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La conquista de los Estados del Sur, el 'cinturón del sol', clave para la victoria de Joe Biden

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Harrison Stetler (Mediapart)

Las elecciones presidenciales de EEUU han pasado a ser, hasta hace muy poco, episodios casi aburridos. A pesar de meses interminables de campaña, los miles de millones de dólares gastados y los anuncios de televisión que se emiten en bucle, los resultados son predecibles en más de 40 estados.

La costa del Pacífico, el noreste, Illinois y la zona norte del Medio Oeste (Minnesota y Wisconsin) integran la columna vertebral del Partido Demócrata. Por su parte, los republicanos pueden contar con las llanuras y con lo que los politólogos llaman el cinturón del sol (Sun Belt), una región que abarca desde Carolina del Sur hasta Arizona.

En la noche del primer martes de noviembre, la nación entera dirige la mirada al puñado de estados que escapan al anclaje regional de las divisiones partidistas. A veces Virginia y Carolina del Norte dan la campanada, al igual que Indiana. Florida, con la diáspora cubana, los jubilados procedentes de cualquier parte del país y la masa conservadora del norte, es una verdadera caja de Pandora demográfica… y electoral. Además de este estado del Sur, sobre todo son los estados de la antigua cuna industrial los que eligen a los vencedores, con Pensilvania y Ohio a la cabeza.

La obsesión del Medio Oeste postindustrial, crisol de elecciones presidenciales desde hace décadas, es anterior a Trump; es fruto del giro neoliberal del Partido Demócrata en los años 80 y el reverso de la conversión de las clases trabajadoras al nacionalismo conservador. En 2016, las victorias de Trump en Wisconsin y Michigan, sumadas a las de Ohio y Pensilvania, confirmaron una tendencia que data de antiguo.

La reconquista del antiguo cinturón industrial formaría parte necesariamente de una eventual inflexión progresista nacional; implica superar el centrismo “pronegocios” y librecambista del Partido Demócrata. Aunque esta opción parece ser rechazada en gran medida con la elección de Biden, la incapacidad gubernamental y los fracasos de Trump en lo que se refiere a la recuperación industrial podrían ofrecer un éxito ilusorio. El actual presidente no ha consolidado necesariamente su apoyo en la región; los sondeos y los índices de votación sugieren que sus cuatro años en el cargo habrán sido la enésima experiencia de promesas políticas incumplidas.

Dicho esto, recuperar estos estados del Medio Oeste es una ambición mínima frente a un Partido Republicano cada vez más revanchista. No todas las victorias se igualan. Existe una diferencia entre las que permiten una simple alternancia de poder y las que pueden marcar un cambio de rumbo profundo y perdurable en Washington, como las elecciones de 1932, 1964 o las de 1980. Para entender cómo y de dónde podría venir tal victoria, debemos dirigir la atención a otra parte del país.

“Según va el Sur, así va la nación”

De hecho, la historia muestra que el futuro de la política estadounidense se juega principalmente en los estados del Sur, donde comenzaron los grandes cambios ideológicos del siglo XX, para bien o para mal. Demasiado pequeño para formar una coalición nacional, pero demasiado grande para quedarse fuera; el Sur ejerce una importancia desproporcionada en la historia política norteamericana. Caldo de cultivo de la supremacía blanca, pero también trampolín de movimientos radicales y transformadores, alberga todas las contradicciones de la democracia norteamericana. “Según va el Sur, va la nación” (“As the south goes, so goes the nation”), señalaba el intelectual y activista negro W.E.B. Du Bois.

En esto, hay razones para la esperanza. Una ola de activistas, asociaciones y figuras políticas, y dinero, llegan procedentes del Sur. Se propusieron conquistar este coto privado de la reacción norteamericana. Reconfigurar el panorama político, romper con décadas de dominación republicana en Washington y sentar las bases de un cambio perdurable requiere inevitablemente romper la columna vertebral del movimiento conservador.

