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El rincón de los lectores

Miguel Ángel Asturias o el imposible olvido

El escritor Miguel Ángel Asturias.

Paradójicamente, uno de los atractivos de la mesa de novedades es el regreso de libros que no son nuevos en absoluto, pero que ya eran inencontrables o dormitaban bajo el polvo de un incisivo olvido. Se trata a veces de reediciones de clásicos contemporáneos —como ha ocurrido este año con Bajo el volcán, de Malcolm Lowry (Random House), o El escarabajo, de Mujica Láinez (Drácena)—, que nos invitan a volver la mirada sobre ellos para reencontrarlos a la luz de un tiempo distinto, y comprobar que sustentan la condición de los clásicos, es decir, que hablan para lectores de todos los tiempos.

Ese es el caso de la edición que la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española han preparado de El Señor Presidente, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, en el marco de su colección de clásicos hispánicos. Se trata de ediciones muy cuidadas que aúnan el carácter divulgativo y la calidad, tanto del formato como de los alrededores de la pieza elegida, con una selección de ensayos que la arropan y la alumbran desde distintos ángulos y geografías. Y no es poco el merecimiento de Miguel Ángel Asturias para ocupar un lugar de honor en la colección: fue el primer narrador de Hispanoamérica que ganó el premio Nobel, y su novela El Señor Presidente puede considerarse fundadora de la “nueva novela” y de esa versión americana del surrealismo que se dio en llamar realismo mágico, aunque se recuerde poco. Desde su célebre comienzo —“¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!...”— el autor nos sumerge en un mundo de pesadilla, un infierno real inspirado en las dos décadas de dictadura de Manuel Estrada Cabrera, pero sin anclajes localistas que le impidan representar universalmente el clima de asfixia de cualquier dictadura, a través de su parábola del poder absoluto. 

Antes de la elección de su título definitivo, Asturias había barajado otros dos: uno era Malebolge, nombre del octavo círculo del Infierno de Dante, que acoge a los falsarios —sembradores de odio, ladrones, corruptos, hipócritas, simoníacos, aduladores, mentirosos, malos consejeros, falsos profetas—; otro era Tohil, el sanguinario dios maya de los sacrificios, aquel al que se le había de rendir víctimas para que concediera el fuego necesario para la vida. Finalmente eligió su título definitivo, el que hoy conocemos, tras un largo periplo de más de veinte años, que hace del proceso de elaboración de la novela otra historia novelesca.

Miguel Ángel Asturias nació en 1899 en Ciudad de Guatemala, y era hijo de un juez que sufrió las represalias del tirano, que lo despojó de su cargo —por liberar a un grupo de estudiantes detenidos en una manifestación— y lo desterró a Salamá. Allí el niño que aún era el escritor toma contacto con el mundo maya por primera vez a través de su nana india, Lola Reyes, y se queda prendado de él para siempre. En sus años de estudiante universitario, al tiempo que escribe sus primeros poemas y cuentos, se implica directamente en la actividad política, y pasa unos días en la cárcel junto con otros estudiantes en 1917, tras la proclamación del manifiesto estudiantil antiimperialista en la Córdoba argentina y las movilizaciones subsiguientes contra Estrada en Guatemala. Después participa en la fundación de la Universidad Popular, y se gradúa como abogado con una tesis sobre El problema social del indio. Es relevante recordarlo, porque ese texto, que concuerda con las corrientes de pensamiento de la época, propone algunas soluciones integradoras —como el mestizaje a través de la inmigración—, que se harán controvertidas después. El propio Asturias en 1971 rechaza aquella propuesta juvenil, afirmando que la solución deben darla los propios pueblos aborígenes y que aún urge la reforma agraria y la lucha contra el analfabetismo, la enfermedad, el hambre y la pobreza del indio, al tiempo que mantiene la protesta ante su abandono y explotación “por las clases llamadas pudientes y el capital extranjero”. Valga esta digresión para explicar algo que en su país no se perdonó al nobel guatemalteco, y que parece haber motivado que el poeta maya Humberto Ak’abal rechazara en 2003 el premio nacional que lleva su nombre. Esa actitud ha tenido larga tradición en América Latina, y llevó a José Donoso a hablar de la narrativa del boom como “novela de la ausencia”, de autores que escribían edípica y obsesivamente sobre sus Ítacas pero fuera de ellas, para evitar cierto acoso que tiene que ver con las envidias y también con exigencias de supuestos deberes cívicos. Asturias permanecerá fuera de su país durante gran parte de su vida, y desde el extranjero escriben sobre su obra sus grandes estudiosos y valedores, en especial el británico Gerald Martin, de la Universidad de Pittsburgh, y el italiano Giuseppe Bellini, de la Universidad de Milán.

