El dúo Trump-Musk conforma el nuevo imperio del apartheid

Una protesta contra Donald Trump esta semana en Los Ángeles.

“Tomaremos el control” y “simplemente haremos limpieza”, declaró Donald Trump el martes 4 de febrero, en una conferencia de prensa que dio en la Casa Blanca en presencia de Benjamin Netanyahu, un perseguido de la justicia según el derecho internacional, contra quien el Tribunal Penal Internacional (TPI) ha emitido una orden de arresto por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Se refería a la Franja de Gaza, que imagina para el futuro como la Costa Azul o la Riviera de Oriente Próximo, un territorio liberado de su población, los palestinos, a los que expulsaría con muchas ganas a Egipto y Jordania.

Bajo la cuestión palestina se esconde el destino del mundo. El primer ministro israelí ha sido el primer jefe de gobierno recibido por el nuevo presidente de la primera potencia militar y económica del mundo, y ha recibido en Washington autorización explícita para continuar con los crímenes por los que ya está siendo perseguido: la limpieza étnica del pueblo palestino, que también se está llevando a cabo en Cisjordania con el asalto de los colonos y del ejército a los campos y las ciudades palestinas.

Lejos de la destrucción de Hamás reivindicada tras el 7 de octubre, el objetivo de la guerra es en realidad la desaparición de Palestina, la destrucción de su idea misma, el borrado de su pueblo del territorio conquistado por Israel.

No se trata del enésimo golpe de efecto de un presidente excéntrico; es la verdad de una presidencia fascista.

El imperio contraataca, y es el imperio de una maldad política radical: la negación de toda humanidad común, el rechazo universal de la igualdad de derechos, la afirmación internacional de la ley del más fuerte, la proclamación de un poder sin límites ni principios. La segunda presidencia de Trump está llevando el imperialismo norteamericano a nuevas cotas al abrazar, sin dobles discursos ni fingimientos, el agresivo afán de conquista y dominación, la codicia y el interés propio, que subyace tras la pretensión de grandeza –económica, militar y cultural– de Estados Unidos sobre el resto del mundo.

Son apropiadas aquí las referencias a la saga cinematográfica Star Wars (esa guerra de las galaxias, de la que El imperio contraataca es el quinto episodio), dado que la ciencia ficción es el universo mental del nuevo feudalismo que, de la mano de Trump, ha conquistado el poder en Washington: una oligarquía tecnófila impulsada por la revolución digital hacia un inconmensurable nivel de riqueza que la ancla en la certeza de lo absoluto y la impunidad de su poder. Al igual que su representante más emblemático, Elon Musk, que ha comprado a fondo perdido su puesto de co-presidente no electo, está explícitamente en el lado oscuro de la fuerza.

Un golpe de Estado en marcha

Su consigna es 'no limits': nada puede interponerse en el camino de sus deseos en todos los aspectos: poder, riqueza, conquista, control, extractivismo, etc. Su pretensión de grandeza es un desastre anunciado. Make America Great Again, esta “Maga”, donde el programa se resume en un solo eslogan, significa que nada debe interponerse en el camino de la voluntad de poder de Estados Unidos. No sólo el planeta Marte, sino también naciones soberanas: Canadá, Panamá o Dinamarca a través de Groenlandia. No sólo los seres humanos indeseables, esos migrantes cuya “deportación” está ya programada, sino también las mercancías extranjeras, en una vuelta a las guerras comerciales más arcaicas. Por no hablar de la propia democracia, ya relegada al olvido, reducida a la única legitimidad conferida por las elecciones.

Desde su investidura el 20 de enero, se ha puesto en marcha en Estados Unidos un verdadero golpe de Estado, con una serie de decretos presidenciales de gran alcance, cuyo diligente artífice es Elon Musk. Sin haber sido elegido, el multimillonario ataca frontalmente al Estado desde su departamento de Eficiencia Gubernamental. Su objetivo son las administraciones que garantizan el interés general. No más ayuda humanitaria internacional, no más agencias de protección del medio ambiente, no más seguridad laboral, no más confidencialidad de datos. El 28 de enero, dos millones de empleados federales recibieron un correo electrónico invitándoles a dimitir, mientras un comando bajo las órdenes de Musk requisaba las bases de datos del Tesoro americano.

