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'Patriotas indignados'

Portada de 'Patriotas indignados'.

VV. AA.

infoLibre publica un extrato de Patriotas indignados, un ensayo en el que Francisco Veiga, Carlos González-Villa, Steven Forti, Alfredo Sasso, Jelena Prokopljevic y Ramón Moles analizan las claves de la nueva extrema derecha, a la que denominan "neofascismo" o "posfascismo". El volumen publicado por Alianza Editorial incluye tanto un recorrido histórico desde los noventa, que dibuja el auge de los partidos ultra en los países del Este tras la caída de la Unión Soviética, y un análisis de los principales rasgos de estos movimientos, como el discurso anti inmigración o el euroescepticismo. En este fragmento, los autores se acercan a la renovación teórica de la ultraderecha, en la que ven un "parasitismo ideológico" de la izquierda. 

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  El 68 inversoEl parasitismo ideológico de la nueva ultraderecha

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A la altura de 2016 empezó a quedar claro algo que ya se había comprobado durante años en el Este pero que se extendía por Occidente: la ultraderecha europea estaba logrando crear un primer ejemplo real y práctico de parasitismo ideológico con respecto a la izquierda en general y la ultraizquierda en particular. Este fenómeno poseía causas propias en cada país en consonancia con las que atravesaba cada región europea.

Así, en Europa del Este se había ido desarrollando a partir del momento en que el sistema soviético en su conjunto había quedado colapsado, perdiendo la izquierda el control del poder, al menos más allá de los Balcanes, donde sí se mantuvo en algunos países durante un tiempo. En Occidente la retirada de la izquierda fue más lenta pero constante a lo largo de los años noventa. Las promesas del liberalismo triunfante tras la Guerra Fría parecieron hacer innecesario tomar en consideración la vieja pero superada lucha de clases: según parecía, se iba hacia una sociedad universal de clases medias. El nuevo proletariado desposeído era ahora la inmigración, aunque los sindicatos y los partidos de izquierda en general no sabían todavía cómo gestionar el nuevo esquema. Ante ese panorama, la socialdemocracia se plegó a implementar políticas neoliberales. Y la izquierda radical vio cómo menguaba su protagonismo. Pero lo peor estaba por llegar: la Gran Recesión que se inició en 2008-2010 no pudo ser evitada ni paliada con políticas de izquierda. En la Unión Europea se impusieron las medidas de austeridad y hasta el rebelde gobierno de Syriza en Grecia hubo de plegarse a cumplir con las condiciones del rescate impuestas desde Bruselas.

El desplome del sistema social y político de la Europa de la segunda mitad del siglo xx generó unas respuestas similares a las ya vistas en la descompuesta Unión Soviética y Europa del Este. La ultraderecha nacionalista comenzó a recoger los votos de una masa creciente de ciudadanos frustrados y encolerizados. Josef Joffe, director del diario alemán Die Zeit explicaba en 2017 que «sólo un 34% de los votantes de Alternativa para Alemania (AfD) se inclinaron por el partido por convicción. Más del doble votó por ellos por simple decepción con los partidos establecidos. La misma lógica era aplicable al resto de Europa. Esta reacción se podía resumir en la actitud del “nos sentimos traicionados y abandonados”». Su resumen era que «la ira vence a la agenda política».

El diagnóstico que explicaba el ascenso de AfD era también muy preciso. Alemania, un país políticamente dominado por el centro desde el final de la Segunda Guerra Mundial —la alternancia democratacristianos (CDU) y socialdemócratas (SPD)— había visto cómo escalaba posiciones a gran velocidad un partido propiamente de derechas, en realidad de ultraderecha: Alternativa para Alemania, fundado en 2013 por un grupo de respetables profesionales, personajes como Bernd Lucke, profesor de Economía de la Universidad de Hamburgo; Konrad Adam, experiodista del Frankfurter Allgemeine Zeitung; o el antiguo militante de la CDU, Alexander Gauland. En las elecciones federales de septiembre de 2017, tan sólo cuatro años después de su fundación, la AfD obtuvo un 12,6% de los votos, accediendo por primera vez al Bundestag, con 94 parlamentarios. Y Joffe explicaba: «Su rechazo contra los discursos políticamente correctos y la compasión hacia las minorías, aproximándose a un racismo hasta ahora tabú, es de derechas. El clamor por la protección de las clases sociales más bajas es de izquierdas. La ansiedad que le provoca la inmigración y la globalización, junto a hostilidad hacia Bruselas, es tanto de izquierdas como de derechas».