Asturias abandona Guatemala en 1924, recién licenciado en Derecho y por decisión de su familia, para evitar nuevas represalias en un momento de gran crispación sociopolítica. Su idea inicial es completar su formación en Londres, pero allí queda imantado por las colecciones de arqueología maya que contempla obsesivamente en el British Museum. Finalmente decide abandonar sus estudios e irse a París, donde se inscribe en los cursos de Georges Raynaud, traductor de la biblia maya —el Popol Vuh al francés. Durante esos años conoce Asturias las nuevas tendencias estéticas y a algunos de sus artífices —Breton, Desnos, Picasso, Buñuel, Gómez de la Serna...— y comparte tertulias literarias con otros latinoamericanos, como Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier, mientras va naciendo su gran novela, que él les recita por fragmentos y de memoria a medida que la escribe. Alterna esa tarea con la traducción al castellano del Popol Vuh —junto a José María González de Mendoza— y la redacción de sus Leyendas de Guatemala, enaltecidas por Paul Valéry como “historias-sueños-poemas”, un marbete que puede calificar a buena parte de su obra.

Tras acabar su novela, Asturias deja una copia en 1933 a su amigo Georges Pillement —valioso documento reencontrado en 1975— y se traslada a su país con otra copia para su publicación. Pero allí se encuentra con un nuevo sátrapa, Jorge Ubico, y con sus fusilamientos de activistas sindicales y políticos: un registro de la policía le hace temer por su manuscrito, que decide depositar en una caja de seguridad del Banco de Occidente hasta la caída del dictador, en 1944, cuando triunfa la revolución democrática de Juan José Arévalo. Entonces lo recupera, y vuelve a revisar su escritura. Finalmente, en 1946 logra un empleo en la embajada de México, y allí busca editor para su Tohil, pero la primera editorial que consulta lo rechaza. Entonces se produce algo importante: al bajar las escaleras recuerda las palabras que acaba de escuchar —“no puedo publicar su señor presidente”— y decide cambiar el título anterior por otro más universal: El Señor Presidente.

El editor catalán Bartomeu Costa-Amic, exiliado en México, acepta publicarlo —con financiación del autor— en 1946, y aunque es una edición descuidada y de muchas erratas, ese aval lleva al lanzamiento definitivo por Losada en 1948 para su Biblioteca Clásica y Contemporánea, y después al primer premio de novela extranjera en París. En 1954 la llegada de una nueva dictadura devuelve a Asturias al exilio, y a muchos tumbos que acabarán con su muerte en 1974 en una clínica madrileña. Sus restos son trasladados a París, donde es enterrado y a cuya Biblioteca Nacional ha donado todos sus manuscritos. En Francia se declara duelo nacional y será en ese país donde se promueva la edición de sus obras completas.

La aventura interna del libro —cuya gestación comienza en 1922— se continúa entre 1946 y 1959, porque Asturias introduce modificaciones en las nuevas ediciones: guiños que acusan el apoyo de la Iglesia al tirano, reducción de modismos guatemaltecos y eliminación de referencias espaciales —aunque añade en 1959 la alusión al Castillo de Matamoros, como homenaje al levantamiento de universitarios armados y militares que había marcado el fin de la dictadura de Ubico—. En definitiva, puede afirmarse que la novela se escribe entre 1922 y 1959, es decir, durante 37 años. Esto no es usual pero tampoco extraño: Marguerite Yourcenar comienza su deslumbrante Opus Nigrum en 1921 y va removiendo esa materia narrativa hasta su publicación en 1968, casi medio siglo después, como ella misma cuenta en su nota final.

El Señor Presidente nos habla de los monstruos de la razón, su estirpe es la de Goya y Valle-Inclán, y basa su originalidad en la síntesis del imaginario mítico maya y el occidental desde estrategias expresionistas y surrealistas que se fusionan con el mundo ancestral indígena. Para el lector curioso que desee informaciones detalladas sobre esta obra cautivadora, poética y cruel a un tiempo en su retrato de esa ciénaga de corrupción y oscuridad que es un país dominado por un déspota, la edición de las Academias ofrece diversos ensayos introductorios, entre los que sobresalen especialmente los de Arturo Uslar Pietri, Sergio Ramírez y Gerald Martin.

