Netanyahu forma el gobierno más religioso y derechista de la historia del Israel

Benjamin Netanyahu asiste a una sesión convocada para la toma de posesión del 25º Parlamento de Israel.

René Backmann (Mediapart)

El líder del Likud, Benjamin Netanyahu, vencedor de las elecciones legislativas del 1 de noviembre, ha recibido del presidente israelí Isaac Herzog el encargo este domingo de formar el nuevo gobierno. Debería, salvo imprevistos de última hora, presentar antes del miércoles a la Knesset el resultado de sus negociaciones con los líderes de su coalición parlamentaria. "Un gobierno ultrarreligioso y cuasifascista que este país no se merece", resume el diario Haaretz. Un giro histórico hacia un régimen “iliberal".

Todo indica, sin embargo, que será acogido con relativa indiferencia por la opinión pública. Esta indiferencia es sorprendente sobre todo porque desde la creación del Estado, hace casi 75 años, los principales episodios de la historia política israelí han provocado espectaculares manifestaciones populares.

Hace cuarenta años, el 25 de septiembre de 1982, cerca de 400.000 israelíes se reunieron en Kings Square, en Tel Aviv, para manifestar su indignación por la aparente complicidad de su ejército en las masacres de Sabra y Shatila que acababan de producirse en Beirut. En 2005, eran 200.000, en el mismo lugar, que desde entonces se ha convertido en la plaza Isaac Rabin, en memoria del primer ministro, diez años después de su asesinato por un fanático religioso de extrema derecha que pretendía luchar contra el proceso de paz "en nombre de Dios".

Pero desde el anuncio oficial de los resultados de las últimas elecciones legislativas, ni siquiera un puñado de ciudadanos israelíes, comprometidos con la paz, los principios democráticos y el respeto a la ley, han protestado frente a la residencia oficial del primer ministro en Jerusalén contra la elección de Netanyahu, acusado de corrupción, fraude y abuso de confianza; ni han reprochado al antiguo y futuro primer ministro haber concertado una alianza con los extremistas religiosos a cambio de su apoyo frente a la justicia.

Esta constatación dice mucho sobre la incapacidad de los israelíes de hoy en día para mostrar su desacuerdo con las acciones o posiciones de sus líderes. Pero también sobre su tolerancia –si no su adhesión– a una deriva cada vez más derechista de todo el mundo político local.

Incluso un partido tan poco radical como el Partido Laborista, históricamente sionista y poco sospechoso de tener inclinaciones "islamo-izquierdistas", para el electorado israelí actual sigue estando demasiado a la izquierda, o se considera demasiado favorable a la creación de un Estado palestino. Y eso, aunque los compromisos retóricos de los laboristas con la "solución de los dos estados" rara vez hayan sido seguidos de acciones concretas, en particular contra la ocupación y la colonización.

La izquierda desaparecida

De hecho, en Israel ahora están claras dos nuevas situaciones políticas. En primer lugar, a cambio de compromisos para limitar el poder del poder judicial, han entrado en la Knesset, en la coalición de Netanyahu, políticos religiosos, racistas, homófobos, supremacistas judíos, partidarios de la expulsión de los palestinos y vigilados por la policía por sus vínculos con las redes terroristas judías. Y algunos de ellos formarán parte del gobierno. En segundo lugar, la izquierda ha desaparecido del panorama político israelí.

El antiguo Partido Laborista superó por poco el umbral legal (3,25%) para tener al menos un diputado, con el 3,69% de los votos emitidos. Y su socio habitual, el laico y socialista Meretz, sólo obtuvo el 3,16% de los votos y, por primera vez en su historia, no tendrá ningún diputado.

Lo mismo ocurre con los pequeños partidos árabe-israelíes que reunían una fracción marginal de los votos de la izquierda: su dispersión –el propio jefe de Estado lo lamentó públicamente– ha favorecido el desplazamiento de la coalición gubernamental hacia la extrema derecha. Los resultados electorales lo demuestran crudamente: la historia reciente de la izquierda, y en particular del Partido Laborista en Israel, es la de un naufragio.

Después de haber sido el partido de los pioneros del Estado –David Ben Gourion, Levi Eshkol, Yigal Allon–, luego el partido de los artífices de su desarrollo, de las guerras victoriosas, pero también de la ocupación y la colonización de los territorios palestinos –Golda Meir, Shimon Peres, Isaac Rabin–, hasta el punto de gobernar el país durante casi treinta años, ahora está a punto de desaparecer de la historia parlamentaria.

Con 40 diputados en 1965 y 44 en 1992, sólo pudo salvar 4 escaños en las elecciones legislativas del 1 de noviembre. Este anunciado colapso llevó a uno de los analistas políticos del diario Haaretz, el diplomático reconvertido en politólogo Alon Pinkas, a preguntarse el pasado agosto: "¿Cómo y por qué los israelíes han dejado de votar a la izquierda?

