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El pueblo (italiano) se levanta contra los “poderes oscuros”

Archivo - El coro de 'Nabucco' en el Teatro Real

Hay óperas que hacen un país y otras que, en el mejor de los casos, los cuentan bien. Y personas que las hacen posibles, a veces casi por casualidad. Cuando Giuseppe Verdi, triste y sin rumbo tras la muerte en poco tiempo de sus hijos pequeños y su mujer, se topó con el libreto de lo que sería Nabucco, pensó que aquella vieja historia del pueblo hebreo y los babilonios no era para él. Había decidido tirar la toalla y dejar de componer antes de cumplir los 30 años. Nabucco le había llegado de rebote, tras haber sido descartado por otro compositor, y lo asumió con la urgencia del empresario de La Scala de Milán de presentar una obra nueva que fuera escrita en poco tiempo. 

La leyenda cuenta que le fascinó el “Va, pensiero”, el célebre coro de esclavos cuya letra le quitó el sueño la noche que leyó los versos. Desde su estreno en 1842, se convirtió en un himno de todo un pueblo, una símbolo que, en tiempos de Mazzini y Garibaldi, contribuiría a la unificación de Italia y en la creación del Estado. Casi seis décadas después, Con Italia hecha país, los asistentes al entierro del compositor lo entonaron de forma espontánea mientras pasaba el cortejo fúnebre. Del fracaso a la eternidad hay una canción que millones de personas han tarareado alguna vez en la ducha. 

Lo que ocurrió este martes en el Teatro Real fue más que un tarareo. En la puesta en escena de Andreas Homoki, director de la ópera de Zurich, el pueblo hebreo yace medio muerto, aplastado por una élite déspota más pendiente de sí misma. Poco a poco, con el música in crescendo, delicada a veces y vigorosa otras, se levanta para plantar cara al opresor, nervioso, desesperado, desnudo y ya sin un poder que creía omnímodo. Cambiaron las tornas y, sencilla pero brillantemente, el célebre coro de esclavos le da la vuelta a la ópera. Un coro hipervitaminado (con 40 refuerzos) y la orquesta que lo mece terminan casi con una caricia, con un susurro en las voces se quedan solas, cantando suavemente. Terminan, inmóviles, mirando al público, y les siguen esos instantes mudos, de un dulce silencio musical, en el que casi se escuchan las respiraciones, en los que se completa la magia. 

(En el vídeo, el coro del Teatro Real en un momento de la interpretación de "Va, pensiero" de Nabucco)

Y los aplausos, claro. Minutos y minutos, en los que el público se rompe las manos primero en señal de agradecimiento y luego en actitud de exigencia de un bis. Es la primera vez que el coro del teatro hace un bis, reservado generalmente al virtuosismo de cantantes estelares. Quizás por eso, el director musical, Nicola Luisotti, pareció en un principio reacio a aceptar el veredicto del público. Sin ir más lejos, en el reparto resplandecieron la soprano Anna Pirozzi, que interpreta a Abigaille, un papel dificilísimo (que literalmente ha roto para siempre las voces de algunas de sus intérpretes más frecuentes, comenzando por la pareja del propio Verdi), o el barítono Luca Salsi, en el papel de Nabucco. Sin duda el coro, pero sobre todo los cantantes protagonistas, han tenido mucho más trabajo preparando otros momentos de mayor complejidad y menos fama. Un bis es una cosa seria, pero el trabajo del coro, en esta producción y en otras muchas, va in crescendo y el agradecimiento pareció una nota con honores en el examen de fin de curso. El director de la orquesta dio su brazo a torcer, es de esperar que encantado (en el fondo) de presidir una noche de éxito, y levantó la batuta para repetir el coro de esclavos.