Un escalofrío de angustia se adueña del liderazgo republicano: los estados del llamado “cinturón del sol” están ahora en el punto de mira de los demócratas. Lindsey Graham –senador republicano de Carolina del Sur, presidente del poderoso Comité Judicial y mano derecha del líder republicano Mitch McConnell– se encuentra en una reñida disputa contra su rival demócrata y afroamericano, Jaime Harrison.

Los últimos sondeos señalan que Harrison se sitúa ahora por delante de Graham, cuya eventual derrota sería representativa de la reorganización del panorama político en marcha en estas elecciones. También tendrían un gran valor simbólico. Cuando llegó al Senado en 2003, Graham –una parodia del gentleman del Sur– reemplazó al infame senador Strom Thurmond, en el Senado desde 1954.

La carrera de Thurmond es un testamento de la influencia del Sur en la vida y la cultura política de EE.UU. Elegido por el Partido Demócrata, líder de su ala conservadora y segregacionista, Thurmond se presentó como candidato independiente en las elecciones de 1948 para oponerse a la apertura de su partido al movimiento de los derechos civiles. En 1964, Thurmond pasó a engrosar las filas del Partido Republicano, en el momento en que la desegregación pasó a ser la política oficial de Washington con la aprobación de la Ley de derechos civiles bajo el mandato del presidente demócrata Lyndon Johnson.

Dice la leyenda que cuando se aprobó el proyecto de ley, Johnson se dirigió a un edecán para subrayar que el Partido Demócrata acababa de “perder el Sur durante una generación”. Mito o no, el paso de Thurmond al Partido Republicano anticipaba la notoria estrategia sureña de Nixon de seducir a los decepcionados demócratas blancos. Hasta el desmantelamiento de las leyes de derechos civiles de los negros en los años 50 y 60, esta estrategia era impensable: el Partido Republicano era persona non grata en toda la región. Era “el partido de Lincoln [el presidente que abolió la esclavitud]”. Cuando los demócratas se unieron a las luchas por los derechos civiles en el ámbito federal, se abría la posibilidad de erigir un bloque sureño ferozmente conservador.

Pocos salieron indemnes de la influencia y del encanto de Thurmond, verdadera encarnación de la reacción del Sur y de su control sobre la política de EE.UU. tras el movimiento de liberación negra. Hasta el día de hoy, Joe Biden se siente avergonzado por su amistad con éste último, ilustrada por su panegírico televisado de 2003 al senador.

Sin embargo, hay varias señales que evidencian que la conservadora “estrategia del Sur” empieza a debilitarse por fin.

¿Hacia un “bloque popular transracial”?

En Georgia, los militantes republicanos temen que el estado pase a ser demócrata este noviembre, allí donde los sondeos ofrecen un empate encarnizado entre los dos candidatos. Ya en 2018, la candidata Stacey Abrams estuvo a punto de ganar al republicano trumpista Brian Kemp en unas elecciones marcadas por casos de supresión de voto por parte de los republicanos. Kemp, entonces candidato al principal cargo ejecutivo de Georgia, ejercía el cargo de secretario de estado, lo que le permitía… ¡supervisar las elecciones!

Texas, tierra del individualismo salvaje, corazón palpitante de la industria petrolera y cuna del evangelismo americano, está en el epicentro en la identidad del conservadurismo moderno. Para el Partido Republicano, representa lo que California o Massachusetts para los liberales. El itinerario del Partido Republicano, de una fuerza política arraigada en el noreste para implantarse después en el sur en los años 60, puede leerse en la historia de la familia Bush. Los Bush, cuyos hijos se educaron en el instituto privado de Groton, la universidad de Yale y en el castillo familiar de Maine, son la viva imagen de la cultura WASP de Nueva InglaterraWASP. Pero a finales de los años 60, la familia se mudó a Texas para hacer suya la nueva cara del conservadurismo.

