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Libia

La maraña de intereses que se oculta tras el caos en Libia

La maraña de intereses que se oculta tras el caos en Libia

René Backmann (Mediapart)

¿Quién controla Libia actualmente? La cuestión es más crucial que nunca porque este país a la deriva se ha convertido en un embarcadero hacia Europa o hacia la muerte de inmigrantes clandestinos de África y de Oriente Medio. Y la respuesta, cuatro años después de la intervención francesa –y después internacional– que provocó la caída del régimen de Gadafi, parece cada vez más compleja y alarmante.

El cuadro de análisis más rudimentario revela la coexistencia de dos capitales, dos gobiernos y dos parlamentos. En Trípoli, la antigua capital de la yamahiriya de Gadafi, hay un gobierno de salvación nacional, teóricamente resultante del Congreso General Nacional (CGN), parlamento elegido en julio de 2012, autoprolongado hasta hoy.

Representando una coalición inusual de fuerzas islamistas –entre las que se encuentran los Hermanos Musulmanes–, este gobierno se sostiene por Fajr Libya (El Alba de Libia), una conjunción de grupos armados islamistas y combatientes aglomerados en torno a la poderosa milicia de Misrata.

Compuesta a la vez por grupos armados radicales y representantes de la comunidad bereber, El Alba de Libia, que se ocupaba de Trípoli en julio de 2014 después de haber roto con las milicias rivales, queda en una alianza frágil de fuerzas guiadas mayormente por sus intereses militares, políticos o financieros.

Así, los yihadistas de Ansar Al-Charia, ligados a Al Qaeda, combaten a veces a su lado, aunque no pertenecen a la coalición. El gobierno de Trípoli, cuyo primer ministro Omar Al-Hassi, próximo a los islamistas, acaba de ser destituido, controla actualmente la antigua capital y una buena parte del oeste del país con el apoyo diplomático, financiero e incluso militar de Turquía y Qatar.

Otro gobierno, el del primer ministro Abdallah al-Thani, y otro parlamento, la Asamblea Constituyente elegida el 25 de junio de 2014, ocupan el este del país, en Tobrouk, desde su expulsión de Trípoli por parte de El Alba de Libia en julio de 2014. Reconocido por Naciones Unidas, la Liga Árabe y los países occidentales, este poder de Tobrouk, vigorosamente anti-islamista, lo sostienen activamente Arabia Saudí, Emiratos Árabes y Egipto.

El hombre fuerte de este gobierno es un general de 72 años, Khalifa Haftar, que acaba de ser nombrado por el Parlamento comandante general del ejército. Él encarna la resistencia del islamismo a ojos de los dirigentes de Tobrouk y es el garante autoproclamado del futuro de Libia. El hombre que pretende “salvar el país” demuestra un oportunismo indiscutible, pero presenta dudas en materia de convicciones democráticas.

Cercano a Gadafi durante su mandato hasta el punto de ser elegido por el dictador para liderar a finales de los 80 la guerra contra el Chad, Haftar, que subestimó la movilidad de las tropas enemigas en el desierto a bordo de sus Toyota Land Cruisers, fue prisionero con 400 de sus soldados tras una ofensiva en la que murieron miles de militares libios.

Renegado por el dictador y rápidamente devuelto por la CIA, Haftar, a quien los chadianos habían puesto en libertad bajo petición de Washington, creó entonces en el Chad un Frente Nacional para la salvación de Libia, cuyos soldados prisioneros, excarcelados por N'Djamena, debían convertirse en el núcleo armado.

Con el apoyo americano y, según él esperaba, chadiano, Haftar había imaginado incluso una invasión de Libia y el regreso de Gadafi. Pero desde su pobre estrategia, él no había previsto que Gadafi adelantaría su apoyo a un golpe de estado pro-libio en el Chad. La CIA tuvo que demostrar entonces un puente aéreo para repatriarle con 350 de sus hombres hacia la República Democrática del Congo.

Transferido pronto a Estados Unidos, donde obtuvo la nacionalidad americana, Haftar, cómodamente instalado en Virginia, continuó urdiendo desde lejos complots contra su antiguo maestro, conspiraciones que costaron la vida en Libia a muchos de sus cómplices, detenidos y ejecutados por traición.

