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Desde la casa roja

Violación: de Lucrecia al #Yosítecreo

En los años noventa, una estudiante denunció ante la Guardia Civil que había sufrido una violación regresando a su casa desde clase de música. Nunca creímos la historia del todo. Pero conocíamos todos los detalles de aquella tarde: el lugar exacto, cómo, también el retrato robot que ella había hecho del agresor, por si acaso. Lo comentamos durante años. A veces, regresa a nuestras conversaciones. Sin embargo, ni entonces ni nunca nos acercamos para preguntarle. Dudamos siempre.

¿Por qué?

Recuerdo la cantidad de mensajes que se me han dado desde niña en torno a este delito y cómo me han codificado: por la noche, aún no saco al perro por el camino oscuro, no me meto en callejones sin salida, no invito a mi casa a nadie que luego no pueda quitarme de encima (no llamemos lógica a lo que significa miedo). Mi vida cuando estoy sola gira hacia lugares –escribamos– seguros. He crecido bajo el terror de que algo así pudiera sucederme y he tomado decisiones automáticas, resortes para la supervivencia que evitaran, como si alguna vez hubiera estado en mi mano, la amenaza latente de la agresión sexual. Después, hemos aprendido que no tiene por qué suceder en las calles oscuras. Lo que hemos masticado acerca de esto, el miedo que tuvimos, no era solo el del crimen que se perpetra contra tu cuerpo (no es tampoco lógico que una niña se plantee íntimamente qué cosas puede y debe hacer: patadas, la resistencia, la carrera), lo eran las consecuencias silenciosas y sociales, también familiares, en torno a tu propia identidad, me están hablando mis mayores de mi honra más antigua, algo que se quedaba roto por el camino y que era intangible e irrecuperable y que respondía a un proceso cultural largo y lleno de mitos patriarcales a la hora hacerle frente. Bajo la mesa: la vergüenza. A más vergüenza, más honor y más veracidad de los relatos. Lo hemos visto hace menos de un año en el caso de La Manada.

El 90 por ciento de las víctimas de una violación son mujeres. Y el 90 por ciento de los agresores son hombres. La violencia sexual es un crimen con un fuerte componente de género y tiene repercusión en nuestra vida, en nuestra cultura y en la forma en la que nos relacionamos. ¿Por qué es difícil imaginar a un hombre como víctima de una violación? El discurso en torno a la violación contiene tantos armazones inquebrantables (no solo de género, también la raza y la clase social participan) sobre nuestras propias estructuras que nos cuesta llegar a su fondo a hombres y mujeres. Escribo y siento que no tocaré el hueso en este texto. ¿Qué dirían acerca del mensaje “No es no”? Reviso mi propia construcción a la vez que paso las páginas de un libro, Violación. Aspectos de un crimen, de Lucrecia al #Metoo (Reservoir Books, 2019), de la periodista Mithu M. Sanyal. ¿Bajo qué mitos hemos aprendido a tener miedo? “No es no” nació como eslogan en 1970 y se convirtió en una consigna contra la violación que seguimos utilizando, ¿pero qué tipo de mensaje se esconde debajo de esto? “No es no” es un mensaje condicionado durante siglos a que el hombre es un sujeto activo para el sexo y la mujer es pasiva: el hombre decide y la mujer debe tener la posibilidad de decir sí o no y espera que sea escuchada. Un mensaje que perpetúa los roles que asocian al hombre con una sexualidad a controlar y a dominar, mientras que la sexualidad femenina es una zona amenazada.

Ni siquiera las artes, el cine o la literatura se han visto exentos de las constricciones culturales y el mercantilismo con los que se tratan el sexo y la violencia. Deleznable es la conversación generada en torno a El último tango en París y la escena de la mantequilla, de la que el propio Bertolucci se sintió culpable hasta muchos años después. ¿Creíamos a María Schneider, la actriz de la película que tiene esa escena con Marlon Brando, antes de que el propio director reconociera que buscaba “la reacción de la chica y no de la actriz”, aunque también confesara que no se arrepintió por “razones artísticas”?

Desde el mito del suicidio de Lucrecia para restaurar su honor, la mujer de un noble romano violada tras una apuesta por ser la más honrosa de todas, hasta el #Yosítecreo gritado por decenas de miles de personas en las calles el año pasado, las violaciones siempre han sido el mismo crimen y nunca más deberían sembrar la duda de ser un tipo de relación sexual. Su única prevención es la atención desde el principio tratando a niños y niñas no como dos grupos divergentes y enfrentados, unos a dominar y otras a proteger, sino como iguales.

En España, la agresión sexual ascendió a 1.702 en 2018 (12.109 delitos en total contra la libertad e indemnidad sexual), un 22 por ciento más que en 2017. En nuestras decisiones relacionadas con la sexualidad mandamos nosotros, otra cosa es trabajar como sociedad para desterrar un crimen y hacerlo desde la equidad y la igualdad de género, el equilibrio o la profundización en el significado de consentimiento, el respeto y la comunicación no violenta. Son cosas muy diferentes. Esperemos que ninguna política aparte ni la ley ni la educación de este camino. Seríamos cómplices y responsables.

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