Los diablos azules

Jesús Carrasco: "La pandemia ha puesto de manifiesto muchas carencias, pero también muchos deberes éticos"

El escritor Jesús Carrasco.

Es fácil asumir que Jesús Carrasco (Olivenza, Badajoz, 1972) no estaba preparado para lo que le sucedió en 2013. ¿Quién está preparado para que su primera novela venda millones de ejemplares, se traduzca a 28 idiomas y sea adaptada al cine por Benito Zambrano? Intemperie fue una bomba comercial, pero también supuso una detonación sorda en su vida. Y en su vida como escritor. Después llegó La tierra que pisamos (2016), cuyo borrador había nacido antes de que le reclamaran para entrevistas. Y después, con el éxito a cuestas, algo se torció. Habla de algunos borradores que no fueron a ninguna parte, de una novela que, una vez terminada, fue devuelta al cajón. Y llegó Llévame a casa (Seix Barral). 

Dice el escritor que si este texto funcionó es porque tenía que ver con lo que sucedía cerca. Con la familia, con la tierra en la que nació. Aquí el protagonista es Juan, que ha hecho su vida conscientemente lejos del pueblo, muy lejos, en el verde escocés que nada tiene que ver con los colores de Toledo. Pero Juan es hijo, y los padres mueren, y entonces se ve obligado a volver. Lo que plantea Jesús Carrasco puede no parecer muy atractivo: un viaje emocional que no tiene que ver con la libertad ni con el descubrimiento de la propia identidad, sino con la responsabilidad y con el descubrimiento del otro. Pese a la muerte y pese a la enfermedad, Carrasco defiende que es un viaje luminoso. 

Pregunta. En la carta que dirige a los lectores cuenta que estuvo un tiempo dando vueltas hasta que encontró esta novela. ¿Por qué cree que sucedió?

Respuesta. Voy teniendo una respuesta para eso: creo que estaba digiriendo mi llegada al mundo literario, algo que fue muy disruptivo para mí. No lo admití en su momento. Fue al cerrar la puerta tras la segunda novela, una novela que tenía bastante avanzada cuando Intemperie se publicó, con lo cual no se vio afectada por lo que me ocurrió... Bueno, hablo de lo que me ocurrió como si fuera una desgracia, cuando fue una maravilla. Pero me di cuenta de que me estaba lastrando la atención recibida, la certeza de que había bastantes lectores al otro lado, tener una editorial fuerte detrás... Eso contamina mucho el trabajo creativo, y no supe acercarme a un texto literario con esto en la cabeza. En mi opinión —y en opinión de mi editora— los textos que surgieron no fueron finos. Eran textos enrevesados, que no fluían.

P. Después de vivir lo vivido con Intemperie, ¿cambió su respuesta al para qué escribir? ¿Se sintió perdido?Intemperiepara qué escribir

R. Esa pregunta no voy a poder responderla nunca. No sé por qué escribo. Lo intuyo, porque no es casual. Podría solventar la pregunta diciendo que no sé hacer otra cosa, pero no es cierto, o que necesito expresarme, que tampoco es eso. Sí que hay un indicio para mí, que es el placer. Yo no me defino como artista, sino como artesano, y el artesano en la descripción de Richard Sennett es alguien que hace algo con la intención de hacerlo bien. Yo intento escribir bien, y eso es algo que me produce gusto. En el proceso de escritura hay procesos sublimes. Pasa un poco como en la relación con la pareja, que por alcanzar ese momento sublime otra vez uno es capaz de asumir todas las partes de la relación con la pareja que no son tan agradables.

P. ¿Ha localizado por qué después de dar vueltas encontró este cauce?

R. Creo que tiene que ver con las circunstancias materiales de mi vida, no con el impulso literario. Quiero acabar una novela, tengo que pagar mis facturas y decido que no me voy a dar mucho tiempo. No quiero seguir otros tres años escribiendo una novela. Empecé a escribir Llévame a casa en diciembre de 2019, venía de pasar un mes en Eslovenia en una residencia para escritores, acabando mi anterior novela, que no se ha publicado. Me vine con ella, me di cuenta de que no fluía, y pasaron las semanas. Un viernes estaba sentado en una terraza y de repente dejé a mis amigos y mi familia, me subí a casa y abrí el ordenador por un arranque de una de las novelas previas. Empecé a escribir y ya no paré en veintipico días. En menos de un mes había escrito el primer borrador. Me quité tonterías de la cabeza y dejé que el oficio surgiera, intentando ser menos crítico conmigo mismo.

