A la carga

La monarquía en transición

Si por algo se recordará al rey Juan Carlos en el futuro más lejano, será por su papel en la transición española a la democracia. Los mejores años de su reinado fueron, sin duda, los primeros, cuando unió su suerte a la de Adolfo Suárez en la democratización del país.

Para los comentaristas más conservadores y cortesanos, el Rey fue el principal responsable de la transformación democrática de España tras la muerte de Franco. Para los analistas más radicales, el Rey, más bien, fue el garante de la continuidad del franquismo. Estas visiones, muy ideologizadas ambas, no tienen demasiado interés, por parciales e incompletas. La historia es un poco más compleja y merece repasarse brevemente para poder enjuiciar con fundamento la labor realizada por el rey.

El 4 de febrero de 1970, cinco años antes de la muerte de Franco, The New York Times abría con una foto del príncipe Juan Carlos en portada con este titular: “Juan Carlos Looks to a Democratic Spain”. Se trataba de un reportaje, no de una entrevista, en el cual se anunciaba que el futuro rey no tenía intención de mantener la dictadura una vez fuera coronado. La noticia causó el previsible revuelo entre las élites del régimen, si bien fue convenientemente silenciada en los medios de comunicación. El Abc, por ejemplo, no hizo referencia alguna al reportaje.

Franco creía que los planes subjetivos del príncipe tenían poca importancia frente al entramado institucional del franquismo: el sistema de las Leyes Fundamentales impediría cualquier veleidad democrática. Juan Carlos, por lo demás, al aceptar ser nombrado sucesor a título de rey, tuvo que jurar en 1969 fidelidad a los principios del 18 de julio. El juramento lo hubo de ratificar el 22 de noviembre de 1975, fecha del inicio de su reinado.

No obstante, su antiguo preceptor, Torcuato Fernández-Miranda, le había asegurado que a pesar del juramento, había una pequeña rendija por la que introducir la democracia. Se trataba de aprovechar la Ley de Sucesión de 1947 para enmendar las Leyes Fundamentales, de manera que se pudiera transitar de la dictadura a la democracia sin ruptura jurídica, desde la legalidad (“de la ley a la ley”). Y así se hizo.

Al principio no pudo mover apenas nada, pues se encontró dificultades imprevistas para relevar a Arias Navarro. Pero el desgaste imparable del Gobierno Arias, responsable de atrocidades como la matanza de cinco trabajadores en los disturbios de Vitoria de marzo de 1976, permitió al Rey provocar un cambio de gobierno y poner al frente del mismo a Adolfo Suárez. Con el apoyo regio, Suárez consiguió que las Cortes orgánicas del franquismo aprobaran la Ley para la Reforma Política, en virtud de la cual se daba paso a un sistema bicameral, elegido por sufragio universal, con poderes constituyentes.

Sería incorrecto, a partir de aquí, concluir que el rey “trajo” la democracia a España. La democracia habría acabado llegando con o sin el rey. Habría tardado un poco más, o un poco menos, o lo mismo, pero habría ocurrido igualmente: así lo indicaba tanto el desarrollo económico de España en la época como el hecho de que en 1975 nuestro país fuera el último de Europa occidental que todavía no era democrático.

Con todo, sí es cierto que el rey desempeñó un papel crucial en la peculiar forma en la que se desarrolló la transición española. En la medida en que fue el heredero de Franco, se vio obligado a desmontar el franquismo siguiendo escrupulosamente los procedimientos legales de aquel régimen. El continuismo jurídico permitió a buena parte de la élite franquista controlar el proceso de cambio, jugando con ventaja frente a las fuerzas de oposición. De este modo, la renovación en las esferas política y económica no fue tan profunda como, por ejemplo, en Portugal.

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Una vez la democracia echó a andar, se establecieron unos vínculos muy fuertes entre el grupo de personas que tuvieron un protagonismo destacado en la transición. Allí se fraguó una complicidad entre la Casa Real, políticos, periodistas, banqueros y grandes empresarios cuyas consecuencias son hoy todavía visibles. Esa complicidad propició el visto bueno del rey a la operación De Gaulleoperación De Gaulle, consistente en intentar atajar los graves problemas que España tenía en 1980 mediante un gobierno de unidad presidido por un militar. Contaba para ello con el apoyo, tácito o explícito, de los principales partidos políticos y de los principales centros de poder económico. El rey, ciertamente, se opuso a la intentona militar del 23-F, pero todavía durante aquella noche jugó con la posibilidad de que saliera adelante la operación de un gobierno de unidad con un militar (Alfonso Armada) como presidente. Se trata de un episodio que ha quedado envuelto en brumas como consecuencia del silencio que durante muchísimos años han mantenido muchos de quienes estaban al tanto de lo que sucedió.

El impulso reformista de la generación del rey fue perdiendo fuelle, como por otra parte era lógico e inevitable. Lo extraño es que dicha generación, me imagino que debido a las circunstancias extraordinarias que le tocó vivir, se haya anquilosado en posiciones de influencia y poder, impidiendo una renovación normal en las estructuras del país.

En este sentido, la decadencia del reinado de Juan Carlos ha sido evidente: la opinión pública ha castigado con especial severidad a la institución monárquica. Si en un barómetros del CIS de 2008, la monarquía recibía un 5,5 (en una escala de 0 a 10), en 2013 había bajado al 3,7, un suspenso sin paliativos. Aunque la erosión ciudadana de las instituciones ha sido generalizada, la monarquía ha sido la que ha caído más profundamente durante los años de crisis. En este contexto, la abdicación del rey es una excelente noticia. Cabe esperar que sirva de ejemplo para otras muchas renovaciones en la vida pública y en la sociedad civil que se debían haber producido hace tiempo. Quizá marque el inicio de una transición de la transición, de un cambio que rompa definitivamente con lo que podrían llamarse “los poderes fácticos de la transición”, que van de la política al periodismo pasando por las grandes empresas.

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