Decepcionada aparentemente por sus mediocres cualidades políticas y militares, y sobre todo tranquilizados, tras la invasión de Irak en 2003, por la decisión de Gadafi de renunciar a su programa nuclear, la CIA se desinteresó por Haftar.

Según sus amigos, Haftar volvió a Libia por su propia cuenta en 2011, después de veinte años en el exilio, al día siguiente de la caída del dictador. Estuvo en Trípoli cuando las milicias de Misrata y de Zinen, que habían combatido junto a al ejército de Gadafi, se enfrentaron por el reparto de los arsenales y el control de la capital. Asistió también a la división y después a la dispersión de una multitud de grupos armados rivales, fuerzas rebeldes que habían combatido contra la dictadura, antes de ver surgir, en Derna, una milicia abiertamente yihadista: una emanación local del Estado Islámico (EI).

¿Fue por cuenta propia, o instado por la iniciativa de los amigos extranjeros de la revolución libia, que Haftar se lanzó a visitar los pequeños gobiernos locales de todo el país encontrando a notables y a jefes de tribus dispuestos a recibirle, antes de reunir a antiguos amigos y compañeros de combate del ejército de Gadafi con el objetivo de frenar, costase lo que costase, al poder de los islamistas y yihadistas sobre Libia?

El Estado Islámico no tardó en manifestar su domino

En febrero de 2014, el primer ministro del gobierno de Tobrouk calificó de “ridícula” la intervención solemne de Haftar en la televisión para anunciar la disolución del Parlamento y la creación de un Comité Presidencial. Proposiciones de matrimonio que el viejo conspirador fue incapaz de transformar en realidad, falto de medios políticos y, sobre todo, militares.

Tres meses más tarde sería la cabeza de un pequeño ejército bien equipado y dirigido que lanzó al este del país –donde las fuerzas de seguridad y los intereses occidentales habían sido atacados varias veces— con la operación Karama (Dignidad), destinada a tomar el control de las ciudades ocupadas por las milicias islamistas o desgarradas, como Benghazi, por los enfrentamientos entre sus tribus originarias, pero rivales.

Compuesto por antiguos soldados y por una centena de oficiales del ejército de Gadafi, militantes federalistas combatientes por una mayor autonomía de la ciudad de Cirene, al este del país, y por milicias tribales del oeste y del sur, el pequeño ejército de Haftar preocupó al gobierno de Tobrouk, que incluso anunció un “intento de golpe de Estado” antes de sostener, bajo la influencia de su ala más dura, la operación Dignidad y de hacer de Haftar su general jefe.

Hoy, un año después del lanzamiento de la operación Dignidad, el “comandante general” es una pieza maestra del régimen de Tobrouk. Fue recibido por el rey de Jordania en Amán. Tratado como aliado por las monarquías del Golfo –salvo Qatar–, respetado en Algeria, Ayudado por Egipto, y aceptado, guste o no, por los occidentales. Incluso tiene la misma ambición de imitar a su colega egipcio Abdel Fatah al-Sisi y ser candidato a la presidencia, si la ocasión se presenta.

Sin embargo, Haftar no tiene incondicionales en el seno del Gobierno, ni siquiera entre sus aliados. Considerado como maniqueo y prisionero de una visión exclusivamente militar de la situación, Khalifa Haftar es acusado a menudo de haber radicalizado y reforzado la unidad de El Alba de Libia. Es reprochado, según Frederic Wehrey de la Fundación Carnegie, analista erudito de la crisis libia, de subestimar las divergencias que existen en el campo entre a los Hermanos Musulmanes y los yihadistas radicales, o entre el escudo libio de Benghazi, abierto a la discusión con Tobrouk y Ensar Al-Charia, ligado a Al Qaeda.

Para él, “todos estos grupos son lo mismo, son todos terroristas. Por eso el diálogo es inútil”. Él encarna, por el momento, la autoridad y la fuerza militares necesarias en el poder de Tobrouk para ser creíble, tanto dentro del país como a los ojos de la comunidad internacional. Con un éxito limitado y caídas estratégicas a veces imprevistas e inquietantes aparece un cuadro de análisis más sutil.

En la única mitad oriental de Libia más de veinticinco milicias, dotadas de algunas centenas a miles de hombres, se disputan el control del país y de sus riquezas. Algunas son aliadas a la operación Dignidad del general Haftar, es decir, al ejército regular, y otras a El Alba de Libia, que aglutina las fuerzas semejantes alrededor del gobierno de Trípoli.