En ocasiones, lo sencillo, sin pretensiones, lo menospreciado por los eruditos que se alejan de lo básico, es lo realmente trascendente. O, dicho al revés, lo complejo, si es importante, puede presentarse con sencillez. Como una noche de ópera que no se olvida porque parece un milagro. No hay que ser un teólogo vaticano para entender que Nabucco no es una obra sobre un conflicto religioso sino sobre política. En las disputas por el poder hay mucha psicología (mucho ego y complejos), pero en el coro hay un pueblo, en este caso el italiano, vestido de pueblo, que supera lo individual, que se muestra en primer plano y que se rebela contra el opresor, que porta suntuosos ropajes. 

O, si se quiere, se levanta contra los “poderes oscuros”, con sus “terminales políticas y mediáticas”, una “minoría de poderosos” que preservan sus privilegios y los “señores con puros” que conspiran en los reservados de la influencia. Ese es el invasor frente a la Italia real a la que sólo le falta ser consciente de ella misma y reclamar el lugar que le pertenece, afirmándose sin miedo. El pueblo contra una élite política desconectada, que sirve a otros. Reinterpretado en nuestros días: un aullido democrático y una advertencia a los políticos sobre quién manda en realidad. 

Late en Abigaille, excelentemente interpretada por Pirozzi, la estela de los celos, la ambición de poder y la necesidad de sobreponerse a sus orígenes humildes exagerando su poder e imponiéndolo con crueldad. En esa voz ancha, de registro amplio y cuidado y grandes y limpios intervalos, hay no solo una excelente cantante sino una gran actriz, burlona y expresiva, que se ríe en todo momento de su personaje, un muñeco roto. Y una gran diva. Salsi destaca también por su solidez y por su evolución dramática, la más profunda de todo el reparto, acompañada brillantemente por una voz a veces como una roca y finalmente de extrema fragilidad y emotividad. El bajo sereno Dmitry Belosselskiy (Zaccaria) cumple asumiendo que su papel, muy presente, no entusiasmará al público, mientras que el tenor Michael Fabiano (Ismaele) no se rinde pese a las escasas apariciones que escribió Verdi para ese rol, esforzándose por no pasar desapercibido.

En la orquesta se nota la buena mano de Luisotti y sus contrastes y colores, entre la electricidad que hace al foso protagonista y el segundo plano que se funde sin estridencias con la escena. Como un reloj. Una dirección que explora los límites de la excelencia sin dejar de ser canónica. 

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La puesta en escena fue abucheada por muchos asistentes en su estreno. Sigue una máxima recurrente en los últimos años del Teatro Real: música grande, escena sobria. Sin pelucones, conceptos arqueológicos o historicistas. La calidad de los cantantes, el coro y la orquesta está fuera de toda duda. La dirección de actores, también. No hay, pues (no puede haberla, evidentemente), tacañería en una producción así, aunque sólo cuente en el escenario con un enorme mármol verde rectangular. La enorme tabla lisa divide la trama, pone a los personajes contra la pared, los esconde o los enfrenta, es la cara y cruz de una misma historia llena de fricciones. 

Todo ello encaja sin distracciones, pero también sin gran material que subir a Instagram. Eso es lo que no casa con la intención de algunos espectadores que, y hay que entenderlo, acuden a la ópera también para poder relatar después la suntuosidad del decorado. La intención es deliberada. “¡Concéntrense en los seres vivos, que son los que dan vida a la ópera!”, parece gritar el concepto, que no por carente de aparataje deja de estar minuciosamente pensado. Para el futuro queda la pregunta de si, con una escena sólo un poquito más vistosa, se evitarían algunas críticas a una apuesta radical por lo esencial, sin interferencias. 

Si Nabucco hace, en parte, un país, la producción de la ópera de Zurich y el Real lo cuenta bien. No tan bien como para explicar 151 años de ausencia de este título en la sala del Real (nadie sabe explicar muy bien por qué este peregrinar por el desierto), pero más que suficiente para pasar un buen rato, a la espera de una gran producción que, en la política o fuera de ella, se atreva a embarcarse en lo que Verdi llamaba “inventar la verdad” y ahondar en este momento volátil y de corrimientos de tierras que vive nuestro país. Los mimbres están y, en el fondo, el “Va, pensiero” no nació por casualidad. 

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