El venezolano Arturo Uslar Pietri habla en “El brujo de Guatemala” de la condición de Asturias como Gran Lengua, de su América “de visiones y de alucinados”, y de su modo de escritura lento, casi vegetal, a través de años y décadas. Y también de ese premio Nobel que lo llevó a academias y paraninfos, a él que prefería estar “en un patio de Antigua, hablando de los aparecidos y de los perseguidos”. Por su parte, el centroamericano Sergio Ramírez, con pleno conocimiento de una realidad que le toca de cerca, hace un espléndido recorrido sociohistórico por la problemática del área y recuerda que la sucesión de dictaduras guatemaltecas, con su “represión y muerte”, dura hasta 1986 —arrastrando la guerrilla y también “los cementerios clandestinos y las desapariciones masivas”— y que la obra de Asturias es a un tiempo novela política, novela de amor y “novela realista de lenguaje surrealista”.

Por su parte, Gerald Martin considera con acierto El Señor Presidente como piedra fundacional del boom, y se lamenta del olvido en que ha caído su figura y de su doble desgracia: de un lado, la censura que le impidió publicar su novela en 1933 —y ocupar así el lugar de pionera del realismo mágico que le corresponde, porque, nos dice, sin ella no habría existido Cien años de soledad, además de que habría salido justamente en el año en que Hitler se convierte en “El Señor Presidente de Alemania”—; de otro lado, fue también amarga para él la concesión del premio Nobel de 1967, con su secuela de envidias, “porque fue Asturias quien estableció el momento joyceano de la narrativa latinoamericana, el cual comienza no después de la Segunda Guerra Mundial, ni menos con el famoso boom de los sesenta, sino en los mismos años veinte”. A pesar de su mala suerte, considera con acierto que fue “la primera novela en combinar su llamada a la revolución en el lenguaje y la literatura con una llamada a la revolución social y política, y la primera en desenmascarar el autoritarismo y el patriarcalismo al nivel de la conciencia”.

Otros acercamientos de interés encontramos en las aportaciones de Darío Villanueva, completa y rigurosa, o Luis Mateo Díez, que habla de una novela “poética y nocturna”, y también Mario Vargas Llosa, que valora la originalidad y naturaleza poética de la novela aunque afirma que “las novelas, cuentos y poemas posteriores” de Asturias están cerca de una literatura “estrecha y algo demagógica”, de las novelas “comprometidas”. Tal vez ese prejuicio le habrá impedido descubrir que Asturias mantuvo su hechicería verbal hasta el final de su vida, aunque en sus entrevistas hablara de su compromiso político y en los tiempos de la guerra fría publicara su “trilogía bananera”. Así, por ejemplo, en 1967 —año de la concesión del Nobel— publica El espejo de Lida Sal —“entre el grano de maíz y el sol empieza la realidad carbonizada del sueño”—, que continúa el delirio de las Leyendas de Guatemala, y antes de su muerte da a la luz la que es posiblemente la mejor muestra de su libertad creadora, Tres de cuatro soles, su obra más oscura y enigmática, considerada por Marcel Bataillon como “ars poética y cosmogonía”, con su fluido surrealizante y su ritmo encantatorio, donde el creador es solo un ladrón de los dones divinos —“Idioma de copiar lo visible con mi espejo de piedra blanca. Y lo invisible con mi espejo de piedra negra”—. Nada que ver con esas estrecheces y demagogias que nombra el novelista peruano, sino todo lo contrario: un cántico sómnico a la libertad de la palabra y el pensamiento.

Las mentiras del poder, el poder de las mentiras

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Por otro lado, la edición también tiene algún punto débil, como un prólogo sin firma que sitúa entre las novelas “de dictador” la garciamarquiana El general en su laberinto, cuyo protagonista no es ningún tirano, sino el libertador Simón Bolívar; también algún artículo menor, como el del escritor guatemalteco Mario Roberto Morales, con una errática argumentación que identifica a Miguel Ángel Asturias con el Señor Presidente y parece dar la razón a los argumentos apuntados por Gerald Martin sobre la incomprensión hacia Asturias. Pero nada de eso logra ensombrecer el conjunto de esta edición formulada para el reencuentro con ese embrujo verbal y visionario que supone la obra de Asturias, y el salto cualitativo desde la narrativa criollista a la nueva novela hispanoamericana que protagoniza El Señor Presidente, un libro quemante, lleno de verdad y que sigue hablando para los lectores del siglo XXI.

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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria).

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