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Historias de las Comisiones Obreras: 'El aprendiz'

Portada de 'Conciencia de clase. Historias de las Comisiones Obreras'.

Manuel Rivas

infoLibre publica un adelanto del libro Conciencia de clase. Historias de las Comisiones Obreras (Catarata, 2020), una obra colectiva firmada por autores como Elvira Lindo, Manuel Rivas, Benjamín Prado, Isaac Rosa, Unai Sordo y Mayka Muñoz, entre otros. Hemos seleccionado el capítulo El aprendiz, escrito por Manuel Rivas, quien rinde homenaje al sindicalista y comunista Luís González López, uno de los fundadores de Comisiones Obreras en Galicia.

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'El aprendiz', por Manuel Rivas

A Luís Ferreiro

Me iba a la montaña, a Ancares, a trabajar ocho meses. Éramos una cuadrilla de cinco aprendices, al mando del maestro cantero Silva. No se me olvidará nunca la primera lección: “Nosotros no trabajábamos de sol a sol, sino de estrella a estrella”.—Vais a andar por el mundo, pero a ver cómo andáis. La palabra de un hombre vale más que la palabra de un notario. A mi padre le vendría bien el apodo de Silencio, así que aquello era mucho decir.En la víspera, antes de marchar, estábamos al calor de la lumbre y mi padre dijo de repente:

De camino, se hizo noche. Encontramos aposento en una taberna. Comimos tocino y cachelos. Y dormimos en un alpendre, sobre la paja. Me desperté muy dolorido. Le dije al jefe Silva que tenía un dolor insoportable en la espalda. Era un buen tipo, pero con estas debilidades se enfadaba mucho. Y maldecía. Soltaba unos extraños juramentos.

—¡Me cago en la ley de la gravedad! —dijo esta vez— ¿Dónde? ¿Dónde te duele?

Señalé la parte de los riñones, sin atreverme a tocar. Algo se había quebrado en el esqueleto. Y fue él, Silva, me levantó la camisa y soltó otro juramento, pero en tono muy distinto:

—¡Me cago en el puente sobre el río Kwai!

—¡Mirad! —dijo, jocoso— ¡Durmió encima de la paleta! Era tanto el sueño que ni me había quitado las herramientas sujetas al cinto.

Era una casa de labranza. Una casa grande. La casa de la Arribada. Yo tenía quince años. Y lo primero que vi fue a aquella muchacha. Mis compañeros salían los domingos a la tarde, a husmear por ahí. “¡Vamos a ver si hay truchas!”, decía el más pícaro. Yo tenía otra costumbre. Lavaba la ropa y cosía remiendos. La muchacha andaba por allí llevando cosas. Un cesto, una herrada, una brazada de hierba, un cubo de cinc, un cordero, un escobón de retama. Un cuerpo que iba y venía, cambiando de formas, giratorio, con aspas, moviendo bultos de luz y sombra. Coincidimos al tender la ropa lavada y al colocar las piezas blancas al clareo sobre la hierba. Imité sus movimientos. Y ella imitó los míos. Y después de reír, cada uno a su manera, de rodillas, conteniendo risas, como quien trata de atrapar saltamontes, nos miramos. De repente, en silencio, compartíamos una sonrisa desconocida. Olía como el heno y se iba haciendo antigua con cada latido.

Oímos la voz del padre. Emilio, el señor Emilio, era un hombre tranquilo, muy corpulento. Quizás por eso, por su arquitectura de piedra, sentía que me trataba con confianza. Me miraba desde lo alto, pero su voz estaba a la altura de sus manos. Eso es algo que también aprendí de cantero, el trabajar las palabras al tacto, sopesarlas. A mayor peso, con mayor tiento. Empujarlas con las yemas de los dedos.

Justo era lo que quería el señor Emilio. Que le ayudase a mover una gran piedra. Él estaba con la labor de ganarle terreno al monte para ampliar la era. No, su voz no era una voz de mando. Dijo: “¡Por favor, neno!”. Yo era, aproximadamente, un tercio, bueno, la mitad del señor Emilio. Que me pidiese ayuda, por favor, me hizo sentir como un igual. De alguna forma, lo entendí como una licencia para sonreír. A Luz Divina, al mundo, a la piedra. Lo recuerdo bien. Claro que lo recuerdo bien. Ya nunca más dejé de sonreír.

—¿Cuándo es la maja del centeno?

—No, no es por la maja —dijo él, con tono divertido—. ¡Es para bailar!

Me miró y me guiñó un ojo:

—Tal como está ahora, no tiene vuelo para un buen pasodoble.

