Viktor Bout, el peón mafioso cuyos movimientos preocupan al Kremlin

Viktor Bout en 2010 durante su detención en Bangkok, Tailandia.

Antoine Perraud (Mediapart)

Cuando el jueves 8 de diciembre el traficante de armas ruso Viktor Bout estaba a punto de ser canjeado por la jugadora de baloncesto estadounidense Brittney Griner, el embajador ruso en Washington, Anatoly Antonov, quiso presentarle sus respetos en la cárcel de Estados Unidos donde se hallaba cumpliendo condena.

En un mensaje de vídeo, el alto diplomático criticó las "fuertes presiones físicas y morales" que sufría el insigne prisionero. "Ha soportado esto con dignidad", elogió el embajador, y añadió: "Estoy sinceramente encantado de que los esfuerzos de Rusia por conseguir su liberación hayan tenido finalmente éxito".

Los aficionados a las conspiraciones tienen mucho trabajo por delante: ¿y si la invasión de Ucrania por Putin sólo se desencadenó para recuperar a Viktor Bout?

La sobreinterpretación delirante de estos hechos es tentadora: el Kremlin ha hecho todo lo posible para liberar a un traficante de armas fuera de la ley. Resulta ser una metáfora del sistema –un mafioso convertido en criminal de guerra– en el que se apoya el corrupto y corruptor Vladímir Vladimirovich Putin.

En efecto, Viktor Bout nació a tiempo –en 1967– para beneficiarse de una educación soviética bien hecha. Supo aprovecharse de ella, en el sentido sonoro y a trompicones del término, en cuanto cayó la URSS, y se regodeó en sus trampas.

Nació en Tayikistán. Pero ya el misterio se va espesando, como corresponde a personajes en la sombra que han forjado su leyenda: ¿no fue más bien en Turkmenistán (como él mismo declaró en una emisora de radio moscovita), o incluso en... Ucrania (según un informe de los servicios secretos sudafricanos)?

Su arte de hacer malabarismos con pasaportes y seudónimos no fue tarea de sus biógrafos, Douglas Farah y Stephen Braun, autores de una investigación publicada al otro lado del Atlántico en 2007 y no traducida al francés: Merchant of Death. Y subtitulado: Dinero, armas, aviones y el hombre que hace posible la guerra.

Diplomado por el Instituto Militar de Lenguas Extranjeras de Moscú, nido de futuros espías por excelencia, se dice que Viktor Bout maneja entre media y una docena de idiomas, según ha publicado la prensa de todo el mundo. Además de ruso, se dice que habla inglés, francés, portugués (algunos añaden alemán y español), uzbeko (el turco, curiosamente, no aparece), e incluso farsi y urdu, a los que se añaden varias lenguas bantúes, entre ellas el zulú y el xhosa...

Al parecer, se le encontró trabajando como traductor en Angola a finales de la década de 1980, lo que desmiente un informe del servicio secreto británico, habitualmente bien informado, según el cual estaba destinado entonces en Roma trabajando para el KGB.

Pollos congelados

Agente secreto o no, Viktor Bout se forró por su cuenta cuando se hundió la URSS. Mientras la flota aérea del Ejército Rojo se queda en tierra por falta de directrices, dinero, combustible, personal y piezas de repuesto, nuestro hombre emerge del desastre como un eficaz e inmoral vendedor sin escrúpulos. Tiene 25 años, el cielo es el límite.

También en este caso las opiniones difieren. Se dice que compró tres Antonov por 120.000 dólares y empezó a cargarlos en Dinamarca y África. En absoluto, dicen sus antiguos colaboradores: los pesados relojes de cuco se los dio el GRU (la Dirección General de Inteligencia Militar) a cambio de servicios y futuras misiones.

Pero Bout sigue mezclando géneros, transportando cargamentos híbridos, legales e ilegales, consistentes, por ejemplo, en pollos congelados a los que se añaden armas y municiones sacadas de los arsenales de Leningrado a Vladivostok: basta con sobornar al personal militar, dispuesto a venderse al mejor postor.

Viktor Bout recoge así un trozo de la espada soviética. Aquí está, haciendo un seguimiento de los suministros de los antiguos clientes oficiales y sobre todo oficiosos del Kremlin, es decir, dictaduras y guerrillas en Sudamérica, África y Asia. "Tenía la mejor red logística del mundo", declaró a los autores de Mercader de la muerte Lee Wolosky, antiguo miembro del Consejo de Seguridad Nacional en Washington, que siguió la pista de Viktor Bout desde finales de los años noventa.

