Ideas Propias

El desgobierno

Baltasar Garzón Ideas Propias.

Para Aristóteles (384 – 322 A.C.) la finalidad del Estado no era otra que el perfeccionamiento de la existencia del hombre y el logro de su felicidad. Se trata por tanto de conseguir el bien del colectivo y no el beneficio de los gobernantes, al ser el Estado una comunidad de hombres libres. Más aún, no basta la preservación de lo conseguido, sino alcanzar lo que es éticamente bueno. Esta visión clásica fijada por el filósofo griego hace 24 siglos, debería ser el objetivo primordial de todo el quehacer político, incluidos Gobierno y oposición. Los progresistas suelen estar más próximos al concepto aristotélico. La derecha, normalmente, prefiere favorecer el interés de las empresas, pues estas les reportan beneficios. Es decir, anteponen el bien propio al común.

Desde la antigüedad se han ensayado diferentes fórmulas de gobierno para alcanzar ese bien común, como monarquías, oligarquías, dictaduras, repúblicas, democracias directas o representativas, y hoy somos muchos los que queremos avanzar hacia democracias participativas.

Sin embargo, las actuales circunstancias de nuestro país me llevan a preguntarme con relativa frecuencia sobre el contenido aristotélico del sentido del poder y su aplicación a nuestra sociedad. ¿Qué es gobernar para quienes asumen la responsabilidad de dirigirnos? o ¿qué significa hacer oposición para quienes pretenden sustituir a aquéllos en esa función? No cabe duda de que en una democracia debe existir confrontación política de ideas y programas, incluso discrepancias profundas sobre la sociedad y el Estado, pero lo que vemos no es eso, sino una contienda de egos vacía de contenido, una constante pelea por imponerse al rival a toda costa, con razón o sin ella, en provecho propio y, normalmente, en perjuicio de la comunidad.

Este enfrentamiento, propio de los períodos electivos, se ha extendido y tornado en habitual en todo tiempo. Del sano y necesario debate político hemos pasado a una dañina pugna electoral permanente en la que no importa mentir o manipular con tal de conseguir el voto de cara a la siguiente encuesta o elección, con el consecuente desgaste de las instituciones y un auténtico desencanto en la ciudadanía que observa cómo en vez de resolver los problemas, se montan verdaderos espectáculos circenses del insulto y la descalificación. Con esta actitud pudren la democracia y devastan la convivencia, mientras el bien colectivo queda desatendido y relegado a un segundo plano.

Día a día, los medios nos ofrecen los entresijos de nuevas discrepancias, reales o supuestas, en el seno del gobierno de coalición, tensando y distendiendo la cuerda, intentando quedar un paso por delante del otro, para reclamar la autoría de las buenas leyes o iniciativas que les reporten un posible beneficio electoral futuro, en detrimento de la unidad y del sentido propio de lo que significa gobernar.

En ocasiones, reaparecen viejos rencores ancestrales de algunos líderes, como cuando la pasada semana un antiguo presidente socialista de Extremadura abogaba por un pacto PSOE-PP al considerar que la vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo era peligrosa dado que “los comunistas saben mandar". De una patada, el exmandatario se cargaba la voluntad de los votantes que optaron mayoritariamente en las urnas por un gobierno de izquierda; atribuía una intencionalidad perversa a un miembro del Gobierno y daba alas a la derecha para lanzarse a la yugular de sus oponentes. Así de delicado es lanzar opiniones sin pensar o, peor aún, con intencionalidad dudosa.

La derecha, mientras, no desaprovecha la ocasión para medrar. La imagen del presidente de los populares sentado junto a los empresarios, en plena discusión en el seno del Gobierno sobre la autoría de la derogación de la reforma laboral, lo dice todo. Pero, si recordamos otros hechos, tampoco difiere tanto esta actitud de postureo político de este líder al reunirse con otros colectivos, como las asociaciones de jueces y fiscales allá por el año 2018, en vez de propiciar la remodelación del —ya entonces próximo a la caducidad— Consejo General del Poder Judicial.

Las instituciones se resienten

La triste realidad es que no hemos acabado aún con la pandemia, ni se ha terminado la crisis económica, ni se ha frenado el aumento exponencial del precio de las viviendas, ni se ha logrado dar respuesta a problemas como el de la migración, la subida constante del suministro eléctrico, la inflación, la propia estabilidad institucional, ni, por tanto, hemos cumplido la máxima aristotélica de ir “a la búsqueda de lo éticamente bueno”.