Me puse a la tarea mano a mano con el padre de Luz Divina. Me parecía estar oyendo la música. La muchacha y yo girábamos en una órbita que unía y estrechaba nuestros cuerpos. La roca era grande, pero con una forma cúbica que la hacía manejable. Cedió al impulso de la palanca y se dejó acostar, dócil, sobre los rodillos de madera. Silva nos había contado un día la historia de un pionero de la aviación que era gallego, y que un día, sobrevolando el Pico Sacro, perdió por un momento el control de aeroplano y gritó a la cima de la montaña: “¡Aparta, roca, que te rompo!”. Silva nos dejaba reír, pero luego la historia tenía su moraleja: “Con las piedras, no vale ser bravucón”. Y añadía: “Ni confiado”. El señor Emilio me miraba maravillado. Yo, el muchacho, estaba moviendo y guiando aquella mole sin apenas tocarla.

Me engañó. No era dócil. La piedra hizo un extraño giro y yo le regañé como el aviador a la montaña: “Pero, ¿tú adónde vas?”. La mano llegó tarde al rodillo. Había tenido golpes y magulladuras, pero nunca un dolor así. Perdí el sentido. Cuando desperté, ella me estaba vendando el pulgar con una tela suavísima y blanca como la gasa.

—Son telarañas de la techumbre del molino —dijo Luz Divina—. ¡Ya verás cómo te calman!

Le sonreí.

—Vas a perder la uña, pero, al menos, salvarás el dedo —dijo el padre.

También a él le sonreí. Era un dolor insoportable. Salía del pulgar, circulaba por todo el cuerpo y volvía al pulgar. Cuando me llevaban a la sala de tortura, iba pensando: “Si hay que morir, pues se muere. Pero ni una palabra de más, ¿me oyes?, ni una palabra”. Parece increíble, pero cuando llegué a esa conclusión me sentí mejor. Yo hice un pacto con el pensamiento: “No puedes dar explicaciones. Ninguna. Dar una explicación, aunque no delates, es dejar un resquicio. Una palabra lleva a otra”. Esconderlas dentro del cuerpo. Eso es lo que pensé. Esconder todas las palabras. Detrás de cada hematoma, detrás del dolor, donde más duele el dolor. Y así iba haciendo soportable lo insoportable.

Una de las veces, al llevarme al calabozo, hicieron que me cruzase con mi hermano. Fue una visión fugaz, pero suficiente para ver cómo los golpes nos habían tallado más parecidos.

Je ne sais rien de tu! —murmuré sin mirarlo.

Mois non plus! —oí que respondía él.

Sonreí con esa puta sonrisa que andaba a su aire y el comisario Paradela me dio un golpe una nuca. Un mal golpe, de los que llevan plusvalía de rabia.

—¿Qué le has dicho? ¿Qué te ha dicho él?

Me acordé de la primera vez que había oído hablar a Silva con otro maestro, un vasco llamado Azcona, en el “latín de los canteros”. También le dicen “verbo das arginas”. Se reían con picardía. Compartían todo. La comida, el vino, si lo había. Pero no sus secretos. Y yo daría todo a cambio por entenderlos. Cambiaría mi parte de los víveres por un lote de palabras. Azcona se dio cuenta de que estaba a la escucha, frustrado, mientras los otros aprendices comían. Me dijo algo que entonces me resultó extraño:

—Escucha, chaval. La gente piensa que las lenguas son para entenderse, pero más bien es al contrario. Las lenguas también sirven para que no te entiendan.

—¿Qué le has dicho?

—¡Una bendición!

—Eso era francés, ¿no? En francés no se bendice.

“Ni una palabra más —pensé—. Llévalas a los testículos. Se cebaron. Una patada que hizo añicos todo lo que me quedaba de frágil en el cuerpo. El pobre ajuar, los vidrios, la vajilla y el espejo. Aquella patada rompió el espejo. Casi no puedes andar. Envíalas allí, a curar tanta humillación. A la tierra quemada. Al amor propio. Si ellos supieran el daño que hacen las amenazas, los insultos, no perderían el tiempo con los puños de acero y los tormentos. Estarían ahí azotándote con fustas de palabras estriadas, aserrándote con los dientes oxidados del ultraje, ahogándote con el zurro y las heces del escarnio, despellejándote con eufemismos. Sin necesidad de tocarte un dedo, te dejarían en nada. Si dijesen, por ejemplo: ‘¡Ya no eres hombre, Ferreiro! ¡No vas a follar en la puta vida!’, pues yo me lo creería. Lloraría”. Noto que sí. Que estoy a punto de llorar. Sonrío.

—¡Era latín!

