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Muros sin Fronteras

La guerra de la educación

Ramón Lobo nueva.

En España no existe un debate profundo sobre qué tipo de enseñanza queremos. Aquí, la guerra se desarrolla entre los defensores de una escuela privada para unas presuntas élites financiada con dinero de todos y una escuela pública que aspira a ser como la francesa, laica y de calidad, capaz de educar ciudadanos libres. Llevamos 45 años de democracia y no nos hemos acercado al objetivo, mientras que nuestro ideal al otro lado de los Pirineos pasa por serias dificultades. Habría una tercera vía, una escuela verdaderamente privada financiada en su totalidad por los padres que la disfrutan, y sin ayudas públicas.

Si quieren educar a sus hijos en los valores del liberalismo es esencial que aprendan sus reglas: quien paga, manda, y más si es el Estado que somos todos. Napoleón lo dijo de una manera más poética: “La mano que da siempre está por encima de la mano que recibe”. (Ya sé que se trata de una cita usada en esta sección, pero es tan buena que se perdona la reiteración).

¿Cuántos planes de enseñanza llevamos desde que finalizó la dictadura? Derecha e izquierda han sido incapaces de consensuar un gran pacto nacional que genere un modelo definitivo o, al menos, estable

Cada ocho años saltamos de uno a otro, pero jamás entramos a debatir el fondo del asunto. El actual se puede resumir en una pregunta: ¿cuál debería ser el objetivo de la educación en un mundo hipertecnológico dominado por robots? Hay más: ¿es mejor formar ciudadanos libres o acumular súbditos obedientes? ¿Apostamos por gente que piensa y siente o gente que solo gana dinero?

Es casi imposible alcanzar un pacto en España porque las derechas, y esta de Pablo Casado aún más, defienden las tesis del catolicismo encarnado por el Opus Dei y los Legionarios de Cristo, y otras organizaciones similares. Buscan la sopa boba: que el Estado pague una educación que segrega por sexo y margina por origen y dinero. Este texto de Milagros Pérez Oliva, periodista especializada en educación, sitúa la esencia del problema nacional: El consenso que piden y no dan.

Para que no me regañe José Carlos Rodríguez Soto, ex misionero comboniano en Uganda, y gran amigo, matizo: es cierto que existen órdenes religiosas de tradición misionera que manejan enfoques más abiertos y tolerantes. No todo es Antonio María Rouco Varela y el cardenal supermán, Antonio Cañizares.

La escuela concertada –un término que debería admitir grises, porque los hay– se ha comido el presupuesto educativo en detrimento de la pública, que hoy parece destinada cada vez más a las clases populares y a los migrantes. Crece una educación a dos velocidades, una para las clases medias y altas y otra para las pobres. No es lo que manda la Constitución Española. Muchos de los defensores de la libertad de enseñanza que se manifiestan por Colón (que obcecación con esta plaza) llevan años batallando contra todo tipo de libertad.

Otro matiz dentro de un asunto muy complejo: no todos los colegios concertados son del Opus ni religiosos ni nadan en la abundancia ni llenan las aulas de ricos que desean seguir siendo ricos; los hay humildes en barrios humildes, como señala en Twitter @NoemiNPerez.

Sucede lo mismo con el dinero que el Estado entrega cada año a la Iglesia católica. Prefiero que no se le dé nada, que se autofinancie con sus fieles. El Estado debería entregar el dinero sin intermediarios a aquellas organizaciones como Cáritas u órdenes que hacen un trabajo esencial para la sociedad. Nada para los cardenales, nada para 13Tv.

El debate de fondo está atrancado en esta primera fase, si la escuela debe ser solo pública, concertada o privada, o cómo deben convivir y financiarse

El asunto esencial es decidir para qué educamos. ¿Queremos formar ciudadanos capaces de navegar en un mundo en el que la verdad ha dejado de ser importante, o apostamos por los depredadores que han convertido el capitalismo y la democracia en un juego entre estafadores?