Sin embargo, verdadera pesadilla para el Partido Republicano, incluso el estado de Texas corre el riesgo de hacerse azul este mes de noviembre, ya que algunos sondeos otorgan a Trump una ventaja de apenas cinco puntos. Nada expresa mejor el terror que embarga al Partido Republicano que las restricciones de voto en toda la región que se supone deben frenar la pérdida de su “cinturón del sol”. El gobernador republicano Greg Abbott ha establecido un umbral máximo de una única oficina por condado para emitir el voto por correo. En el estado continental más grande de EE.UU., eso significa que los ciudadanos pueden tener que recorrer cientos de kilómetros para poder ejercer su derecho al voto.

Los efectos de una conquista progresiva del Sur podrían ir más allá de una reconfiguración del panorama político. Algunos observadores llegan a decir que sería el golpe de gracia para la oposición conservadora a las reformas constitucionales, sobre todo en lo relativo al colegio electoral para las elecciones presidenciales. En un ensayo publicado este verano, el columnista de The New York Times Jesse Wegman, autor de un libro sobre el movimiento por un voto popular nacional, ve en ello la clave para la abolición efectiva del sistema de compromisarios.

Tan pronto como el Partido Republicano no pueda contar con su base electoral del “cinturón del sol” –hipótesis concebida a juzgar por las campañas de Arizona, Texas y Carolina del Sur– se verá obligado a ser competitivo en el plano nacional. El Pacto Interestatal de Voto Popular Nacional es un acuerdo que propone atribuir automáticamente los votos de los compromisarios al candidato que gane el voto popular. Dicho pacto, que cuenta ya con el apoyo de los 15 estados y de Washington, D.C., entraría en vigor tan pronto como se registren suficientes estados como para superar el umbral de 270 compromisarios, el número necesario para ser designado presidente.

La reconquista del Sur ha sido durante mucho tiempo un sueño de la élite del Partido Demócrata, ambición que también ha estado en la raíz de la derechización del partido en la década de 1970. El poderoso Consejo de Liderazgo Democrático (DLC, por sus siglas en inglés), fundado en 1985 por líderes de la franja sur, ha sido crucial para lograr el giro neoliberal del partido y su acercamiento a un fuerte discurso regio, así como su moderación en la desegregación y el antirracismo. Aunque el DLC se disolvió en 2011, nada expresa mejor su continua influencia en el partido que la figura de Joe Biden, que ya era el candidato elegido por la organización para la fallida campaña presidencial de 1988.

Mientras que el supuesto conservadurismo del DLC se ha visto marginado por el retorno del antirracismo al corazón del movimiento progresista, las figuras ascendentes en el Sur, de Stacey Abrams a Jaime Harrison y Beto O'Rourke, todavía tienen el perfil clásico del centro del Partido Demócrata. Harrison actualmente lidera una de las campañas para el Senado más costosas de la historia. Desde julio hasta finales de septiembre, su campaña se ha dotado de 57 millones de dólares, un récord trimestral que superó el establecido durante la fallida campaña de Beto O'Rourke en 2018 para destronar al senador ultraconservador de Texas Ted Cruz.

Sin embargo, la energía del terreno parece apuntar hacia la apertura de un impulso verdaderamente radical y transracial en toda la región. Detrás de la moderación de los candidatos demócratas, se están perfilando los contornos de una “estrategia sureña” verdaderamente popular, cuyo éxito indica un profundo cambio en la cultura política de la región y, con ella, de la nación.

Chokwe Antar Lumumba fue elegido alcalde de la ciudad de Jackson, Misisipí, en 2017 con la promesa de convertirla en “la ciudad más radical del mundo”. Este hombre, que apoya a Bernie Sanders, propone para la ciudad, capital del estado más pobre de Estados Unidos, inversiones en servicios públicos, reformas policiales, fomento de las empresas cooperativas y una toma de decisiones democrática por parte de las asambleas de ciudadanos.

