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Refugiados: prisioneros en Lesbos

Una niña refugiada levanta su muñeco de peluche detrás de una valla en un campo de refugiados en Grecia.

Cuando quiso cruzar la decena de kilómetros del mar Egeo que separan Turquía de la isla griega de Lesbos, el iraquí Muhammad no tuvo problemas para encontrar a un traficante. A las puertas de Europa, este oscuro negocio está arraigado. Y no falta la competencia, según el estudiante de 26 años. “En el barrio de Aksaray, en Estambul, los hay a montones…”.

Muhammad, que viste una chaqueta de cuero marrón y aparenta mucha seguridad en sí mismo, pudo escoger tarifa tras negociar con “sirios, iraquíes" de su edad, que trabajan "con identidad falsa”. La estrategia comercial siempre es la misma. “Al principio fueron amables conmigo para venderme su travesía, me llevaban a beber té, hacían bromas”, pero una vez les entregué el dinero en una tienda de Estambul, la relación cambió. “Ya no respondían al teléfono, me abandonaron cerca de la playa de Dikili [al oeste de Turquía] con migrantes sirios”. Después de pasar varios días en un bosque de la costa turca del Egeo, el 20 de noviembre, Muhammad finalmente alcanzó las costas de Lebos en una lancha neumática. La experiencia le costó 500 euros.

En 2015, cuando cerca de un millón de migrantes había sorteado esta frontera marítima, el trayecto costaba entre 1.500 y 2.000 euros. A raíz de la firma del controvertido acuerdo entre la UE y Turquía, en marzo de 2016, el número de trayectos cayó. Sin embargo, estos últimos meses, el negocio ha vuelto a repuntar: 26.167 personas llegaron al país en 2017, en su mayoría por vía marítima, según la Organización Internacional para las Migraciones. “Se registra un alza de las llegadas este otoño”, dice Astrid Castelein, responsable del Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). “Las condiciones meteorológicas puede influir, el mar está tranquilo”.

Ahora, a diario, una media 120 migrantes como Muhammad llegan a las islas griegas, situadas frente a Turquía, sobre todo a Lesbos, Samos o Chíos, según George Christianos, comandante de la guarda costera griega y director de la oficina de vigilancia marítima.

Y los traficantes prosperan gracias a la miseria. “Los traficantes son muchos. Desde 2015 hemos detenidos a 800 en aguas territoriales griegas; 210 de ellos sólo este año”, dice. Condenados a partir de los testimonios de migrantes y de flagrantes delitos, se enfrentan a penas de hasta diez años de cárcel y a multas de mil euros por persona transportada. “A menudo, estos traficantes son hombres de entre 25 y 30 años. De entre los 800 detenidos, hay 20 mujeres. El 25% de los arrestados son de origen turco”. Muchos, pescadores familiares de las localidades de Izmir, Ayvalik o Bodrum, que conocen las aguas y controlan las corrientes. Pero los traficantes también son sirios, iraquíes, pakistaníes y, en los dos últimos años, proliferan los nacionales de expaíses soviéticos como Ucrania.

Sus clientes son sirios, afganos, sudaneses, congoleños… pagan 300 euros por una plaza en un bote neumático atestado; mil euros si el paso es en fueraborda y dos mil euros por un trayecto en un velero de lujo. Algunos traficantes permanecen en tierra. Otros acompañan a las embarcaciones en botes adicionales, según el Ministerio griego de Marina, para poder recuperar los motores y barcos después de completar la travesía. La distancia juega a su favor. “A veces, Grecia y Turquía están tan cerca que un traficante puede cruzar al otro lado en diez minutos”, dice Christianos. Pero un trayecto también puede durar más de dos horas, en función del punto de partida en Turquía.

Actualmente, estos traficantes de personas deben ser más estratégicos para permanecer invisibles porque, en marzo de 2016, se cerró la frontera marítima. En torno a las seis de la tarde del 24 de noviembre, un halo negro envolvía las zonas altas de Lesbos. La patrulla portuguesa de la agencia Frontex, encargada de vigilar las fronteras exteriores de la Unión Europea, zarpa entonces del pequeño puerto de Molivos, al Norte. Los tres agentes, y un oficial de enlace griego, bordean las montañas oscuras de Turquía, en aguas territoriales griegas. Al igual que esta patrulla, otras 42, en barco, avión y helicóptero (17 de Frontex), surcan el mar Egeo, puntualizan desde el Ministerio griego de Marina. Desde marzo de 2016, estos equipos detienen a los traficantes y acceden a las embarcaciones de migrantes. Sin embargo, estas interceptaciones casi son imperceptibles: ningún barco llega ya directamente a las playas rocosas, como en 2015. Las operaciones de rescate se producen en el mar Egeo, sobre todo en mitad de la noche.

