Ideas Propias

Los laboratorios judiciales

Ideas Propias Martín Pallín

Desde el momento en que la Organización Mundial de la Salud, el día 11 de marzo de 2020, declaró el estado de pandemia ya se contemplaba la necesidad de adoptar medidas drásticas en materia de aislamiento o confinamiento, tal como aconsejaban todos los organismos científicos especializados. El confinamiento domiciliario inicial, los confinamientos perimetrales o nocturnos de ciudades o zonas, las restricciones en la ocupación de los lugares de hostelería u ocio, se presentaban como medidas de urgencia para atajar el ritmo de contagios y fallecimientos de una primera ola de consecuencias dramáticas. Irremediablemente, estas medidas afectan a derechos humanos fundamentales como la libertad de circulación, reunión o manifestación.

Además, produjeron efectos emocionales sobre las personas, principalmente las más desvalidas, al verse privadas de sus relaciones familiares, afectivas o de contacto social. Por extensión también impactaron sobre la economía, al tener que ordenar el cierre de todos aquellos centros de producción que no tuviesen el carácter de esencial. Los grandes textos internacionales de Derechos Humanos (Declaración Universal de Derechos Humanos, Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales 1950 y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos) contemplan la posibilidad de limitar algunos derechos fundamentales en aras de otros bienes supra individuales y colectivos, como el derecho a la salud y la vida comunitaria.

Después de diversas vicisitudes, ante la decidida opción de dar por finalizado el estado de alarma, el Gobierno decide, en este caso por Real decreto-ley 8/2021 de 4 de mayo, adoptar medidas urgentes en el orden sanitario, social y jurisdiccional que deberían aplicarse a la finalización de su vigencia. Creo que los autores de esta norma no han medido bien las consecuencias políticas, jurídicas y constitucionales que ponen en marcha al judicializar, preventivamente, las medidas que puedan adoptar las comunidades autónomas para hacer frente a las específicas situaciones sanitarias de sus respectivos territorios.

Les debió servir de advertencia el inusitado y esperpéntico aldabonazo del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, acordando la apertura de la hostelería en aquellas zonas con una incidencia de más de 500 contagios por 100.000 habitantes. Sin otro argumento que su propio voluntarismo y con preocupantes signos de populismo, declaró que la medida era desproporcionada y carecía de justificación. La decisión era a todas luces arbitraria ya que no se fundó en criterios científicos que desmontasen los utilizados por el Gobierno vasco para acordar el cierre.

Siempre me he mostrado reticente al intervencionismo judicial, salvo excepciones individuales, para corregir o apoyar las medidas que los organismos encargados de velar por la salud pública general puedan adoptar sobre una materia que, en términos jurisdiccionales, les es totalmente ajena. Los científicos han llegado a la conclusión de que existen unas pocas certezas y muchas dudas sobre la forma de afrontar esta grave crisis sanitaria. Parece que algunos jueces sólo tienen certezas. Se pronuncian, en un sentido o en otro, invadiendo terrenos reservados a la ciencia, sobre la legalidad o ilegalidad de las medidas que puedan adoptarse.

Ante el desconcierto general que se está produciendo en estos momentos, debido a la movediza e insegura decisión de los organismos judiciales sobre confinamientos nocturnos o cierres perimetrales, es de justicia reconocer que el intervencionismo judicial se lo ha otorgado de manera innecesaria, temeraria e injustificada el Real Decreto-Ley mencionado, en el que se abordan varias cuestiones sin duda acuciantes para determinadas personas y sectores. En un escueto texto, se modifica el art. 122 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa concediendo a las Salas de lo Contencioso-Administrativo de los Tribunales Superiores de Justicia como una especie del nihil obstat canónico, atribuyéndoles la facultad de otorgar su beneplácito o desautorizar, las medidas que aconsejan los datos estadísticos sobre la evolución de la pandemia. Es decir, los convierten en una especie de Congregación para la Propagación de la Fe, en este caso de la pandemia.

