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La historia detrás del juicio al 'tour de la Manada'

Nadie se va reír

Juan Soto Ivars

Debate (2022)

El título es la conclusión. Nadie se va a reír es una historia donde su ánimo fue, desde el principio, generar pensamiento crítico desde la ironía. Eso pensaron los ultrarracionalistas. Pero, quizá, midieron mal las consecuencias. Subestimaron, como se dice, al rival. No supieron adelantar que el verdadero acto ultrarracionalista lo iban a ejecutar las instituciones. En Nadie se va a reír, Juan Soto traza la historia de una persona deshecha y pasmada, Anónimo García, quien, durante algo más de un lustro, se dedicó a poner a las instituciones, las costumbres, el furor de la masa, frente al espejo de su propia condición, para fundar un nuevo movimiento de comprensión artística instaurado en la herencia del surrealismo y del situacionismo: el Ultrarracionalismo. Estoy abreviando, mal abreviando, hay un trasfondo filosófico en la cuestión que aquí no se puede exponer y Juan Soto trata. El vehículo del ultrarracionalismo se llama Homo Velamine. Conocí a Homo Velamine por casualidad, en alguna noticia descarriada, donde un grupo de personas caricaturizaban la seriedad de los mensajes, de los dogmas. Me atrajo su capacidad crítica, su empuje idealista, ese malcasar con cualquier corriente, la transgresión irónica de la realidad. Conocí alguna de sus publicaciones, me los topaba a veces por las redes, a veces les perdía la pista, hasta que sucedió el caso del Tour de la Manada y se desencadenó todo.

Juan Soto conoce las redes y las prácticas de la cancelación, y en este ensayo-reportaje, muestra la valentía o la imprudencia que contrae relatar pormenorizadamente un caso que puso a los medios de comunicación y el sensacionalismo (ese ramalazo que no solo tiene color rosa, sino que se práctica en toda tertulia política que pretende parecer ‘seria’), contra sí mismos. Soto lo achaca al tabú, a que todo aquel que toca el tabú queda cancelado, prohibido, excepto si están investidos de algún poder mágico. Espero que este libro sea el talismán de Soto y no quede cancelado.

Homo Velamine, con Anónimo García a la cabeza, abrieron una página web a principios de diciembre de 2018. Por entonces, todos recordarán, el Tribunal Superior de Navarra estaba a punto de emitir una sentencia que, a posteriori, enmendaría el Tribunal Supremo, y los medios de comunicación, aun con respeto a la identidad de la víctima, se dedicaban a perseguir el rastro del crimen por las calles de Pamplona, a informar desde el exceso, a cebarse, con fotografías de los procesados, mapas, recorridos a pie cámara en mano, entrevistas inanes… Los medios abrazaron al oso del sensacionalismo en una carrera frenopática. Homo Velamine pensó que era buena idea apostar una sabrosa carnada a los medios: inventó un inexistente tour por Pamplona para visitar los lugares donde sucedió la violación. Ese tour no existía. Los medios cayeron, muchos, sin contrastar la información, se hicieron eco de la barbaridad, se alborotaron y la vocearon por las cuatro esquinas de internet. Los medios fueron quienes extendieron el bulo y el escándalo. Muy pocos días después, la misma web (como estaba previsto) se convirtió en el reflejo del experimento: se publicaron enlaces a la repercusión que tuvo y los medios de comunicación quedaron retratados: el ansia sensacionalista había triunfado, el tour hacía lo mismo que los medios llevaban dos años haciendo: sacar partido de la infamia. Pero claro, ese desmentido, esa restitución de la realidad, ya no interesaba: los medios no estaban dispuestos a reconocer que tragaron bien tragado el anzuelo. Y lo que no se difunde, ya no existe. Pudo quedar todo ahí, en una larga cambiada que mostró cómo los medios de comunicación viven entre el periodismo y el sensacionalismo, y a veces no distinguen el uno del otro. La acción ultrarracionalista quedó interrumpida, descompensada. Hubo una denuncia del Instituto Navarro de Igualdad, pero no progresó en cuanto se tuvo constancia de que todo se basaba en el aire, que no existía tal tour, que todo fue un ‘gamberrada’, un retrato ultrarracionalista.