Otras incluso no están ligadas ni a uno ni a otro campo. Es el caso de los grupos armados relacionados con Al Qaeda o de aquellos que han jurado lealtad al EI de Abou Bakar al-Baghdade. En el vacío político e institucional resultante de la guerra civil y mantenido por el enfrentamiento entre El Alba de Libia y la operación Dignidad, el Estado Islámico ha tejido sus redes, como en Irak o en Siria, y conquistado dos feudos: Syrte y, sobre todo, Derna, entre Tobrouk y Benghazi.

Son los yihadistas libios que han regresado de Siria y de Irak, donde habían combatido en el seno de la rama de Al Qaeda o del Estado Islámico, quienes crearon los primeros núcleos de estas organizaciones a su vuelta a Libia en la primavera de 2014. En septiembre, una delegación del EI que comprendía dos emires, un yemení y un saudita, mostró su lealtad a Baghdadi y proclamó el este de Libia como provincia del califato islámico, bajo el nombre de Willaya Barqa o provincia de Cirene.

Dos meses más tarde, el delegado yemení Abou al-Bara al-Azdi fue nombrado por Baghdadi emir de la nueva provincia. Teniendo al ejército de Haftar para un peligro prioritario, los combatientes de Al-Qaeda y los del Estado Islámico se unieron en causa común contra el hombre fuerte de Tobrouk durante sus ofensivas hacia Derna.

Pero el Estado Islámico no tardó en manifestar su dominio y en demostrar a los ojos del mundo su presencia sobre el terreno grabando el espantoso vídeo de la decapitación de 21 rehenes egipcios coptos, publicado el 15 de febrero. Masacre a la que respondió la aviación egipcia, desde el día siguiente, golpeando las posiciones del Estado Islámico en Derna. Hoy, los discípulos de Baghdadi parecen dar prioridad a su expansión hacia el oeste, en dirección Sirte, donde hay grupos yihadistas activos desde hace mucho tiempo.

Hace algunas semanas, las fuerzas del EI en la ciudad fueron cifradas en cerca de 300 hombres y una centena de vehículos. En el conjunto del país contarían, según el gobierno de Tobrouk, con unos 5.000 combatientes.

Inquieto por esta amenaza potencial sobre la zona que él pretende controlar y por el refuerzo reciente de los rangos yihadistas, el gobierno de Trípoli, regularmente acusado por Khalifa Haftar de complicidad con los yihadistas, ha reaccionado hace una semana enviando un avión de combate a bombardear las posiciones del Estado Islámico alrededor de Sirte, mientras que enfrentamientos violentos del ejército oponen, en la ciudad, al batallón 166 de El Alba de Libia contra los combatientes del EI.

“Cada conflicto o enfrentamiento tiene su lógica y responde a la defensa de intereses precisos”

Por el momento, los yihadistas del EI controlan solo una parte de Derna y una parte de Sirte. Sus operaciones militares de estos últimos meses apuntaban, sobre todo, a enclaves petroleros. Ellos no buscaban, como en Irak y Siria, adueñarse de la producción para venderla a su beneficio, porque las instalaciones se encuentran paradas.

Las terminales de exportación, que funcionan al ralentí cuando no están cerradas, están bajo el control del gobierno de Tobrouk. Se trataba más bien, según parece, de manifestar de manera espectacular su presencia matando agentes de seguridad, raptando a los empleados extranjerosy dinamitando o incendiando instalaciones.

A la misma propaganda del terror obedecían otras operaciones del EI, como el ataque contra el hotel Corintia en Trípoli, frecuentado por extranjeros, o contra la embajada de Irán y otros tres puntos de mira de la ciudad de Qubbah, cerca de Derna. Muchos observadores, diplomáticos o investigadores, consideran que el próximo objetivo es Misrata, entre Sirte y Trípoli. La ciudad está defendida por su poderosa milicia, aliada al poder de Trípoli.

Sin embargo, en una cara abierta a los “jóvenes de Misrata”, uno de los responsables del EI en Libia les ha pedido “sacrificar su vida por Dios antes que por la democracia” y les ha aconsejado “arrepentirse y unirse al Estado Islámico”. La cuestión es ahora saber si la milicia de Misrata está en condiciones de enfrentarse simultáneamente al ejército de Haftar y a los combatientes del EI, o si no estará tentada de perseguir la negociación iniciada con los yihadistas por los notables y los jefes religiosos de la ciudad. En el debate entre los responsables de la milicia es cada vez más viva la opinión de que Misrata debe combatir contra los dos frentes. Ya que El Alba de Libia está lejos de controlar todo el oeste del país.