En realidad, la misma dicotomía izquierda-derecha estaba superada —en perjuicio de la izquierda— y lo que sucedía era que la ultraderecha estaba haciendo uso del arsenal ideológico de su rival en beneficio propio. Y eso ocurría en Alemania con AfD, en Francia con el Frente Nacional de Marine Le Pen, en Holanda con el Partido por la Libertad de Geert Wilders, en el Reino Unido con el UKIP, pero también a diversa escala, mayor o menor, en otros países del Viejo Continente. El mensaje de fondo era siempre el mismo: la izquierda histórica está moribunda, la nueva ultraderecha «populista» es también la nueva izquierda. Porque sólo el nacionalismo extremo con su determinación, organización y apoyos puede revertir la globalización, terminar con la recesión y evitar otra nueva en el futuro. De ahí el apelativo de «extrema necesidad» con el que se le ha llegado a tildar.

El régimen ruso, con su política exterior de influencia y apoyo a los partidos antisistema en general y ultraderechistas en particular, contribuyó a impulsar esa escalada. Y no solamente con respaldo financiero o político directo. Moscú dio, sobre todo, empaque internacionalista al fenómeno. Salvini, Marine Le Pen, Tsipras, Berlusconi eran todos ellos «amigos» de Putin, no un conjunto de políticos o estadistas aislados en su radicalismo. Como se publicitaba en RT, «Le Pen se alegró del triunfo de Tsipras» en las elecciones griegas. En la eficacia de esa maniobra se mezclaban la añoranza de muchos analistas por el simplismo interpretativo de los tiempos de la Guerra Fría —cuando «los rusos» parecían estar detrás de cualquier conspiración— con el recuerdo del «oro de Moscú» en los años treinta del siglo pasado, cuando la Comintern, paradójicamente, apoyaba la internacionalización de la izquierda.

Todo parecía sencillo de explicar y por ello tuvo un gran impacto en la imaginación popular. La confusión resultante ayudó todavía más. En algunos países apoyar a Rusia durante la guerra del Donbass pasaba por ser un gesto «antifascista» o de «izquierdas». Hasta el punto de que algunas unidades de voluntarios comunistas internacionalistas formaban junto a otras de ultraderechistas llegados de todos los rincones del mundo y rusos que hermanaban la efigie de Stalin con las SS bajo el kolovrat o símbolo pagano que utilizaban los neofascistas rusos o ucranianos.

Si por un lado la «confusión rusa» se extendía eficazmente, ahora se le añadía la «confusión americana», esto es, la influencia de la triunfante campaña de la Alt Right o «derecha alternativa» que iba a llevar a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2016. En apariencia, el estilo americano sólo alcanzaba al mundo anglosajón, es decir, de forma más específica al ámbito político británico. Sin embargo, iba más allá por cuanto su radio de acción no sólo era puramente político sino también cultural. Esto es, en el sentido de crear una cultura de la ultraderecha que podía llegar a cualquier país de una forma u otra. Porque el hecho era que el ascenso de la nueva ultraderecha no sólo era una cuestión de programas políticos más o menos fantasiosos, de políticos en campañas electorales y de debates parlamentarios. Se había ido erigiendo toda una nueva corriente de opinión que en buena medida surgía de la tergiversación y el parasitismo de la cultura de la izquierda radical y alternativa. En ese cambio de percepciones, las redes sociales iban a desempeñar un papel importante, aunque quizá no tan fundamental como se ha afirmado en numerosas ocasiones. De los muros a las pantallas

De los muros a las pantallas Desde luego y a primera vista, en el quincuagésimo aniversario de las protestas acaecidas en el París de Mayo de 1968, parecía existir una clara relación de familiaridad entre la imaginativa colección de grafitis en las paredes de la capital francesa («Prohibido prohibir. La libertad comienza con una prohibición»; «La playa está debajo de los adoquines»; «Decretamos el estado de felicidad permanente»; «Tomemos en serio la revolución, pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos»; «El patriotismo es un egoísmo en masa») y los tuits y actitudes de los internautas de la Alt Right americana, de los populistas de derechas, de los ultras iconoclastas, medio siglo más tarde. En este sentido, el periodista especializado John Herrman afirmaba que «Si hay algo parecido en la derecha [con respecto a la izquierda radical] es la apropiación gradual de la palabra “alternativa”: una apropiación que, por falta de reclamaciones más enérgicas por parte de decadentes periódicos alternativos o periodistas de izquierdas, parece estar funcionando».