En el discurso populista, demagógico y deliberadamente provocador de los años de Netanyahu, las élites son ‘de izquierdas'

Alon Pinkas — Exasesor de líderes laboristas

Tras señalar que en veinte años los israelíes han acudido a las urnas diez veces, Alon Pinkas, ex asesor de varios líderes laboristas, identificó varias respuestas a su pregunta. La principal, según él, está relacionada con la evolución de la identidad política de los israelíes.

"Tenemos que admitir", dijo, "el declive de la influencia y el dominio de los llamados WASP [White, Ashkenazi, Sabra, Paratrooper, es decir, blanco, asquenazi, tenaz y paracaidista, ndt] que ocupaban la mayoría de los puestos clave en defensa, inteligencia, política, pero también en la economía y la cultura.”

Relacionado con las tendencias demográficas y étnicas de la época, aceleradas por la elección en 1977 del líder del Likud, Menachem Begin, como jefe de gobierno, este declive condujo, según Alon Pinkas, a la aparición de una distinción visceral entre "judío" e "israelí". Esto fue interpretado y simplificado por uno de los asesores de Netanyahu como "Ellos son izquierdistas, nosotros somos judíos".

"En virtud de esta división", continua el politólogo, "los 'judíos' aman incondicionalmente a Israel, piensan que Israel siempre tiene razón, viven un sentido común de unidad y destino compartido, siempre desconfiarán de los árabes y odiarán al resto del mundo".

"Más recientemente", añadió Alon Pinkas, "el creciente uso por parte de Netanyahu de la terminología 'trumpista' ha completado la metamorfosis. Para el líder del Likud, la 'izquierda' ha dejado de ser una orientación política, un conjunto de valores y principios políticos, para convertirse en una especie de grupo cultural. Y los israelíes medios que solían votar a las formaciones de "izquierda" han acabado refugiándose en ese espacio desolador pero confortable llamado "el centro", donde sienten que una especie de triangulación de ideas de izquierda y derecha puede resultar atractiva."

"A esto hay que añadir, según Alon Pinkas, un creciente antielitismo de opinión. En el discurso populista, demagógico y deliberadamente provocador de los años de Netanyahu, las élites son 'de izquierdas'. El alto mando militar, el poder judicial y el sistema académico son 'de izquierdas'. Los que se oponen a la ocupación y la colonización son 'de izquierdas'. Como los que van a la ópera, leen Haaretz o no les gustan los ultraortodoxos".

Aunque el Likud ha estado en el poder durante la mayor parte de los últimos 45 años", señaló Alon Pinkas, "quienes denuncian a estas élites siguen convencidos de que controlan el país y dictan sus valores. Es decir, que la izquierda sigue mandando y que lo menos que pueden hacer es votar en contra".

El fracaso de las mayorías alternativas

Lo sorprendente, ante tal observación, es que los políticos y primeros ministros que provocaron la derrota de Netanyahu hace dieciocho meses, tras quince años en el poder, no han sido capaces de analizar esta evolución de la sociedad israelí y de proponer un verdadero programa de cambio a un electorado desorientado.

Porque si fueron capaces, con cierta habilidad, de explotar la indignación de la opinión pública ante las revelaciones sobre la codicia, la corrupción y el cinismo del primer ministro y líder del Likud, hasta llevarle a la derrota, no han sido capaces de construir una verdadera mayoría alternativa, ni de reunir una nueva coalición, que encarnara su proclamada voluntad de cambiar de política.

Sin embargo, a los tres líderes que pidieron la salida de Netanyahu –el ex general y jefe de Estado Mayor Benny Gantz; el exitoso emprendedor Naftali Bennett, ex colaborador y discípulo de "Bibi" que se convirtió en su rival; y el periodista de la televisión laica Yair Lapid, que entró en política siguiendo la estela de su padre, el líder centrista Tommy Lapid– y que lideró la campaña "por el cambio" no les faltaron activos.

Se beneficiaron del masivo rechazo popular a la personalidad del primer ministro implicado en –al menos– cuatro casos de corrupción y que, incapaz de alegar su inocencia, denunció las tramas urdidas contra él por el "Estado profundo", los magistrados, la policía, los periodistas, los intelectuales, la izquierda.

Y tenían a su disposición una preciosa herramienta para analizar la sociedad israelí, su evolución y sus constantes, más fiable que una andanada de encuestas: los resultados de las cinco elecciones legislativas que se habían celebrado en cuatro años. Estos mostraron la fuerza del rechazo al "estilo Netanyahu", pero también el peso del electorado de derechas, religioso, nacionalista y racista, favorable a la ocupación, la colonización e incluso la anexión de los territorios palestinos.