Esta noche de noviembre, el navío con pabellón portugués navega con los faros apagados. “Sin luces, detectamos mejor a las embarcaciones a lo lejos”, precisa Paulo, el joven comandante. En su pequeña cabina, los agentes contemplan durante horas un radar y una pantalla donde desfilan las imágenes de las aguas del entorno, grabadas con cámara infrarrojos. Sólo una canción de Marilyn Mason como banda sonora traiciona su presencia en la penumbra. El agua parece desierta, pero parpadean dos débiles luces rojas: guardacostas turcos. “Tan pronto como Frontex o los guardacostas griegos detectan a lo lejos embarcaciones de migrantes en aguas territoriales turcas, les avisamos para que los devuelvan de forma segura a Turquía”, indica el responsable griego Georges Christianos. Porque aunque 120 personas consiguen llegar a diario a las costas griegas, otras 120 son repatriadas a Turquía por los guardacostas turcos. La obsesión de los candidatos con Europa.

En el mismo preciso momento, un bote con capacidad para 15 personas zarpa de aguas turcas. Lleva 66 personas a bordo. Durante la travesía, un movimiento de pánico se apodera del barco, sobrecargado. Un niño afgano de 10 años no sobrevivirá a la travesía. “Según el relato del padre, murió después de dejar Turquía. El barco estaba demasiado lleno, el niño estaba situado en medio y fue pisoteado”, dice Christianos. El barco enseguida fue atendido por una patrulla búlgara de Frontex. Según la agencia de prensa griega ANA, la llegada del navío europeo desató la locura. Los pasajeros pensaron que el navío pertenecía a los guardacostas turcos. Y, de inmediato pensaron que serían forzados a regresar a Turquía.

“Cuando se acercan a nosotros, siempre existe la duda, nunca se sabe si son griegos o turcos”. Eddy, pastor congoleño de 40 años, que llegó a Lesbos en junio, recuerda el miedo que lo paralizó en el momento del rescate. El hombre, que dice ser “un opositor político que escapó de la cárcel de Makala [Kinshasa]”, salió de la República Democrática del Congo (RDC), a bordo de un barco, de noche, con otras 50 personas. “Hubo momentos de pánico por las olas. Dos hombres cayeron al agua pero lograron volver a subir”. Después de dos horas y media solos, a la deriva, un helicóptero sobrevoló la embarcación. “Un navío empezó a acercarse. Tenía mucho miedo de que fuesen turcos. En inglés, los hombres les decían: ‘Permaneced tranquilos, estamos para rescataros”. Poco a poco, la bandera griega del barco apareció en el horizonte, los pasajeros lanzaron gritos de alegría. “Ya estáis seguros, vamos a Lesbos”, les indicaron los guardacostas a los exiliados. Pero Eddy no contaba con una escala interminable. Y eso a pesar de que había oído hablar de la “trampa” del campo de Moria, en la isla griega.

Moria: 2.000 plazas para 6.700 personas

El estudiante Muhammad se encontraba “mentalmente preparado” para ir a Moria. Antes de salir de Irak, ya seguía en Facebook la página de un grupo, privado, “donde se habla de los traficantes y de los sirios y de los iraquíes que quieren viajar a Grecia”. Y ese nombre aparecía con frecuencia en los mensajes. “Sabía que aquí, algunos se vuelven locos. Veía vídeos de las peleas, frecuentes a causa del alcohol, de las drogas, de la tensión. Y sabía que aquí pasaría al menos el invierno, dice. Como una condena. Cuando llegó ante las verjas del campo, el 23 de noviembre, leyó en el muro de hormigón: “Welcome to prison”.

Ese lugar ilustra el eterno contraste de Lesbos. Una tragedia humana en medio de un paisaje idílico de mar azul y colinas salpicadas de árboles. La fortaleza de alambres de espinos es un enclave situado en plena naturaleza; Moria es un pueblo de mil almas que ahora “acoge” a 6.700 personas. Cada vez se encuentran más hacinados, muy por encima de su capacidad máxima: 2.000 plazas. En este lugar conviven, a la fuerza, 75 nacionalidades, unidas en su intento por alcanzar Europa: sirios, afganos, iraquíes, eritreos, etíopes, congoleños, cameruneses, marfileños... Hombres, mujeres y niños, repartidos por país de procedencia.