Antes aliada de Misrata para abatir la dictadura, la milicia de Zinten, geográficamente vecina de Trípoli pero aliada del poder de Tobrouk, en la otra punta del país, es un adversario tenaz que dispone de numerosos aliados sobre el terreno. Para este frente, El Alba de Libia ha recibido el apoyo de los combatientes berberes de la montaña vecina o de la ciudad fronteriza Zouara. Lejos de compartir el compromiso islamista de la alianza de Trípoli, los bereberes defienden sus cultura y su lengua, despreciadas por la dictadura. Sobre todo, luchan contra el reciclaje de los gadafistas en el poder de Tobrouk.

La razón geopolítica, en realidad, ofrece una ayuda modesta, incluso engañosa para descifrar el aparente caos libio. Tanto al este como al oeste, la gloria de Dios o el destino del islamismo son, a menudo, menos pertinentes para explicar los enfrentamientos entre milicias, grupos armados o coaliciones de combatientes  que la voluntad de controlar algún sitio de extracción, terminal petrolera, arsenal militar, aeropuerto o ruta de contrabando.

Cuando no, todavía más simple, se trata de saldar antiguas disputas entre tribus o ciudades. “Esto que describimos de lejos como un caos no lo es”, protesta Patrik Haimzadeh, exdiplomático de Trípoli y ahora investigador. “Cuando uno se cuida de mirar de cerca, se percibe que cada conflicto o enfrentamiento tiene su lógica y defiende intereses precisos. No medir esto es no entender nada sobre Libia, por tanto, privarse de buenas herramientas para ayudar a este país a levantarse”, señala. 

Sumida durante más de cuarenta años en una dictadura rentista fundada en negocios tribales, Libia es un país de lealtades cambiantes, intereses movibles y coaliciones con geometría variable. Cuatro años de guerra civil no han cambiado nada. Pero han hecho de este antiguo país de destino de migrantes africanos, en el que había dos millones de trabajadores extranjeros en 2010, una tierra sin ley y un punto de confluencia del tráfico de inmigrantes clandestinos hacia Europa. Todo en un omento en el que la guerra, el terror, el hambre, desde Siria a Eritrea, pasando por Somalia y Mali, provocan miles de desesperados al exilio.

¿Cómo poner fin a una guerra civil atizada por la codicia de la cuna petrolífera y entretenida por intrusiones extranjeras múltiples, cuyas consecuencias trágicas apuntan directamente a Europa? A día de hoy, nadie ha sido capaz de avanzar una solución creíble. Ni siquiera Francia, que tomó la iniciativa en 2011, apoyada por Reino Unido, Estados Unidos e Italia, para invertir la dictadura libia sin analizar la relación de fuerzas sobre el terreno, medir el peso de los islamistas y prever las posibles consecuencias de su intervención.

Ni la OTAN, que asumió el relevo de la coalición internacional, ni los países árabes que se asociaron a la operación. Ni el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que autorizó la operación aeronaval occidental por la resolución 1973.

El jefe de la misión de apoyo de Naciones Unidas en Libia, Bernardino León, que se esfuerza desde febrero para organizar un diálogo entre los representantes de los dos parlamentos libios, espera en los próximos días las reacciones de los actores principales de la crisis al proyecto de acuerdo al que los ha sometido. “Es difícil ser optimista”, admite. “Hay en dos campos gente que intenta minar el diálogo político. Pero no hay solución militar al conflicto”, añade. 

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A un régimen tirano, extravagante, inquietante han sucedido múltiples déspotas locales, emires fanáticos, notables tribales, traficantes, contrabandistas y jefes de bandas. Sin orden ni ley. Ni la democracia, ni la libertad, ni los derechos humanos, ni la prosperidad del país, rico en filones de petróleo y gas, han sacado provecho de este sangriento desastre del que Nicolás Sarkozy, Bernard-Henri Lévy, su gurú estratégico de la época, y aquellos que les siguieron tienen gran parte de responsabilidad. Responsabilidad que vuelve incomprensible su silencio actual. 

Traducción: Marta Semitiel

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