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Verso Libre

La gran nevada

Luis García Montero nueva.

La hermosura de la nieve es inseparable de sus peligros. No puede evitarse que surja una ilusión infantil cuando empiezan a caer del cielo la magia, los recuerdos y los copos. Queremos que siga, que resista su fuego helado en el aire, que cubra los tejados, los arbustos, las aceras, y permanezca el tiempo necesario para cuajar. Por eso resulta inevitable pensar también en las carreteras, las estaciones sin tránsito, los pueblos aislados, las ciudades bloqueadas, los viajeros atrapados, los mendigos en los soportales, las barriadas sin electricidad. La nieve hermosa cae e invade los campos blancos, la vida blanca, la casa blanca.

Los copos, de uno en uno, tienen la inconsistencia de un sueño o de una mentira. Son fugaces, pero caen sobre nosotros para tejer ilusiones, como caen poco a poco las ideas, las noticias y los sentimientos que se hacen parte de los trabajos y los días, de los insomnios y del amanecer. Los copos se posan igual que pájaros en las ramas, ponen pie a tierra, humedecen el tronco de los árboles, se abrazan a nuestra estatura, nos empapan hasta convertirse en un instinto o en la ética de una conciencia íntima. La conciencia que nos obliga. Si conseguimos conservar el calor y la ética de un hogar propio, hundimos los pies en un suelo nevado para decir sí o decir no. Si dependemos del invierno, salimos a hacer muñecos de nieve en las grandes superficies de los centros comerciales o a gritar de manera furibunda, como quien arroja bolas sin medida y acaba por hacer daño. Mucho daño. Hay un paso entre el juego y el dolor.

Desconfío de la gente que no se ilusiona con una nevada. Los que han matado al niño que debieran llevar dentro, quienes no conservan en la memoria una nevada de hace 25 años, quienes no dialogan por un momento con las imaginaciones o las melancolías mientras ven caer la nieve desde sus ventanas, dejan de sentirse comprometidos con los brazos abiertos de la realidad. Son coches atrapados que se quedan sin gasolina, sin calefacción y sin radio, teléfonos sin batería, conciencias sin motor. Son estrategas, hacen cuentas. muñecos de nueve, crean relatos sin verdades. Renunciar a la hermosura de la nieve se parece mucho a poner en venta los principios de nuestro corazón. Y jugar con los demás deja de ser una diversión compartida para convertirse en un ejercicio de manipulación.

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Desconfío también de la gente que, ilusionada con la nieve pura, blanca, pura, pura, pura, la nieve pura sin nueve que cae del cielo, se olvida de que existe una tierra sólida, trenes detenidos, personas desesperadas en un arcén, localidades sin salida después del primer espectáculo, enfermos que no pueden llegar a hospitales, bellezas condenadas a convertirse en charco sucio y uñas de hielo. Si la pureza se convierte en soberbia, si la conciencia solitaria es cubierta con un manto blanco de vanidad, los principios acaban confundidos en la charca junto a la compra y venta de la usura. Conviene no desatender la opinión y el trabajo de los que necesitan vigilar los cables del alumbrado, los transportes, las vías abiertas, los puentes de la realidad.

Mirar la nieve supone alegrarse de la vida de un planeta que es sorpresa, y cambio, y regeneración en sus años de bienes, y latido en busca de las lluvias de abril y el sol de mayo. Mirar la nieve supone también recordar que existe una frialdad más poderosa que el agua de los ríos, las aguas que son nuestras vidas y van a dar a la mar.

Vigilarnos, cuidarnos, vigilar y cuidar el mundo en el que vivimos, es la tarea para disfrutar de la gran nevada, para que las ilusiones y no las mentiras caigan sobre nosotros, para que la casa blanca sea un hogar hospitalario, para que el paisaje sea una verdadera imaginación de la poesía y no una soberbia peligrosa del supremacismo blanco.

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