Podrían o deberían haber entendido que ese electorado demandaba un proyecto, un discurso y un nuevo tono. Como hizo Isaac Rabin en 1992, cuando ganó al Likud para imponer el proceso de Oslo, con un solo voto mayoritario para su coalición en la Knesset, tendrían que haber asumido el riesgo de "molestar" al electorado para poner fin a los años de Netanyahu y a las opciones de su coalición de derechas, apoyada por los ultraortodoxos y los colonos.

Pero Rabin pagó con su vida esa audaz estrategia tres años después. Y Bennett o Lapid, así como Gantz, no estaban obsesionados, a diferencia de Rabin hace treinta años, por un proyecto histórico que consideraban crucial para el destino de Israel.

Para Bennett y Lapid, el cambio se limitó a un cambio de personas. Es decir, un Netanyahu sin Netanyahu

Por tanto, se contentaron con gestionar el statu quo armado establecido por Netanyahu respecto a los palestinos. Es decir, continuar discretamente con la ocupación y la colonización de Cisjordania y Jerusalén Este y mantener el asedio de la Franja de Gaza, ligeramente suavizado por las transferencias regulares de fondos qataríes. Sin reanudar las negociaciones de fondo con los palestinos, pero introduciendo discretas modalidades de apoyo económico destinadas a contener las tensiones sociales en Cisjordania y manteniendo una modesta colaboración en materia de seguridad con la Autoridad Palestina, en beneficio casi exclusivo de Israel.

Y todo ello permitiendo a los colonos y a los soldados que los protegen una libertad de acción casi total en Cisjordania, especialmente para abrir fuego, donde han muerto más de 90 civiles palestinos desde principios de año –incluida, en mayo, la periodista palestino-americana Shireen Abu Akleh, asesinada en Yenín por un francotirador, sin que el ejército haya considerado oportuno abrir una investigación.

En otras palabras, para Bennett y Lapid, el cambio se limitó a un cambio de personas. Es decir, un Netanyahu sin Netanyahu. Por eso no sorprende que, en estas condiciones, en las últimas elecciones el electorado haya preferido el original a sus copias. Y que Netanyahu haya llenado el vacío dejado por el centro y la izquierda ampliando su coalición a todos aquellos que se comprometieron a apoyarle en su lucha contra una justicia que le persigue. Y eso con independencia de sus versiones del sionismo o la democracia.

Un "Estado de la Torá”

En la coalición que acaba de llegar al poder, en ese "día negro para la democracia", según Lapid, ahora líder de la oposición, tres de los cuatro partidos reunidos por Netanyahu en torno al Likud son religiosos: el Partido Sionista Religioso, el Judaísmo Unido de la Torá y el Shas.

El primero, nacida de la unión de tres formaciones de extrema derecha, está dirigido por Itamar Ben Gvir y Bezalel Smotrich. Ambos viven en asentamientos. Uno en Kiryat Arba, cerca de Hebrón, y el otro en Kedumim, cerca de Nablus.

Ambos son abogados, discípulos del difunto rabino Meir Kahane, fundador del partido racista Kach, prohibido por el gobierno israelí en 1994 en aplicación de la legislación antiterrorista. Ambos han tenido relaciones difíciles con la seguridad interior y el poder judicial. Smotrich, sospechoso de organizar manifestaciones violentas contra la evacuación de los colonos de Gaza, fue detenido por el Shin Bet en 2005 y Ben Gvir, especialista en defender a terroristas y extremistas judíos, ha sido acusado una docena de veces de incitación a la violencia. Su historial es tal que no se le ha permitido servir en el ejército.

Las otras dos formaciones son ultraortodoxas. Los votantes del Shas son mayoritariamente sefardíes y los del Judaísmo Unido de la Torá son mayoritariamente asquenazíes. Ambos partidos prohíben a las mujeres en sus listas de candidatos. Estos tres partidos suman la mitad de los escaños de la coalición de Netanyahu.

En cuanto a los ultraortodoxos, si sumamos a los diputados del Shas y del JUT los siete diputados del Likud que pertenecen a esta corriente, vemos, como ha constatado Haaretz, que más del 60% de los miembros de la nueva coalición son ultraortodoxos, cuando esa comunidad no supera el 17% de la población israelí.

Esto hace que algunos israelíes, los más alejados de la religión, teman llegar a vivir no tardando mucho en un "Estado de la Torá". “No creo que hayamos llegado a ese punto", afirma el rabino Uri Regev, presidente de una organización que defiende la libertad religiosa en Israel. “Pero estamos más cerca que nunca.”