P. Dice también que es su novela “de inspiración más autobiográfica”. ¿Eso hace que se enfrente a ella de forma distinta? ¿Ha tratado los materiales de la misma forma?

R. Sí que he notado algo distinto. Es un material mucho más sensible. Así como el niño de Intemperie es un modelo más conocido, y no es mi vida por suerte, aquí es más fácil que una madre, un amigo o un hermano se sienta retratado. Sería muy falaz que yo dijera que la madre del libro no tiene nada que ver con mi madre. Y a la vez no es mi madre, porque no lo es. Pero no quiero verme en la situación de [Karl Ove] Knausgard [escritor noruego cuya narración autobiográfica Mi lucha tuvo serias consecuencias en su vida personal], me daba cierto miedo. El final del viaje es que mi madre lo ha leído, le ha conmovido, y eso me da mucha alegría.

P. Cuando se usan materiales de la propia vida, ¿entra en juego también una consideración con la verdad, no solo con la verdad del relato, sino con una verdad externa?

R. Intento ser honesto con mis fuentes, igual que un periodista. He tomado modelos muy cercanos para ciertos pasajes, y a todos ellos les he dado a leer el texto. Incluso para cosas nimias, para escenarios, para una casa que recuerda a la casa de alguien. Hay personas que me han concedido el permiso sin problema: Fermín, por ejemplo, es un buen amigo de la infancia. Y hay otros que no quieren aparecer de ninguna forma. A partir de ahí, está el pacto del escritor. ¿Qué es real y qué es ficción? Es mi obligación como escritor desdibujar estos límites, y no entregarle a la prensa ni a nadie la clave.

P. Hay un tema que se repite en sus libros y que en este caso incluye un regreso físico a la tierra de la familia. Desde que se publicó Intemperie, hemos hablado mucho sobre nuestra relación con lo rural. ¿Cómo ha asistido a ese debate?Intemperie

R. He asistido a él con interés, porque me parece necesario. Era anormal que un país no dirigiera ninguna mirada a la parte más extensa de su territorio. Eso lo denotó muy bien Sergio del Molino [en La España vacía] cuando habla del gran trauma: el vaciamiento —vacío o vaciado, como se quiera decir— ha producido un trauma, y ese trauma persiste. Que se produzca este debate, que interese a las personas jóvenes, es por eso. Las cosas no interesan porque sí. El que más y el que menos tiene una historia familiar que se relaciona con lo rural, con la periferia, había mucha más gente de la que pensábamos concernida por este asunto. Y ahora ya pasemos a la siguiente fase, que no es estética o literaria, sino sociológica: cuáles son las consecuencias humanas y patrimoniales de ese vaciamiento.

P. ¿Se ha ido modificando su visión de este asunto a lo largo del tiempo? ¿Ha habido un aprendizaje personal o literario?

R. Sí, el viaje de regreso de Juan lo hago yo también en mi vida. Yo también fui a Edimburgo a fregar platos cuando era joven, y me fui porque quería conocer el mundo, pero también para huir de un espacio que a mí me parecía asfixiante —no digo que la España rural o mi pueblo lo fueran, sino que me lo parecía—. Me asfixiaba todo: el pueblo, la familia, todo. Era un joven normal, un joven rebelde que tenía que inaugurar su propia vida. Yo lo comparo con la energía que necesita un satélite para ser puesto en órbita. Una vez que estás arriba, todo es mucho más sencillo. Yo necesité mucho esfuerzo para escapar de la tracción terrestre. Pero una vez que me fui he regresado. Quería reflejar esa revisión de lo propio, de las relaciones de las que te fuiste despotricando, pero a las que luego les das otra oportunidad. Se regresa con otra mirada, la mirada que te da el paso del tiempo y la madurez. Es una mirada más limpia y más justa. Esta novela está ambientada en dos lugares que amo: Escocia, la tierra que elegí para vivir, y Extremadura y Toledo, mis tierras, que cada vez aprecio con más complejidad y más amor.

P. El protagonista experimenta también la transformación del hijo que tiene que ponerse en una posición de cuidado. ¿Están ligados estos dos descubrimientos, el redescubrimiento de la tierra y de los padres?