Consolidar un bloque popular transracial, superar las pasiones de las “guerras culturales” a través de una crítica moralista de la injusticia y la dominación... La obra del sacerdote William J. Barber II atestigua el renacimiento de las tradiciones más antiguas del radicalismo americano. Su movimiento de los lunes morales (Moral Mondays) nació en Carolina del Norte en 2013 para oponerse al yugo del Partido Republicano en el estado, a su desmantelamiento de los servicios públicos y a sus iniciativas para acabar con el derecho al voto de las minorías y las clases trabajadoras. Desde 2018, Barber ha dirigido la poderosa “Campaña para los pobres”, que organiza acciones de desobediencia civil para abogar por un sistema de sanidad pública, el fin del encarcelamiento masivo, la subida del salario mínimo a 15 dólares y la educación pública gratuita.

Estas acciones están diseñadas para disipar el mito del conservadurismo innato de la región y su base democrática negra. Los movimientos radicales de hoy en día son parte de una larga línea de precedentes históricos. La más cercana a nuestros días es la campaña del activista afroamericano Jesse Jackson, que se presentó a la nominación demócrata en 1988 en nombre de una “coalición arco iris” que vincula un frente popular transracial con los movimientos nacidos de la revolución cultural de los años sesenta. En estas elecciones, que confirmaron el giro del Partido Demócrata al neoliberalismo, Jackson ganó todos los estados del Sur profundo (Deep South), también conocido como el Sur Sólido por su lealtad inquebrantable a los demócratas desde la década de 1870 hasta la desegregación.

Los verdaderos orígenes del radicalismo transracial que está tomando forma hoy en día se pueden rastrear todavía más atrás en el tiempo. En la década de 1890, el movimiento populista desafió las divisiones políticas de Estados Unidos proponiendo la generalización de las cooperativas, la introducción de un impuesto progresivo sobre la riqueza y la nacionalización de los ferrocarriles y las grandes industrias. El populismo alentó una marcha hacia la democracia industrial como se refleja en el New Deal de los años 30.

Pero lo que más asustaba a la clase política de la época eran los intentos de los militantes populistas del Sur de sellar una alianza entre una población negra heredada de la esclavitud y una clase obrera blanca excluida de la riqueza de la aristocracia del algodón. La amenaza de un frente tan popular aceleró el establecimiento y la consolidación del sistema de segregación en toda la región a partir del cambio de siglo, como recordó el historiador sureño C. Vann Woodward en su ya clásico libro de 1955 The Strange Career of Jim Crow, que Martin Luther King consideró la “biblia histórica” del movimiento de liberación negra.

El Sur es el talón de Aquiles de la tradición progresista. La izquierda no podrá aspirar a un control duradero de la política americana sin abordar el problema que es el Sur americano: una región poderosa, lastrada por un pasado reaccionario. Gracias al peso del ala segregacionista del Partido Demócrata, las reformas del New Deal se construyeron sobre la exclusión de una población negra que trabajaba principalmente en la agricultura. Este programa fue acompañado por un pacto endemoniado con la supremacía blanca, una contradicción que llevaría a la derrota como reacción a las revoluciones democráticas de los años 60.

Los observadores vienen percibiendo desde hace mucho tiempo que el panorama político estadounidense carece de partidos nacionales e ideológicos propios, al igual que las democracias europeas. Esto se debe principalmente al arraigo regionalista del sistema de partidos, que es sinónimo del yugo del racismo y la supremacía blanca sobre la vida política del país. El estado mayor demócrata celebra estar a punto de hacerse con la patria del Sur mediante la moderación y el equilibrio, pero hemos visto que el activismo radical, que reactiva las tradiciones plebeyas y transraciales enterradas, está demostrando ser igual de importante.

Con la conquista popular del Sur se abriría un capítulo esencial en la extraña carrera del progresismo de EE.UU. Tal vez esto llevaría al nacimiento de un verdadero partido nacional de izquierdas.

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Traducción: Mariola Moreno

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