La decisión no puede ser más desafortunada. Seguramente sus redactores no tuvieron su mejor día o lo que es peor, no supieron valorar las consecuencias del dislate constitucional en el que estaban incurriendo al condicionar o someter a autorización previa unas medidas exigidas por los organismos científicos internacionales. La justificación de las decisiones judiciales que se oponen a estas restricciones no pueden ser más aleatorias, ambiguas y caprichosas. En general se alega que las medidas adoptadas por las autoridades sanitarias no están suficientemente justificadas según sus peculiares criterios. Además las consideran inadecuadas, innecesarias y desproporcionadas. Las razones científicas esgrimidas brillan por su ausencia o resultan incoherentes o absurdas.

Se supone que los organismos gubernativos encargados de velar, en circunstancias tan dramáticas, por la salud general actúan de conformidad con lo dispuesto en el art. 129 de la Ley 39/2015 de 1 de octubre de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, y en particular ajustándose a los criterios de eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia. En todo caso, se ajustan a criterios científicos que pueden ser cuestionados pero no anulados.

El Tribunal Constitucional ha avalado de manera reiterada la adopción de medidas con impacto social en situaciones excepcionales y de urgente necesidad. Dicho aval demanda la concurrencia material de una motivación explícita y razonada de la necesidad y también formal, vinculada con la urgencia que impide acudir a la tramitación ordinaria de los textos normativos. No sabemos cuál sería su actitud a la vista de su sentencia sobre el estado de excepción en los momentos presentes.

Esperanzadoramente, el presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, ante esta anómala modificación del orden de los factores que permiten la actuación del Poder Judicial para corregir a las Administraciones públicas, manifestó rotundamente que no era función de los jueces controlar unas medidas que solamente podían tener efecto, por supuesto siempre evolutivo y cambiante, en el ámbito de los organismos científicos nacionales e internacionales.

Estas manifestaciones parece que no afectaron a muchos organismos judiciales. Pensaron que debían cumplir estrictamente la Ley y surgieron a borbotones resoluciones judiciales que sembraron el desconcierto entre los ciudadanos con la consiguiente desconfianza y degradación del prestigio del Poder Judicial. No podemos seguir contemplando impasibles cómo se produce este caprichoso e injustificado baile de decisiones. Varias asociaciones judiciales ya se han pronunciado críticamente ante lo que constituye un absoluto despropósito jurídico y constitucional.

Por ejemplo, el portavoz de la Asociación judicial Francisco de Vitoria ha manifestado, y lo suscribo, "que al sistema judicial le corresponde la resolución de conflictos, pero ahora nos hemos convertido en una herramienta para tomar decisiones que le corresponde al Poder Ejecutivo". Con más reticencias, el portavoz de la Asociación Profesional de la Magistratura cree que "es pronto para hacer un diagnóstico aunque a priori el problema que veo es que van a existir diferencias entre territorios en cuanto a las medidas restrictivas y también en cuanto a los criterios en los Tribunales Superiores".

Nadie entiende la discrepancia de criterios. Es innegable que el virus tiene los mismos componentes y la misma peligrosidad y rapidez de contagio en todo el territorio nacional y en el mundo. Afortunadamente, la Sección Primera de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Aragón ha suscitado ante el Tribunal Constitucional una cuestión de inconstitucionalidad del Decreto-ley por entender que se vulnera la separación de poderes al tener que convalidar previamente las medidas que toman las comunidades autónomas contra la pandemia.

Los constituyentes descartaron la posibilidad de encomendar al Tribunal Constitucional el control previo de la constitucionalidad de las leyes porque el Parlamento encarna la soberanía popular y tiene la potestad legislativa. Si estuviera sometido al control previo de los doce componentes del Tribunal Constitucional en realidad serían ellos los verdaderos legisladores. Más de cuarenta años después, los redactores del Real Decreto-ley han concedido el control previo de legalidad, y por extensión de constitucionalidad, de las medidas sanitarias a los Tribunales Superiores de Justicia.

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Una vez más somos una extravagancia en el entorno que nos rodea. La oposición política utiliza la pandemia para derribar al Gobierno y los jueces asumen una función que excede de sus facultades. O los jueces se auto restringen y rechazan dilucidar las medidas sanitarias, explicando sus razones, o urge derogar esta desafortunada decisión de convertir las sedes de los tribunales en laboratorios científicos.

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José Antonio Martín Pallín. Abogado. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Ha sido Fiscal y Magistrado del Tribunal Supremo.José Antonio Martín Pallín

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