Por supuesto que poco tenía que ver en el contenido y la forma: el romántico lirismo revolucionario de aquellos años con la zafiedad del mero insulto, el idealismo ingenuo con la voluntad rompepelotas. Pero la intencionalidad era similar: aquellos contestatarios y los de comienzos del siglo xxi buscaban épater le bourgeois, escandalizar a los biempensantes, avivar el conflicto generacional. Más en concreto, los de la nueva ultraderecha, armados con esa retórica, buscaban destronar a los herederos del 68, que habían terminado por imponer su pensamiento políticamente correcto como defensa de sus privilegios de casta. En palabras del profesor Marcos Reguera:

 

El movimiento de la 'Alt Right' es una respuesta similar a la de los jóvenes de Mayo del 68. Unos se rebelaron contra la conservadora sociedad moralista de posguerra, mientras que los otros se rebelaron contra la moralización de la lucha por la justicia social. Ambos se rebelan contra el pensamiento convencional de su momento histórico en nombre de la libertad: en el 68 produciendo una izquierda alternativa, una versión del comunismo antiautoritario; en 2016 una derecha alternativa que, en sus propios términos, dice luchar contra el totalitarismo y la censura de lo políticamente correcto.

La vinculación entre aquel Mayo del 68 de la izquierda radical y la actual derecha alternativa no es ya, a día de hoy, una rareza interpretativa. En una meritoria obra que explora la cultura de la Alt Right americana en internet, investigada por la antropóloga Angela Nagle, esta puntualiza que «la habilidad de la nueva ultraderecha actual para apropiarse de la estética de la contracultura, las transgresiones y el inconformismo nos dice mucho de la naturaleza del nuevo establishment progresista contra el que se define.Tiene más en común con el eslogan del 68 “¡Prohibido prohibir!” que con cualquier cosa que se pudiera identificar como con la derecha tradicional».

Dicho de otra forma, lo que contaba no era tanto la similitud de actitudes concretas como el marco genérico en el cual la antigua New Left vendría a equipararse con un nuevo fenómeno, la Alt Right. Ese contexto se establecería, por tanto, en torno a la idea de que en 1968 cobró carta de naturaleza lo que se puede definir como una izquierda antisistema. Ya por entonces se ensayaron fusiones osadas, como el «nazimaoísmo», en la Facultad de Jurisprudencia de Roma-La Sapienza. Y los meses y años posteriores, la reacción continuó. No tardó en aparecer el anarcofascismo, por ejemplo. Comenzaron a utilizar el concepto los británicos del grupo Black Ram a comienzos de los ochenta y unos años más tarde, el ideólogo francés Hans Cany le dio forma teórica, aunque más como matiz nacionalanarquista.

La huella de la Nouvelle DroiteLa huella de la Nouvelle Droite

Ahora bien, una parte de esa evolución se debió al impulso de transgresión indiscriminada que propició la época, la década de los 2010; y la otra tuvo una relación directa con el ya mencionado fenómeno de la Nouvelle Droite, el think tank de Alain de Benoist, surgido a raíz de Mayo del 68. Este parentesco era lógico si se considera que la Nouvelle Droite surgió como instrumento de reacción ideológica contra la nueva izquierda, pero utilizando sus mismos recursos, sus ideas y actitudes. Se buscaba la ruptura, pero había continuidad. Y esto resultaba tanto más viable cuando esa nueva izquierda del 68 incorporaba influencias de aquí y allá. Por supuesto, la nueva derecha estaba ya haciendo lo mismo por aquella época. Y se centraron en la idea de que el cambio cultural y social antecede al político. Quedan recuerdos incluso hoy en día de hasta qué punto fue aprovechada esa propuesta. El mismo Andrew Breitbart, el fallecido gurú de la Alt Right americana, solía decir que «la política siempre se encuentra río abajo de la cultura».

De hecho, incluso la popularidad de Gramsci está ligada al auge de la nueva izquierda, a finales de los sesenta y principios de la década siguiente, que es cuando se relanza el interés por su obra en Europa y toda América, Norte y Sur. El auge de su influencia se sitúa en los años ochenta, y el interés por sus trabajos sobrevive al declive del interés por el pensamiento marxista a partir de 1989. A comienzos del siglo xxi se calculaba que el material publicado en torno a su obra ascendía a unos diez mil títulos en treinta idiomas. Según una estudiosa de su obra, «las ideas de Gramsci han llegado a ocupar un lugar muy especial en las teorías y estrategias posmarxistas más conocidas de la izquierda política». El conocido ideólogo italiano influyó en toda una serie de temáticas que atrajeron a la denominada izquierda populista en años posteriores, desde el postcolonialismo y las relaciones Norte/Sur a la modernidad y la posmodernidad, y sobre todo, las dimensiones sociopolíticas de la cultura popular.