Pero la abogada de la víctima denunció, y ahí empezó el verdadero acto ultrarracionalista. Juan Soto lo desgrana, con las limitaciones que fija un juicio a puerta cerrada, con mesura pero con estupor. Esa fue la bajada a los infiernos de Homo Velamine y Anónimo García que narra Nadie se va a reír. Soto se encuentra con Anónimo en Rosas y pasan unos días juntos, el autor radiografía a esa persona perdida y desnortada en un laberinto del que no sabe, ni puede, salir. Relata los antecedentes que hasta ahí lo trajeron:  las primeras acciones ultrarracionalistas, los primeros escarceos y agresiones sufridas, el auge y caída del grupo, y las consecuencias: el despido de su trabajo en Greenpeace cuando cae la primera condena, el negado apoyo de la izquierda periodística cuando se trata de la libertad de expresión, el riesgo de dejarse caer en los brazos de la derecha mediática, el desamparo de plataformas de crowdfunding para recaudar los gastos que supone el pleito, la negativa de oenegés a contemplar, simplemente, si se trata o no de un atropello al derecho a expresarse libremente. Y por fin, el hundimiento de la vida de Anónimo, pues se le coloca en la sala del tribunal enfrentado a la víctima, la misma víctima cuya vida quedó destrozada aquel San Fermín de 2016, la misma víctima que había sufrido el acoso de los medios que el ultrarracionalismo quería denunciar.

Hay una intención didáctica por parte de Soto, pero es muy dificultoso intentar explicar toda esa telaraña jurídica y que sea, además, comprensible. Nos perderíamos en el propio laberinto judicial al que sigue expuesto Anónimo, cuya intención irónica ha topado con el entendimiento literal del mundo por parte de abogados y jueces. No han entendido la segunda lectura: todo se queda en la primera. Homo Velamine debería haberse presentado siempre como un bufón y que fuese, reconociblemente, un bufón, un cómico sangrante, sin aire alguno de seriedad, sin doble lectura, sin ironía. Resumiendo con trazo grueso el asunto es parecido a que se juzgase a bufones reconocidos e imprescindibles, como si una noticia de El Mundo Today se tratase como una noticia real: porque lo que no existió, la noticia irreal, según el tribunal, trató denigrantemente a alguien. Es difícil aceptar que lo inexistente dañe, que no dañase más la continua procesión de reporteros a pie de calle, la innecesaria profundización de los medios de comunicación en la valoración de los hechos acaecidos y los finalmente probados.

Nadie se va a reír es un libro triste, pero necesario: triste porque lo que subyace es una situación triste y desde luego el título es un vaticinio que se cumple cuando se cierra la última página. Es necesario porque nos coloca frente a la realidad de la ficción, frente al espectáculo continuo de los medios, y nos avisa de que el mundo ya no parece que pueda ser gobernado por el articulado de algunas leyes que nos dimos, que la ultracomunicación nos ha puesto en otra dimensión, que ese tour era totalmente verosímil porque estamos acostumbrados a que haya mayores majaderías a las cuales damos credibilidad. Es necesario para que, cuando la sociedad y sus instituciones sepan a dónde mirar y cómo, entonces sí, podamos escandalizarnos por los atropellos de las avanzadas democracias del siglo XXI. El dedo acusador de Homo Velamine no señalaba a la joven, la víctima victimizada a diario, de la que no hizo mofa, ni señalaba a los finalmente condenados, aún en el momento en que gozaban, supuestamente, de la garantía de sus derechos procesales. El dedo acusador, como el dedo que luego utilizará el juez, a quien señala es a tantos medios de comunicación que, a estas alturas del siglo, han olvidado que su labor es la comunicación y dedican franjas de emisión a la difusión y el mercadeo para sacar provecho del daño de los demás de hoy, ayer y mañana. Lo que preocupa es si hemos llegado a la absoluta confusión de la realidad y la ficción, entre la realidad y el arte, los hechos probados y el chiste, la moral y el share, y preocupa cuánto y qué somos capaces de creernos en esta sociedad del postespectáculo. O habría que decir ultraespectáculo.

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Al final del libro un QR abre a la información actualizada, una ventana al porvenir. Lo consulto de vez en cuando, a la espera de una respuesta del Tribunal Constitucional. Un tribunal que en un giro ultrarracionalista y con oxímoron, ya no cumple la Constitución.

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Alfonso Salazar es escritor.

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