—¿Latín? No me jodas, Ferreiro. Pues dime, aunque sea en latín, dónde está la puta máquina.

“¿Lo ves? Mejor no abrir la boca. Usar las palabras en misión sanitaria, cuerpo adentro”. Había una agrupación de insurgentes en las grutas de las encías. Se deslizaron boca adentro, por los acantilados, y ahora están reparando con urgencia en la parte más dañada, la del amor propio.

Perdí la uña y volvió a nacer. No sé si me curaron el dedo las telarañas, algodonadas por el polvo de harina, con las que me vendaba Luz Divina, pero puedo decir que el tiempo en que cicatrizó esa herida fue lo más parecido que encontré a la felicidad. Y el dedo está rehecho con esas vendas, cosquillea cuando recuerdo. Si existía el destino, el mío sería Donís. ¿Qué más podía querer? Y esa era la pregunta contrariada que asomaba en la mirada de quienes me despidieron. Llorar no lloramos, pero había una protesta en los ojos. ¿Por qué marché? Tenía quince años y me inquietaba la felicidad, el desasosiego de haber ido a parar tan pronto a un paraíso. Después de aprender el oficio, marché a Francia a trabajar en la construcción. Allí volví a ser aprendiz. Desde niño sentía la rebeldía ante la injusticia. Vi nacer a algunos de mis hermanos sin nadie que ayudara a mi madre. Solo mi padre, sus manos enormes haciendo el nudo del ombligo a la criatura. Mi propia infancia como pastor de vacas, con hambre de ir a la escuela y aprender. No me sentía triste, pero sí rebelde. Fue la rebeldía lo que me liberó de la tristeza. Y en Francia, con los exiliados, con gente que había luchado en la resistencia, aprendí a darle forma. A hacerla eficaz. Junto con mi compañero, volví como clandestino a Galicia. Tenía una misión. Iba a ser el encargado de “la máquina”. Hoy puedo decirlo. Pero entonces era el mayor secreto. Ni hablando solo podía hablar de “la máquina”. La tiranía se había apropiado del lenguaje. Las palabras que no se habían domesticado castañeteaban de miedo, vivían en voz baja o en silencio. Había que contrarrestar todo eso con palabras liberadas. Y ese era el trabajo de “la máquina”.

Me llevaron a un despacho. Era un hombre de pelo blanco, de porte elegante. Ordenó que me dejasen solo con él. Y Paradela me soltó del brazo, con cuidado, temeroso quizás de que me derrumbase como una piltrafa, tanto tiempo diciéndome que era una piltrafa. Paradela llevaba siempre un traje negro con rayas blancas y un chaleco con reloj de cadena. Más que un detective, parecía un gánster. “Si salgo de esta, se lo diré algún día”, pensé. O no. Tal vez se sienta orgulloso. Nunca se sabe con un social. El jefe tenía más estilo. Podía ser director de un banco o de un periódico.

Me ofreció un cigarrillo.

—No fumo, gracias.

—Es usted un hombre disciplinado, claro —dijo con algo de sorna.

—Simplemente, no me gusta.

—Todos los placeres tienen un riesgo. Por ejemplo, me han dicho que usted sonríe cuando… le aprietan.

—Es un tic. No puedo evitarlo. Y no es que me aprieten. Sus hombres me están torturando.

Estaba haciéndose el bueno, el civilizado. Así que decidí desplazar una agrupación de palabras justo a la boca:

—Me han atado de pies y manos a una mesa, me han golpeado como a un saco, me han intentado ahogar, me han hecho quemaduras en los pechos, me han reventado los testículos…

No pareció alterarse por la acusación. Pero me sorprendió lo que dijo.

—¡Son unos bestias! No saben cómo tratar a la gente. ¿Has comido hoy? Voy a pedir algo de comida…

Descolgó el teléfono, pero volvió a colgarlo.

—¿Sabes? ¡Son unos brutos! Yo les explico que el trabajo de información es otra cosa, pero no saben. Deberían tener otro empleo. ¿Así que te han tratado mal?

Decidí retirar la agrupación de palabras.

No iba a darle cháchara.

—Escucha, ¡diles algo! A veces, hay que rendirse a la evidencia. Si no tienen nada, se ponen cada vez más violentos. No hay quien los pare. Dales una pista, una liebre, algo para que se contenten y se entretengan. O, mejor aún, diles dónde está la máquina. ¡Una máquina no es más que una máquina, hombre! ¿Dónde está la máquina, Ferreiro?

Una bandada de palabras voló hacia el pensamiento. Tenía que prepararme para lo peor.

—¿Qué, no dices nada? Tú y yo podemos llegar a un acuerdo.