Las aportaciones de Gramsci al concepto de cultura, que surgía de la necesidad que a priori tenía cualquier revolucionario por comprender las realidades culturales que deberían transformarse, influyeron en muchos antropólogos. Pero, en todo caso, la noción gramsciana de cultura venía inextricablemente unida al concepto de clase, porque el éxito de un movimiento revolucionario dependía de su popularidad entre la masa.

De una manera u otra, la nueva ultraderecha se fue apropiando de estos planteamientos o, al menos, la parte de ellos que más le convenía para su estrategia. Alain de Benoist estudió la obra de Gramsci y entresacó con habilidad una estrategia que, medio siglo más tarde, empezaría a dar resultados en Occidente. Por ejemplo, la idea de lo importante que era la sociedad civil en Occidente:

 

En las sociedades desarrolladas, no es posible la toma del poder político sin la previa captura del poder cultural (…) El «paso al socialismo» no pasa ni por el putsch ni por el enfrentamiento directo, sino por la subversión de los espíritus. El premio de esta «guerra de posiciones»: la cultura, que es el puesto de mando de los valores y las ideas. Gramsci rechaza a la vez el leninismo clásico (teoría del enfrentamiento revolucionario), el revisionismo estaliniano (estrategia del Frente Popular) y las tesis de Kautsky (constitución de una vasta concentración obrera). El «trabajo de partido», pues, consistiría en reemplazar la «hegemonía de la cultura burguesa» por la «hegemonía cultural proletaria». Conquistada por valores que ya no serán los suyos, la sociedad vacilará sobre sus bases. Y entonces será la hora de explotar la situación sobre el terreno político. De ahí el rol designado a los intelectuales: «ganar la guerra de posiciones por la hegemonía cultural».

Por lo tanto, la insistencia de la Nouvelle Droite en dejar de lado el debate sobre las razas para poner en el centro a las culturas, poseía un valor estratégico: las culturas eran el campo de batalla del poder. En el cambio de siglo, con los restos de la clase trabajadora convertidos despectivamente en chavs, o sustituida parcialmente por subproletariado de inmigración llegado de los cuatro rincones del mundo, la nueva ultraderecha pudo ya beneficiarse de una situación muy ventajosa. La reivindicación de la propia cultura —normalmente en un tono supremacista— se podía presentar como un acto perfectamente progresista que de paso difuminaba las diferencias de clase y reunía a todos bajo una misma bandera. También materializaba en una estrategia concreta el rechazo a la globalización, algo en lo que coincidían ultraderecha e izquierda radical, pero que esta parecía incapaz de gestionar.

La huella de la Sección Femenina

La huella de la Sección Femenina

El acierto en la «reconversión» de Gramsci fue de tal envergadura que no sólo la ultraderecha del siglo xxi lo reivindicó: incluso la derecha  conservadora  lo  hizo.  El  número  de  enero/marzo  de  2017 (n.º 53) de Cuadernos de Pensamiento Político FAES, órgano oficial del Partido Popular español (PP), dedicaba ocho páginas a una entrevista sobre Gramsci a cargo del profesor italiano Franco Lo Piparo, autor de un conocido ensayo sobre ese autor. En ella, el experto reclamaba un ejercicio de madurez para «revisar sin perjuicios ideológicos» la vida y obra de Gramsci.

Durante la Gran Recesión, e incluso antes, la apropiación de la herencia de la izquierda radical por el ultranacionalismo y la derecha dura les aportó «respetabilidad progresista» a ojos de muchas personas que creían en la eficacia de una tendencia política capaz de cambiar las cosas y detener la profesión del neoliberalismo triunfante en la Guerra Fría, que estaba llevando al mundo a la globalización y la crisis. Por otra parte, y gracias a la reivindicación de Gramsci y otras figuras de la izquierda, la Nueva Derecha había logrado revestirse de una honorabilidad que difuminaba la turbia relación con el pasado fascista o nacionalsocialista de los años treinta y cuarenta del siglo xx.

 

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