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El 'partygate' de Boris Johnson, una muñeca rusa de escándalos en Downing Street

Un manifestante sostiene una pancarta con la imagen del primer ministro británico, Boris Johnson, a las puertas del Parlamento en Londres.

Ludovic Lamant (Mediapart)

Una vez más, Boris Johnson ha intentado rebajar la presión en el escándalo del Partygate que amenaza con llevárselo por delante. En una entrevista concedida a Sky News el martes, respondió a las acusaciones del que fuera su asesor cercano Dominic Cummings, que se ha convertido en uno de sus rivales políticos más temible.

En su blog, Cummings asegura que él y otro responsable del Ejecutivo, cuyo nombre no revela, intentaron convencer a Boris Johnson de que cancelara la fiesta improvisada del 20 de mayo de 2020, en el jardín del 10 de Downing Street, a la que estaban invitadas un centenar de personas (y en la que participaron una treintena), mientras el país estaba en pleno confinamiento. 

Johnson, por su parte, insiste en que nunca recibió tal aviso, repitiendo la versión que había dado a los diputados el 12 de enero; si participó durante unos minutos, fue porque pensó que se trataba de un evento relacionado con el trabajo, que tenía lugar en el jardín, al aire libre, un escenario más seguro en tiempos de pandemia que las oficinas. Durante la entrevista, Johnson se negó repetidamente a descartar su dimisión, lo que ha reavivado las especulaciones de que podría marcharse en breve, fruto de la presión. 

La prensa británica calcula que más de 18.000 personas fueron multadas en Inglaterra y Gales por reunirse al aire libre durante la pandemia (la mayoría de ellas, de raza negra), por lo que la situación parece cada vez más desesperada para el jefe del Gobierno, de 57 años. Y los ánimos de los diputados conservadores, preocupados por sus propios escaños, siguen caldeados. Su futuro depende en parte de las conclusiones de una investigación interna encargada a una funcionaria, Sue Gray, que debe determinar si Johnson infringió o no las normas del confinamiento.

Pero las miradas indignadas de los diputados conservadores que de repente se han vuelto contra Johnson, dejándolo caer también son desconcertantes. What did you expect?, se preguntaba The Economist hace unos días: ¿qué esperaba tras llevar al poder al experiodista y alcalde de Londres? “Boris Johnson miente a menudo y con facilidad. Es la marca de su carrera. Le despidieron de su primer trabajo en The Times por falsificar una cita”, recuerda el semanario.

¿Acaso BoJo no hizo de la mentira, pero también de la mezcla de géneros políticos y financieros, y del desprecio a las normas éticas, la base de sus dos años de mandato? Al fin y al cabo, ¿no estaban ya avisados los votantes cuando dieron a Johnson una victoria rotunda en diciembre de 2019 (más del 43% de los votos, el mejor resultado del partido desde 1987 y la era Thatcher)? “Los votantes son adultos, sabían a quién votaban y obtuvieron lo que querían”, dice The Economist.

En un editorial menos cínico, The Financial Times, que aboga por la salida sin contemplaciones del jefe del Gobierno, describe también un “patrón de comportamiento” propio de Johnson, que va mucho más allá de las fiestas clandestinas en el 10 de Downing Street: “El jefe del Gobierno ha demostrado que no le interesan las normas que dicta o sólo cuando le pillan transgrediéndolas”.

Mientras los observadores se desatan con el partygate, persiste un enigma: ¿por qué los numerosos escándalos que han salpicado la escena política desde principios de 2020 no habían provocado, hasta ahora, tanta indignación? Sobre todo porque algunos de los casos pueden parecer mucho más graves que los aperitivos clandestinos de los dos últimos años. Como resume el sitio web de investigación Open Democracy, que aboga por una mayor transparencia en la política británica, “las infracciones más evidentes, y algunas otras supuestas infracciones, han tenido como consecuencia hasta la fecha, en el mejor de los casos, un tirón de orejas, y en algunos casos, en nada”.

La lista es impresionante. Johnson, por ejemplo, fue condenado el año pasado por financiar las obras de su piso en Downing Street. En un principio afirmó que lo había pagado todo con su dinero. Más tarde se supo que había obtenido un préstamo de un donante del partido conservador de 52.000 libras (62.000 euros). En su momento, el partido conservador fue multado, pero Johnson, que cambió su propia versión, se fue de rositas.

En un hecho relacionado con las obras en el apartamento, la prensa publicó mensajes de WhatsApp entre Johnson y un donante conservador, David Brownlow. Estos intercambios de mensajes sugerían que el primer ministro ofrecía un trato a su interlocutor: ayuda para las obras de su piso (“decenas de miles de libras”), a cambio de su apoyo político al plan de Brownlow de organizar una nueva –y muy misteriosa– “exposición universal”, similar a la que tuvo lugar en el Crystal Palace de Hyde Park en 1851. Estos elementos, de ser ciertos, constituyen “un acto de corrupción absoluta”, resumió la laborista Angela Rayner.