En diez años, el pequeño traficante se ha convertido en un gran comerciante: unos cincuenta aviones y una empresa con sede en Charjah, el lugar más discreto de los Emiratos Árabes Unidos. Desde allí, entrega todo el armamento con el que un papa puede bendecir a las guerrillas de todo el planeta. Se dedica al trueque, cambiando sus máquinas de la muerte por diamantes, minerales e incluso maderas preciosas.

De Sudán a Colombia, pasando por Sierra Leona (y sus terribles niños soldado), Bout suministra AK-47 y otros fusiles de asalto a todos los posibles conflictos regionales, que él garantiza. Y ello, a pesar de las sanciones internacionales, que rompe en un santiamén. Auténtico vendedor del Apocalipsis, nada escapa a su catálogo: Kalashnikovs, lanzacohetes RPG, tanques, misiles, helicópteros de combate...

El doble juego es algo natural para él. Arma a los opositores de Mobutu en Zaire, mientras exilia al dictador in extremis cuando sus clientes toman el poder. Lo mismo ocurre en Afganistán, donde suministra al comandante Massoud, el león laico y democrático de la provincia de Panshir, mientras abastece a los oscuros talibanes.

En 2004, su lado yo-estoy-en-todas-partes iba a ser su perdición. Washington descubrió, a través de una filtración en la prensa británica, que Viktor Bout, rastreado por sus servicios secretos, suministraba, directamente o a través de subcontratistas –¡gracias a un contrato de 60 millones de dólares!– a las fuerzas estadounidenses que debían reconstruir Irak tras la desastrosa segunda Guerra del Golfo de 2003. Es la red inevitable de un traficante de armas, que se preocupa de mezclar las acciones humanitarias con sus negocios, siempre esta mezcla de géneros que le proporciona una cobertura útil.

El escándalo es inmenso. En 2005, Lord of War, de Andrew Niccol, se basó en gran medida en el personaje y la vida de Viktor Bout para el personaje de Yuri Orlov interpretado por Nicolas Cage. He aquí al enemigo público número uno –después de Bin Laden, al fin y al cabo– burlándose de las autoridades y convertido en icono de la cultura popular.

En 2003, recibió a un reportero de The New York Times en el vestíbulo de un hotel de Moscú mostrándole el interior de su chaqueta, como dispuesto a ser cacheado: "¡Ya ve, no tengo armas!". A continuación, negó con nervios de acero que fuera traficante de armas, mientras que un amigo tejano de origen sirio, Richard Chichakli, lo describía al entrevistador como "vegetariano" y "ecologista", ¡cuya principal lucha es combatir la deforestación y los estragos de la lluvia ácida!

Viktor Bout siempre se ha presentado como un "simple hombre de negocios" víctima de una rusofobia occidental a ultranza: "Nadie soporta que un ruso tenga éxito". Bout, que ha eludido todas las leyes y órdenes de detención, que ha burlado las fronteras durante casi 15 años, cayó en una trampa en Bangkok en 2008, tendida por agentes estadounidenses de la DEA (Drug Enforcement Administration) que se hacían pasar por patrocinadores de la guerrilla colombiana.

Dos años después, en 2010, Viktor Bout fue extraditado: "Una victoria para el Estado de Derecho en todo el mundo", se regocijó el Fiscal General de Estados Unidos, Eric Holder. Bout fue juzgado, declarado culpable de tráfico de armas y condenado en 2011 a 25 años de prisión. Se defiende como buen diablo: "Nunca tuve intención de matar a nadie, nunca tuve intención de vender armas a nadie, Dios sabe la verdad".

José Stalin y un gatito

La humillación es amarga para el Kremlin, que nunca abandona a sus seguidores, asegurándose así la lealtad de los pilares del sistema. Sergei Lavrov, el inamovible ministro de Asuntos Exteriores de Vladímir Putin, dice alto y claro que Rusia hará todo lo posible por repatriar a este honrado ciudadano de la Federación, víctima de la injusticia sistémica estadounidense.

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Mientras el documentalista ruso-estadounidense Maxim Pozdorovkin, fascinado por su tema, realizaba un documental crítico en 2014, The Notorious Mr. Bout, un plumilla servil al Kremlin, Alexander Gassiouk, publicaba en 2021 una hagiografía de Viktor Bout con prólogo de su afligida esposa.

Esta última, Alla Bout, prologó también el catálogo de una exposición que el Parlamento ruso acoge desde mediados de noviembre de 2022. Se trata nada menos que de una presentación de obras de arte creadas en prisión por Viktor Bout. Guardaba una fotografía de Vladímir Putin en la cárcel, pero también un retrato de Joseph Stalin y un gatito, siempre esta mezcla de géneros que se le pega.

A sus 55 años, el extraño Sr. Bout quizá no haya dicho su última palabra. Y, sobre todo, no ha cometido su último acto, mientras Rusia, carente del armamento adecuado, se entretiene en Ucrania.

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