Trump lo ha dicho y lo ha hecho: pretende romper con el legado de las Naciones Unidas

La presidencia de Trump no es el último avatar del conservadurismo social. Encarna la emergencia de la barbarie en el corazón de la civilización, como ocurrió en Europa con el fascismo y el nazismo, poniendo en peligro el destino de la humanidad en su conjunto. La contrarrevolución que pretende implantar a paso firme tiene como objetivo precisamente ir contra ese despertar, justo acabada la Segunda Guerra Mundial, de la toma de conciencia de la catástrofe y la magnitud de los estragos del poder de los que fueron testimonio, con sus millones de víctimas, los crímenes de genocidio y contra la humanidad, entonces definidos jurídicamente. Así fue cómo se proclamaron los derechos humanos universales y se inventaron las reglas diplomáticas de las Naciones Unidas.

Trump lo ha dicho y lo ha hecho: es con ese legado con el que pretende romper. A esa promesa de igualdad de derechos, que ha inspirado constantemente las batallas por la emancipación, opone la ley de la selva de la superioridad, cuya identidad es la coartada, arraigada en el suelo y la sangre, el azar del nacimiento y el linaje de la descendencia. No más humanidad común, no más comunidad internacional, no más solidaridad y fraternidad: lo justo es sólo lo que a mí me parece justo para mi pueblo, mi nación, mi poder. Y nada más. Este programa político es fundamentalmente separatista: rompe con el ideal de un mundo común, donde los seres humanos, al igual que la naturaleza de la que forman parte, están relacionados, indisolublemente unidos, entremezclados y entrelazados.

Apartheid es su palabra clave. Fue en 1948, el mismo año de la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y del reconocimiento internacional del Estado de Israel, cuando el régimen afrikáner de Sudáfrica promulgó esas leyes de separación: ese es el significado de la palabra “apartheid” derivada de “aparte”.

La introducción de esa segregación racial, distinguiendo en todos los aspectos de la vida cotidiana –vivienda, trabajo, tráfico, sindicatos, etc.– a la población blanca, decretada superior al resto de la población, del resto de categorías –negros, indios o mestizos– fue entonces ese montículo que quedaba del mundo que había dado origen al desastre europeo: esa jerarquización de la humanidad fue el motor de la locura colonial e imperial de conquista y grandeza, y condujo inevitablemente a la negación de los demás, a su expulsión, repulsa o exterminio, y en todos los casos a su borrado de la memoria.

La agenda de la extrema derecha global

La presidencia de Trump se perfila como el imperio del apartheid, su ideología y su proyecto. Esta monstruosidad hace su reaparición a escala mundial: es el programa de todas las extremas derechas en sus diversas variantes. Un programa infernal que apunta inevitablemente a toda la diversidad de los pueblos afectados, apuntando a los derechos de las mujeres, a las cuestiones de género, a las luchas de las personas LGTBIQ+ y, en general, a todas las supuestas minorías cuya toma de conciencia molesta al conservadurismo que dice ser mayoritario.

El doble saludo nazi de Elon Musk, precedido de otras muchas posturas que dan fe de su racismo, antisemitismo y fascismo, es uno de esos ejemplos. Elon Musk, como Peter Thiel y David Sacks, otras dos figuras del tecno-feudalismo oligárquico que ha tomado el poder en Estados Unidos, proviene de la Sudáfrica de la separación y la segregación, del rechazo de la humanidad y la clasificación de los seres humanos, en definitiva de la negación radical de la igualdad de derechos.

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Este símbolo habla de la hora de la verdad a la que nos enfrentamos, en la certeza inmediata de que estamos ante lo peor: un viejo mundo depredador que no quiere morir, aunque esté condenado, engendra monstruos para intentar erradicar definitivamente la esperanza de un mundo mejor, menos injusto, menos violento, menos destructivo. Nos enfrentamos ya a un reto civilizatorio que trasciende las rencillas secundarias y las diferencias momentáneas. Ya va siendo hora de que nos demos cuenta.

 

Traducción de Miguel López

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