Otro escándalo: Boris Johnson se distinguió el año pasado por querer salir al rescate de su amigo, el diputado pro-Brexit Owen Paterson, que había admitido haber realizado actividades de lobby pagadas por dos empresas, mientras seguía ejerciendo su mandato como diputado. El exalcalde de Londres se esforzó por evitar la suspensión de seis semanas de Paterson, y trató de forzar a los diputados conservadores a votar a favor de una relajación del Código Disciplinario de Westminster. No funcionó (y la salida de Paterson condujo a unas elecciones anticipadas en diciembre, que perdieron los tories).

En mayo de 2021, la prensa revelaba que Boris Johnson y su esposa pidieron menús ecológicos de lujo para el número 10 de Downing Street durante ocho meses, a través de discretos mensajeros en bicicleta, por un importe total de 27.000 libras (32.000 euros). Parte de la factura la pagó la dueña de la cadena de restaurantes en cuestión, que es la esposa de un donante del partido conservador. No hubo sanciones.

En noviembre de 2021, The Sunday Times y Open Democracy revelaron un plan no oficial, presidido por Boris Johnson, por el que cualquier donante del partido que pagara al menos tres millones de libras sería nombrado lord. Nada menos que 22 de los mayores donantes del Partido Conservador han sido nombrados lords en los últimos 11 años. A pesar de las peticiones de los diputados de la oposición, no se ha iniciado ninguna investigación.

Boris Johnson también ha sido objeto de críticas por haber pasado unas vacaciones de lujo con su mujer en la isla Mosquito, en el Caribe, en 2020, organizadas por otro donante del partido, David Ross, que también es amigo del dirigente. Una comisión independiente criticó a Johnson por incumplir el código de conducta de la Cámara de los Comunes al no declarar las condiciones exactas en las que se le ofreció el alojamiento. Pero el debate quedó ahí.

En 2020, una serie de nombramientos en puestos clave de la gestión Covid –realizados sin anuncio previo–han avivado las críticas a la “chumocracy”, el “régimen de amiguismo”, especialmente de los empresarios que financian el partido. Por ejemplo, el nombramiento precipitado de Dido Harding, procedente de la industria de las telecomunicaciones y esposa de un diputado conservador, para dirigir el sistema nacional de pruebas y localización de personas afectadas por Covid, ha causado mucha controversia.

En noviembre de 2020, el alto funcionario Alex Allan, asesor de ética del Gobierno, se marchó. A pesar de que su informe documentaba con precisión el acoso de la ministra del Interior, Priti Patel, a su personal durante su estancia en tres departamentos diferentes –comportamiento que era “contrario al código de conducta ministerial”–, Boris Johnson decidió ignorarlo y apoyar a su ministra a toda costa. Un sindicato de funcionarios intentó impugnar la decisión de Johnson ante los tribunales, pero el Tribunal Superior de Justicia dictaminó que Johnson no había infringido el llamado código de conducta al reafirmar su confianza en Patel.

En sólo dos años en el cargo, la lista de escándalos que salpican a Johnson es aún más larga. En innumerables ocasiones, ha mentido e infringido las reglas. Pero ningún caso ha tenido tanta repercusión como el de las supuestas fiestas celebradas en los confines del 10 de Downing Street, con foto y carta de invitación incluidas. Y sólo esto último parece que puede desestabilizarle, hasta el punto de perder el cargo.

Durante mucho tiempo, los diputados hicieron la vista gorda, convencidos de que Boris Johnson salvaba los muebles: seguía siendo esa extraordinaria máquina de guerra electoral de los tories, capaz de seducir tanto al sur conservador del país como al “red wall” obrero del norte de Inglaterra, que solía ser laborista. “Es Boris”, decían sus partidarios, para justificar sus problemáticas payasadas y pasar de ellas.

Desde este punto de vista, las elecciones perdidas a mediados de diciembre por el partido tory en una circunscripción, la de Shropshire del Norte, que había estado en manos de la derecha durante casi 200 años, fue un shock. Cuando los votantes se indignan y se vengan en las urnas, todo cambia. A su vez, los diputados temen su reelección. Las encuestas le sitúan ahora muy por detrás de Keir Starmer, su rival laborista, en caso de elecciones generales anticipadas. “La cuerda se ha roto”, resume un responsable conservador a The New Statesman. Hace falta que un 15% de los 360 diputados de la mayoría presenten una carta pidiendo la cabeza del primer ministro para que se inicie una moción de censura. 

Traducción: Mariola Moreno

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