Los diablos azules

El templo y sus mercaderes

Portada de Lo que no tiene precio, de Annie Le Brun.

Cuenta una conocida fábula medieval que unos embaucadores que vendían humo a precio de oro lograron engañar al mismísimo rey. Su fórmula era convencer, con argumentos fariseos, de que las telas que vendían solo podían ser vistas por los que eran hijos legítimos de su padre, pero que eran invisibles para los demás. Con ellas vistieron al monarca, y tanto este como sus súbditos, para evitar la deshonra, se precipitaron a afirmar que había tejidos fabulosos donde solo veían la transparencia del aire. Hasta que un hombre sencillo se atrevió a decir lo que estaba en la mente de todos: el rey está desnudo. En los términos del exemplo del infante Don Juan Manuel que funda esa tradición literaria, después seguida por Cervantes y por Andersen: “Señor, a mí no me ofende que me tengáis por hijo de aquel padre que yo digo o de otro, y os digo por tanto que o yo estoy ciego, o vos desnudo vais”. Esa imagen podría representar lo que logra con su lúcido alegato la poeta y ensayista francesa Annie Le Brun: denunciar la farsa impulsada por los mercaderes que han invadido el templo del arte.

 

Integrada en la estirpe de la neovanguardia poética –y también en los movimientos ecologista y feminista–, Le Brun invoca en Lo que no tiene precio (Cabaret Voltaire, 2018) a Jarry y Rimbaud en su propuesta de desvelar la impostura, y acusa la confabulación de las finanzas para apropiarse de un medio que han pervertido hasta extremos inusitados. Nos habla de la mercantilización delirante asociada a la eclosión de Internet, que nos narcotiza con su río de imágenes, signos y residuos hasta lograr un nuevo modo de censura, porque esa vorágine nos dificulta reflexionar, soñar, crear. Y nos habla también de un poder económico que brutaliza los espacios con su fealdad instituida en moda, su kitsch invasivo y su sensacionalismo vacuo; son buenos ejemplos de ello los animales en formol de Damien Hirst o los muñecos ciclópeos de Jeff Koons, dos de los más fieles acólitos del nuevo poder. Su cinismo va hermanado con una alarmante indiferencia colectiva: ya se ocupan las hipnóticas redes sociales y cierta crítica servil de aplacar cualquier inquietud al respecto. Así, aunque vivimos en un mundo de derrumbe y destrucción plagado de basuras, su estetización banal se empeña en esconderlos.

Esa fealdad estridente, que anega tanto las páginas de Internet como el pretendido arte canónico, busca legitimar aquello que nos desensibiliza: “ya va siendo hora de ver que nos encontramos ante un gigantesco dispositivo que, en perfectas condiciones de barrer el conjunto de lo humano, ofrece todas las posibilidades de intervenir en él de forma completamente inédita (...) el arte contemporáneo es a la vez metáfora y agente oculto del nuevo paradigma”. Se trata de un engranaje para el engaño, para la construcción de una burbuja que mueve cifras multimillonarias desde los años noventa del siglo pasado. El modelo está inducido por poderes financieros que también sufragan su acompañamiento teórico, procedente de las cuestionadas filosofías de la deconstrucción y cuya finalidad “ha consistido en sustituir toda forma de crítica”.

El ensayo de Le Brun traducido y prologado por Lydia Vázquez Jiménez, tan vehemente como bien documentado, se sitúa en un espacio crítico que empieza a elevar la voz después de años de estupor y silencio: en este sentido, la autora agradece la labor del periodismo de investigación, que ha rastreado en los metadatos lo que críticos, comisarios, marchantes, coleccionistas y demás cómplices se cuidaban de ocultar. Invoca a Jonathan Crary y su 24/7 El capitalismo al asalto del sueño, que nos recuerda cómo el sistema actual nos mantiene sometidos las veinticuatro horas de los siete días de la semana y nos usurpa la posibilidad de soñar; invoca igualmente a Cometti y Quintane, cuyo título L’art et l’argent habla por sí solo, y especialmente a Laurent Cauwet y La domestication de l’art, que por cierto acaba de ser publicado en español: La domesticación del arte. Política y mecenazgo (Incorpore, 2019).

Los argumentos esgrimidos por Le Brun y Cauwet son numerosos, y descubren el modo como la industria del lujo se ha apropiado de la creación artística, y también cómo ha usado un disfraz de mecenazgo y filantropía para ocultar su corrupción y blanquear su pasado, mientras ocupaba los museos con su canto a la moda y la frivolidad. En ese pasado encontramos los vínculos con el nazismo de Vuitton, que fue un “allegado de Pétain y el amigo fiel del ocupante”, por el que fue incluso condecorado; se añaden otras muestras más recientes: la Fundación Cartier promociona en 2015 la exposición Belleza Congo pero “su fortuna proviene en gran parte del dinero del apartheid”, y Benetton implanta en la Patagonia sus explotaciones de ganado, ocupando la tierra mapuche, mientras su Fundación prepara una “enciclopedia internacional del arte”.