R. Sí, en el camino de regreso están ambas cosas. La tierra es más conocida, porque ha jugado por ahí de niño, pero no esperaba encontrarse con el personaje desconocido de su madre. Tenemos una visión estereotipada de los padres: están ahí, forman parte del paisaje doméstico y los damos por sabidos. Lo que encuentra Juan es que puede conocer el arquetipo de su madre —cuidadora, que siempre está en casa, que les ama casi con posesividad—, pero que ella no es así. Cuando ve cómo otra persona la abraza, se pregunta: pero bueno, dónde estaba yo cuando este abrazo se fraguaba, cómo es que mi madre tiene una vida afectiva al margen de la familia. El camino de vuelta es un camino de conocimiento verdadero. Y en el libro hay algo que va de lo oscuro hacia lo claro, de una oscuridad emocional hacia la luz del territorio, del afecto, de la responsabilidad emocional.

P. Hay otro estereotipo con el que tiene que lidiar el protagonista, pero también el lector, que es el estereotipo del hijo egoísta. El que se fue y no ha reaccionado suficientemente bien a la muerte del padre.

R. No deseo para Juan que se convierta en un hijo amantísimo. Aspiro a que considere la idea de la responsabilidad. ¿Qué hacer con algo que te cambia el paso? Él vive su libertad ajeno a las personas que le rodean, no encuentra ninguna vinculación ética. No se encuentra concernido, parece que el cuidado de la madre es una cosa de su hermana, que se encuentra allí en España y que es mujer, porque subyace esta idea. A su vuelta, se le plantea su responsabilidad. Porque una persona adulta plena es una persona responsable, hagas lo que hagas, tomes el camino que tomes: tienes que asumir las consecuencias de sus actos. Es lo que le propongo a Juan porque es lo que me propongo a mí mismo. Porque nunca uno responde suficientemente a la exigencia ética que se le plantea.

P. Este libro se recibe en un mundo en el que se impone la presencia de la enfermedad y la muerte, y donde el concepto de responsabilidad está muy presente. ¿Cómo cree que se lee el libro en este contexto?

R. Hay una coincidencia clara. Yo no voy a ofrecer ninguna respuesta, ofrezco una pregunta: qué hacer con esa responsabilidad, sabiendo que esa responsabilidad nos concierne a todos. Es lo que llamo viscosidad, que es una cosa que tiene muy mala prensa: es algo que se pega, que no te permite estar cómodo, de lo que no te puedes deshacer, y que aparece cuando tienes que hacer algo que no te apetece. Y sí me parece que en este tiempo se han puesto de manifiesto muchas carencias de la sociedad, pero también muchos deberes éticos que tienen que ver con el cuidado a los demás. Hay que tomar partido. Porque la pandemia no ha llamado a la puerta, se ha impuesto. Y se imponen otros acontecimientos: se impone la enfermedad, se impone la vejez, se imponen los vínculos familiares. Todas compiten con ese modelo de libertad total. Se dice que hemos venido al mundo a hacer florecer nuestra individualidad, y en cierto modo es así, pero ese es un mundo ideal que no existe. El mundo real está lleno de viscosidades, y difícilmente puede uno desarrollarse de manera autónoma.

P. Esta es la historia de una familia, pero es la historia de una familia obrera. ¿Hay un interés político en escribir una historia obrera?

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R. Sí, radicalmente sí. Hay conciencia de clase. Yo soy hijo de una familia obrera. No en sentido estricto: mi padre no trabajaba en la fábrica, era maestro de escuela en un momento en el que ser maestro de escuela tenía cierta consideración social pero una remuneración paupérrima. De hecho, había un refrán: “Ser más pobre que un maestro de escuela”. Y por supuesto mi madre trabajaba en casa como una auténtica obrera. Esta conciencia de clase se puede ver en la novela: el protagonista analiza sus orígenes y en ocasiones los denosta en comparación con el modelo americano que nos llega a través de las series y las películas, donde todo parece perfecto y el dinero mana de los grifos. Y hay cierta ironía, cuando se habla por ejemplo de lo ideal que es desayunar con tu familia. Claro, si tienes dinero y tiempo, condiciones que un obrero no tiene, porque no le da, porque no puede desayunar con sus hijos por la mañana, porque tiene que levantarse a las cinco y pasar hora y media en transporte público.

P. ¿Cree que la literatura se ha ocupado de esta parte de la historia? ¿Lo ha encontrado en sus lecturas?

R. Lo ha tratado, pero de un modo marginal y periférico. Hay editoriales que se dedican a ello, y autores como Isaac Rosa, Marta Sanz y tantos otros. Pero la corriente central está ocupada por otro modelo. Este año he leído el libro de [Alberto] Prunetti [Amianto] sobre su padre, enfermo de asbestosis, pero he tenido que ir a una editorial muy chiquitita y a un lugar muy alejado de las mesas de novedades. No me parece que sea el debate que ocupa más espacio en las librerías, ni mucho menos.

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