Y es que no llegamos a conocer en profundidad lo que se discute, al menos en lo que trasciende, pues prefieren airear los trapos con demasiada facilidad e incluso frivolidad. Un caso paradigmático es la negativa durante tres años del Partido Popular a desbloquear la renovación de los órganos judiciales porque, entre otros argumentos, es necesario despolitizar las instituciones. El precio del acuerdo no pudo ser más político, pues se ha propuesto a dos pesos pesados de FAES y del entorno más afín al PP en el Tribunal Constitucional. La impresión es, por tanto, que tanta objeción, tanta pelea, tanto veto no ha sido sino una añagaza para depositar el auténtico caballo de Troya en el Tribunal que más conviene ahora a los populares, para echar atrás la política del Gobierno ya que no pueden hacerlo desde otras instancias.

El manoseo de las instituciones llega así a un punto desagradable, sobre todo cuando nadie es capaz de cuestionar que el más alto órgano de interpretación de las leyes y las normas al calor de la Constitución pueda adoptar sus decisiones por un voto de más, sin unanimidad, sin acuerdo. Lo que nos dicen estas sentencias con votos en contra es que hay varias visiones sobre qué dice la Carta Magna y que, en suma, es una exigua mayoría quien impone la suya. ¿Es razonable? ¿Puede ser una norma constitucional o no porque ese día falte un magistrado o porque el presidente haga uso de su voto de calidad?

Hay que perder el miedo a modernizar las instituciones y la propia Constitución, que en todos estos años ha visto pocas reformas aunque la sociedad actual sea muy diferente a la de 1978. En vez de eso, se pretende controlar el poder desde fuera del poder y, para lograrlo, la derecha y la extrema derecha llevan años asaltando el mundo judicial, vareando la independencia de los jueces y judicializando la política. Esa utilización de la judicatura como arma política se denomina Lawfare y estamos entrando de lleno en su mala práctica. El caso de Alberto Rodríguez es otro ejemplo de una lista que crece cada vez más.

Desgobierno

Algunos medios de información tampoco ayudan a clarificar los hechos y las opiniones de cada cual. Muy al contrario, presentan la noticia de una forma u otra según los intereses a los que representan. Mientras escribo estas líneas, leo cómo los agoreros señalan hacia Portugal como espejo de lo que puede ocurrir en España al conocerse que en el país vecino se asoman a unos comicios anticipados. No creo que el ejemplo sea válido. El propio presidente español se ha ocupado de marcar las diferencias que comienzan desde que allí es el presidente de la República y no el primer ministro el que convoca las elecciones y que el momento que atraviesa el gobierno de coalición español es muy distinto al de la izquierda lusa.

El jurista, sociólogo y académico Boaventura de Sousa Santos escribía en 2013 una aseveración que continúa vigente en cuanto a la unión de las izquierdas: “El objetivo es unir a las fuerzas de izquierdas en alianzas democráticas estructuralmente similares a las que constituyeron la base de los frentes antifascistas durante el período de entreguerras, con el que existen semejanzas perturbadoras. (…) El peligro del fascismo social y sus efectos, cada vez más sentidos, hace necesaria la formación de frentes capaces de luchar contra la amenaza fascista y movilizar las energías democráticas adormecidas de la sociedad. (…)”.

Cito también al catedrático de Filosofía política Daniel Innerarity, cuando afirma: “La política es una acción cuyas consecuencias tienen mayor alcance que sus previsiones. Este contraste, que vale para casi todas las acciones humanas, es especialmente agudo en el caso de aquellas que, como la política, se llevan a cabo en medio de una incertidumbre extrema. Las nuevas situaciones recuerdan a la política que ha de plantearse la pregunta de si está ante problemas que simplemente puede solucionar o si se trata de transformaciones históricas que exigen una nueva manera de pensar”.

Ambas reflexiones son especialmente valiosas en estos momentos: la izquierda debe evolucionar y buscar el acuerdo en espacios más transversales sobre cualquier discrepancia, porque el peligro que representa la ultraderecha frente al progresismo hace que sea imprescindible presentar una unidad de acción que dé satisfacción a la sociedad y bloquee cualquier intento de resquebrajar la democracia. Del mismo modo que lo es ese pensamiento sobre si se trata de enfrentar problemas puntuales, o un ciclo diferente que obliga a renovar la manera de ver el mundo para adecuarse a los grandes y necesarios cambios.

Gobernar es difícil y el desgobierno asoma enseguida su cara fea. Hay que llamar la atención a los políticos para que asuman su responsabilidad y no se pierdan en juegos estúpidos de poder que a nada conducen, salvo a la frustración y al triunfo de los que quieren revertir las libertades. ¡Ya está bien!

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Baltasar Garzónes presidente de FIBGAR.FIBGAR

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