Lo que no tiene precio –el sueño, el silencio, la poesía, la libertad, la utopía– es lo único que realmente tenemos, y es lo que está en peligro. Es el oscuro objeto del deseo de un mundo financiero fascinado por todo aquello que no puede poseer, y que busca neutralizar los signos de la rebeldía convirtiéndolos en moda. Lo que en otro tiempo fueran señales de la marginalidad –vaqueros rotos, pantalones caídos, tatuajes o vulgaridad– se convierte ahora en el canon y se comercializa con éxito, en tanto que “el peor kitsch monumental” alcanza precios fabulosos que suponen “constantes loas a la soberanía indiscutible del dinero”. Mientras, la historia del arte se explora y secuestra, en medio del silencio de una prensa acrítica; por ejemplo, en 2017 Damien Hirst expuso en Venecia los falsos vestigios del naufragio de El Increíble, y allí “podía encontrarse una enorme cabeza de Medusa en malaquita copiada de la de uno de los escudos ornados por Caravaggio, antes de tropezarse con una Andrómeda que, nacida de una mezcla de las de Tiziano y Veronese, era amenazada por un monstruo marino, primo del tiburón de la película del mismo nombre o del que, en sus inicios, el propio Damien Hirst había expuesto en formol”.

En definitiva, un montaje que urge desenmascarar, para denunciar que “los únicos considerados internacionalmente como grandes artistas de este tiempo son los que nos hacen asistir a esa grandiosa transmutación del arte en mercancía y de la mercancía en arte”. Son ellos los promocionados, los protagonistas de las grandes exposiciones de París, Berlín, Tokio, Londres o Miami, en medio de un debate estético que es deliberadamente apolítico, impulsado por los grandes museos del mundo. Y no cabe invocar, argumenta Le Brun, la legítima insolencia de Duchamp, que no tiene la culpa de esos desmanes, porque su gesto buscaba justamente denunciar el absolutismo de los grandes relatos y porque no se dedicaba a la producción en serie.

La operación delatada es, desde luego, doble: de un lado, el expolio de las arcas públicas; de otro, la neutralización de la disidencia y la rebeldía inherentes al arte. Los poderes financieros invierten en los museos y entran en sus consejos de administración, o abren fundaciones donde se difuminan peligrosamente las fronteras entre lo privado y lo público. A este nuevo tiempo lo llama Le Brun realismo globalista, por analogía con el modelo del realismo socialista: se trata del arte oficial de la mundialización. Sobre el totalitarismo digital habla también, por cierto, Yuval Noah Harari en su reciente 21 lecciones para el siglo XXI, que parte de una premisa importante: en un mundo inundado de información irrelevante, la claridad es poder. Y añade que se avecinan grandes búsquedas espirituales y nuevos modelos sociales y políticos. Por lo demás, sobre la dictadura secreta que nos domina se extiende largamente: “la gente no se da cuenta de lo poco que sabe sobre lo que está ocurriendo (...) rara vez se es consciente de su ignorancia, porque se encierran en una sala insonorizada de amigos que albergan ideas parecidas (...) donde sus creencias se ven reforzadas sin cesar y en pocas ocasiones se cuestionan”. Y el silencio no es neutralidad; es apoyar al statu quo.

Lo que no tiene precio fue objeto de una reseña de Ángela Molina titulada “Un panfleto maravilloso” y publicada en El País-Babelia un lunes, lo cual le restó visibilidad notablemente; así culminan sus palabras: “Gerentes de museos, por cinismo o por vergüenza, regalen con el precio de la entrada este libro sin precio. Amasadores de arte, despréndanse de sus obras, llenen con ellas cárceles, ministerios, polideportivos, restaurantes chinos; cuélguenlas en Wallapop o quémenlas en la próxima Documenta. El idilio con el arte ha terminado. Hay que empezar de nuevo”.

La mirada atlántica

La mirada atlántica

Las burbujas acaban estallando, pero mientras tanto se han saqueado los fondos públicos de los museos e instituciones de arte, y también se nos ha hundido en un abismo sin precedentes. Para Le Brun, ha llegado el tiempo de la búsqueda febril de lo que no tiene precio. Recuerda con Paul Éluard que “hay otro mundo pero está en este”, y regresa a Rimbaud: “una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié”. Se acoge a su propuesta de reinventarlo todo para gritar que está llegando el tiempo de alzarse contra tanto sinsentido: “¡Basta ya de esas exposiciones-faro cuyos comisarios, al igual que los DJ estelares, mezclan el pasado y el presente para impedir que el futuro sea nunca otro! (...) ¡Basta ya de esas capitales europeas de la cultura que expropian la vida de los barrios y ciudades para acelerar la domesticación de todos! Ha llegado la hora de que cada uno de nosotros encontremos los medios de instaurar el sabotaje sistemático de ese orden, individual o colectivo”. En otras palabras, ha llegado la hora de decir, alto y claro: el rey está desnudo. _____

Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria, 2018).

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