De hecho, nunca ha habido una verdadera separación entre religión y Estado en Israel. Las cuestiones relativas al matrimonio, el divorcio, la adopción, la custodia de los hijos, la pensión alimenticia, etc., son tratadas por los tribunales rabínicos, la mayoría de los transportes públicos no funcionan en Shabat y la mayoría de los negocios están cerrados ese día.

Y a los que les preocupa la evolución hacia un Estado de la Torá no les tranquiliza la situación de dependencia en la que se ha colocado el primer ministro al convertir a los religiosos en los principales socios de su coalición.

Ben Gvir reclama la cartera de seguridad pública, es decir, el derecho de vida y muerte sobre los palestinos que desea expulsar para anexionar la mayor parte de Cisjordania

Con 64 diputados (de 120), Netanyahu tiene mayoría absoluta en la Knesset. Pero esto no le protege de la presión –o incluso del chantaje– que pueden ejercer sobre él sus aliados religiosos o extremistas recordándole, llegado el momento, que el apoyo que espera de ellos tiene un precio.

Por supuesto, Ben Gvir está dispuesto a defender una ley que daría a la Knesset el poder de imponer sus decisiones al Tribunal Supremo –lo que pondría al primer ministro fuera del alcance de los jueces–, pero exige a cambio la cartera de seguridad pública, es decir, luz verde para las actividades de sus amigos colonos extremistas y el derecho de vida y muerte sobre los palestinos que desea expulsar para anexionar la mayor parte de Cisjordania. Y también quiere que a su partido se le asignen los ministerios de agricultura y transporte.

En cuanto a Bezalel Smotrich, que está dispuesto a apoyar el proyecto para reducir los poderes del Tribunal Supremo, exige a cambio un puesto –Defensa, Finanzas, Agricultura, Educación...– que le permitiría promover sus ideas supremacistas, "legalizar" una buena parte de los "puestos avanzados" de asentamiento creados por sus amigos de la "Juventud de las Colinas" y luchar contra las "construcciones ilegales" de los palestinos.

Los rabinos de extrema derecha que le apoyan han difundido un documento en el que insisten en que debe obtener la cartera de Defensa para "reforzar la seguridad del Estado de Israel, apoyar al ejército, impedir la creación de un Estado palestino y proteger los asentamientos en Judea-Samaria" (Cisjordania, en la jerga de los colonos).

Como de costumbre, los ultraortodoxos exigen ministerios que les permitan preservar y desarrollar los intereses de sus comunidades. Los sefardíes del Shas, con sus once miembros, aspiran a cuatro carteras ministeriales. Ya han reclamado los ministerios de Hacienda y de Servicios Religiosos, a cambio de su participación en la coalición y su apoyo a una reforma que limite la autoridad del Tribunal Supremo .

Los asquenazíes del JUT quieren la cartera de construcción y vivienda y la presidencia de la influyente Comisión de Finanzas de la Knesset.

La amenaza de la justicia internacional

Entre la obligación de no debilitar la coalición que acaba de darle la victoria, la necesidad de tener en cuenta las diversas rivalidades y susceptibilidades, la preocupación por no irritar o poner en aprietos al aliado y protector americano con inconvenientes bandazos ideológicos o alianzas consideradas imprudentes en Washington, Netanyahu tiene mucho que hacer estos días. Sin embargo, se equivocaría si dejara de lado dos cuestiones que podrían poner a su gobierno en rumbo de colisión con el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya (TIJ).

La primera, la reforma del poder judicial, que le interesa por razones obvias, puede resultar peligrosa, porque si este proyecto se lleva a cabo, la independencia y la credibilidad de la justicia israelí, es decir, también su reputación internacional, se verán seriamente cuestionadas a los ojos de juristas y diplomáticos. Aunque los dirigentes israelíes llevan tiempo denunciando que la justicia internacional es "parcial", esta pérdida de credibilidad sería, según algunos juristas, una "catástrofe diplomática" para el gobierno israelí.

La otra cuestión es el desarrollo de los asentamientos, la congelación simultánea de las negociaciones de paz y el rechazo del proyecto de Estado palestino, una estrategia adoptada por el Likud de Netanyahu y el resto de componentes de la nueva coalición que el TIJ podría denunciar en un informe que está preparando. También en este caso, Israel puede atenerse a su habitual actitud de ignorancia y desprecio impune.

Pero los palestinos, reforzados por la votación en la ONU, el 11 de noviembre, de una nueva resolución de condena de las violaciones de los derechos humanos en los territorios ocupados, podrían aprovechar el clima de incertidumbre creado por el extremismo deliberado de la nueva coalición israelí para intentar, una vez más, tomar como testigo a la comunidad internacional. Si todavía hay tiempo antes de que el nuevo gobierno israelí que planea expulsarlos de su tierra haya logrado su otro objetivo: expulsarlos también de la historia.

 

Traducción de Miguel López

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