Si creen que exagero, les recomiendo que vean An American Dream, documental de Netflix sobre Donald Trump. Es un retrato demoledor de un sistema sin contrapesos.

Si a la contrarrevolución conservadora de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en los años 80 le añadimos la crisis de 2008, con el hundimiento de Lehman Brothers, y la del covid, que aún no ha mostrado toda su destrucción, obtenemos un cuadro preocupante, similar al de los años 30 del siglo XX. Son épocas en las que triunfan las ideologías cerradas, cuasi religiosas, que ofrecen soluciones simples para gentes que no tienen capacidad, o ganas, de enfrentarse a problemas complejos. La única herramienta de cambio es la Educación, por eso es el campo de batalla.

Deberíamos debatir más sobre los contenidos: ¿se mantiene el aprendizaje memorístico o entrenamos a los niños para que sean capaces de relacionar conocimientos dispares? El gran educador británico, recientemente fallecido, Ken Robinson defendía que la gran revolución es pasar de una educación industrial destinada a crear trabajadores para una industria en declive a otra agrícola, en la que la escuela sea un campo abonado donde plantamos niños y dejamos que germine el talento de cada uno, más allá de su rentabilidad. Decía Robinson que los niños se aburren en un sistema poco ingenioso y divertido. Aprender nunca puede ser aburrido.

Tenemos la idea revolucionaria de Summerhill: la escuela libre, dejar que cada niño encuentre su pasión y su ritmo de aprendizaje. La idea es fantástica, pero el resultado no fue bueno. Es difícil educar personas libres en un mundo que reclama esclavos. Fue la respuesta a la dura escuela victoriana en la que el castigo físico estaba presente. El sueño de Summerhill sigue vivo.

¿Debe fomentar la escuela los saberes científicos y las humanidades dentro de un marco de valores democráticos y del laicismo, entendido como campo de respeto común? ¿Es necesario que un cura enseñe religión católica como si fuese un saber objetivo, como la Física, cuando se debería enseñar la historia de las religiones? ¿Construimos puentes o muros? ¿Deben ser las escuelas privadas las que seleccionen a los mejores para formar las élites que dirigirán el país cerrando la salida de la pobreza a millones de niños sin visibilidad?

Me gusta la apuesta francesa pese a que la liberté, solidarité y fraternité es para los franceses, no para los migrantes. Me gusta aún más la finlandesa en la que prima la enseñanza pública. No me gusta la española. Sé que existen numerosos centros públicos y profesores ejemplares que trabajan para innovar métodos, ideas y materias. No es necesario acumular toneladas de conocimiento inútil (no sé para qué me sirvieron la lista de los reyes godos y las raíces cuadradas). Ahora lo esencial es aprender a buscar y saber distinguir lo bueno de lo malo, los hechos de los bulos, los sabios de los charlatanes. 

Para aquellos que dudan sobre mi capacidad en un tema tan complejo, que es escasa, les diré que repetí tres cursos, uno en cada tramo educativo: Primaria, Bachillerato elemental y Bachillerato superior (y pudieron ser más). Es decir, tengo tres años más de experiencia que la mayoría de los alumnos españoles. Además, estudié en los Maristas de Chamberí y en El Prado de Mirasierra (Opus Dei) y salí vivo, pero ateo.

Siempre recordaré a mi profesor de Filosofía de COU, que en el primer día de clase dibujó un árbol en la pizarra. Después, preguntó: “qué es”. Un listo respondió: “un árbol”. Y el profesor recorrió durante 50 minutos la historia del pensamiento sostenido por un árbol de tiza. Al terminar, cogió el programa con la mano y lo tiró a la papelera. Dijo que era una mierda y que su trabajo era enseñarnos a pensar. Pero que si queríamos aprobar recogiéramos el programa y lo estudiáramos. Fue el acto educativo más impactante que he recibido en mi vida.

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