagonista vive, se imagina, dos encuentros de distinto valor y significado: con el ama, pero sobre todo con su madre/niña, quien parece querer asfixiarla con la cuerda del diábolo (Eloísa mató con su diábolo a un perro sarnoso), pero finalmente le salva la vida, evitando que cayera en un pozo.

En el desenlace, como vemos, se concentra el significado de la historia, pues no solo hace balance de la experiencia vivida, en el capítulo 19, sino que también rompe con su familia materna, al destrozar el cheque que le dan sus tíos, sintiéndose así libre.

Esta novela corta, aunque pueda leerse con gusto de forma independiente, creo que se entiende y valora mejor teniendo en cuenta el conjunto de su obra, de ahí que hayamos querido señalar algunas resonancias entre esta obra y el resto de su literatura.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

 

 

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