Se puso en pie. De espaldas a mí, miraba por un ventanal hacia el puerto. Después de unos minutos, se volvió y llamó por teléfono.

—¿Paradela?

Estaban los tres más crueles en la sala de tortura. Además de Paradela, Zunzu y otro que tenía de apodo Gitano. Aparentaban tranquilidad. Ya no parecían impacientes por pegarme. Había una silla en el centro de la sala, bajo un foco de luz. Paradela me hizo una seña para que me sentase.

—Escúchame, Ferreiro —dijo—. No vas a salir de aquí como un héroe. Vas a salir hecho una mierda. Hemos hecho correr la voz de que has cantado. Así que ya no importa lo que digas. Lo que queríamos era destruirte. Estás fuera de juego. Nos dices dónde está la máquina y asunto zanjado. Hemos hablado con el juez. Unos días de visita en el trullo y ya está. Tú eres listo, Ferreiro. Cabezón, pero listo. Y eres valiente. Me jode decirlo, pero es así. También nosotros somos cabezones, más que tú. Y tenemos mucha experiencia con los valientes. Hay una línea, ¿sabes? —Me clavó el índice en la frente, entre ceja y ceja.

—Es la línea de flotación del valiente. Está aquí, a esta altura, un poco más adentro o un poco más afuera.

Había encendido uno de sus puros. Dejó que se desprendiese la primera ceniza y quedó bien a la vista una brasa cónica. Pensé que me volvería a quemar. No pude evitar un parpadeo. Lo disimulé con una tos, como si me molestase el humo.

—¡Tiene un buen tiro! —dijo, después de dar otra calada—. Ya no va a haber más quemaduras, Ferreiro. Nos dices dónde está la máquina y en paz.

—No sé de qué máquina me habla.

Esperaba una tanda de golpes y que se rompiese lo que estaba en su sitio. Todavía podía oír por el oído derecho. Podía entrever por los párpados hinchados. Tenía aplastada la nariz, como muchos boxeadores, pero seguía ahí. Y la lengua. Todavía no me habían metido el cable de la picana en la lengua. Todavía no se habían caído las vigas del cielo.

Paradela llamó a un guardia:

—¡Llévalo al calabozo!

No sabía qué pensar. El guardia que me llevó era el único que no me empujaba ni amenazaba. Al contrario, me dio una manta:

—Hoy va a hacer frío.

Pero antes de marchar, me miró fijamente y preguntó:

—Oye, ¿esa máquina existe?

—¿Qué maquina?

Escupió y se alejó.

Tenía que intentar dormir. No sabía si era día o noche. No sabía cuántas horas habían pasado desde la detención. Pero apenas había dormido. Me acurruqué, cubierto con la manta, y me puse a masajearme la cabeza. Sentía que rozaba las palabras. Fue entonces cuando oí la voz de mi madre. No, no era una pesadilla. La oía por un altavoz. Me hablaba en gallego. ¡Qué cabrones! Ese golpe sí que no me lo esperaba. Gritaba, le hacían gritar: —¡Dilles onde está a máquina, home! —Me tapé los oídos. Pasó un tiempo, y allí seguía la voz—. ¡Dille onde está a máquina, que te van matar, home!

Tuve un presentimiento. Las palabras. Las palabras me avisaron. Era una grabación y no era mi madre. Alguien la imitaba. Mi madre nunca me llamaría home. Yo siempre sería neno.

Me volvieron a subir a la sala de tortura.

—¿No vas a hacerle caso a tu madre? —preguntó Paradela.

No dije nada.

—Parece que no le importa lo que diga su madre, pero sí que le importa. ¿No veis la línea de flotación, cómo tiembla?

Pasó un tiempo, todos a mirarme la línea de flotación, hasta que el Chungo dijo:

—¡Estoy hasta los cojones de tanto experimento! Se está riendo de nosotros, ¿no veis cómo se ríe?

—Es un tic que tiene —dijo Paradela.

—¡Pues le voy a curar el tic!

—¡Por mí, dale!

Me sujetaron las manos a unos torniquetes. Iban clavando alfileres en las hendiduras de las uñas. Hasta que llegaron al pulgar. Primero un alfiler, luego otro. El Chungo, enfurecido, hurgó con una astilla de madera. Pero yo ya no sentía nada.

Todo el dolor era un recuerdo del dolor.

Sonreí.

Luís González López fue uno de los fundadores de Comisiones Obreras de Galicia. Nacido en 1939, es más conocido como 'Ferreiro', su nombre clandestino en la resistencia al franquismo. Con muchas adversidades, y con compromiso comunista, ha dedicado su vida a la lucha por la democracia y la libertad solidaria.

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