El iraquí Muhammad muestra su pequeña tienda de dos plazas instalada en un olivar. “Dormimos cinco. Los otros son también iraquíes a los que no conocía antes de venir”. Varios cientos de tiendas montadas con urgencia en torno de contenedores, fuera del recinto de Moria, acogen a migrantes que llegan a la isla de forma regular. 67 al día en invierno, según un cálculo de Acnur. La ropa tendida en las alambradas no se seca. El invierno se acerca, el aire es fresco. Huele a los cubos de basura y a orín allí donde antes olía al olivar. Al final de un sendero de malas hierbas, repleto de preservativos usados, de latas vacías y de excrementos humanos, corre un hilo de agua salido de una tubería agujereada. Es la “ducha” para miles de migrantes que no acceden a los cientos de instalaciones sanitarias del campo.

Tras el acuerdo alcanzado entre la UE-Turquía, los migrantes permanecen en este campo con la prohibición de dejar Lesbos hasta que se tramite su demanda de asilo. Mamadou, de 27 años, espera una respuesta desde hace siete meses. Este marfileño exhibe su carta de demandante, renovada mensualmente por la Oficina Europea, encargada de los trámites. La inscripción es siempre la misma, en letras rojas puede leerse: “Permiso para circular por Lesbos”. Y por ningún sitio más. Este papelito es precioso: permite percibir 90 euros al mes. Circulan tarjetas falsas en el campamento, según una fuente anónima interna en Moria... El marfileño aterrizó en Turquía con papeles falsos, antes de llegar a las costas griegas.

Como él, varios miles de africanos, ahora bloqueados, tomaron la ruta de Grecia, para llegar a Europa, con el fin de evitar “Libia donde los negros se convierten en esclavos [...] Lo he visto en la Red”, dice Mamoudou. Pero para Sami, otro residente del campamente llegado de RDC, Turquía también es un “calvario”, cuenta mientras aprieta la Biblia. “En un primer momento, quise quedarme en Estambul, pero en el aeropuerto, unos policías turcos me detuvieron varios días y no me dejaron rezar. Soy cristiano y ellos eran musulmanes... Después, hubo personas, en la calle, que se tapaban la nariz a mi paso”, dice el hombre de 20 años.

En varias ocasiones, ONG como Amnistía Internacional, han alertado de los riesgos que corren los migrantes en Turquía. Sentado en un banco frente a Sami, tres visitantes llegados de Francia, “que se encuentran de paso, por unos días”, escuchan su relato con aire de compasión. “Venimos para ofrecer nuestro apoyo y traer la palabra de Dios a esta gente”, oran estos religiosos anónimos que dicen haber venido a título personal. A pocos metros, detrás de las alambradas, unos policías escrutan al extranjero. Un agente controla las imágenes grabadas por una camarógrafa. En las verjas se lee la inscripción “No photo”.

Europa puede olvidar Moria y a sus almas perdidas, aisladas en sus confines, pero las autoridades de Lesbos quieren hacer oír sus voces. El 20 de noviembre, convocados por las autoridades municipales, cientos de habitantes griegos se manifestaron frente al puerto de la cabeza de partido, Mytilène. “En la isla hay bloqueados 8.500 demandantes de asilo. Se trata de una mala gestión de la crisis por parte de la UE y del Gobierno. La frustración va en aumento. Ciudadanos afganos hicieron una huelga de hambre en la plaza de la ciudad durante dos semanas”.

Lesbos, impotente y explosivo, reclama “el traslado de los migrantes al continente [griego]”. En marzo de 2016, Marios Andriotis decía estar satisfecho con el acuerdo UE-Turquía. “Nunca habríamos imaginado la situación actual, pensábamos que a aquellos a los que se les negaba el asilo serían devueltos a Turquía”. El político no esperaba que “sólo” varios cientos de personas fuesen deportados al otro lado. “Pensábamos también que las demandas de asilo serían tratadas rápidamente”. La realidad es que la respuesta sobre el derecho de asilo se eterniza. Preocupado, Marios Andriotis asegura que “los migrantes pueden tener que esperar hasta un año para saber lo que será de ellos”. Hay migrantes que tratan de llegar a Atenas subiendo de forma ilegal en los ferris que zarpan cada día de Lesbos. _____________

El número de peticiones de asilo en la UE se reduce a la mitad durante los nueve primeros meses de 2017

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Traducción: Mariola Moreno

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