Mala hierba

Elogio a la política útil

Portada Daniel Bernabé

Primero la noticia: la Inspección de Trabajo ha obligado en estos últimos meses a hacer fijos a casi 80.000 trabajadores con falsos contratos eventuales, a regularizar a 30.000 empleadas del hogar, ha destapado fraude en el control de jornada en más de 1.500 empresas y ha encontrado que más del 70% de las inspecciones en el campo termina en infracción de las empresas por fraude laboral. Hablamos de noticia no porque no sepamos ya de la precarización dolorosa del ámbito laboral en España, sino porque, por fin, después de mucho tiempo, parece que desde el ministerio de Trabajo se están llevando a cabo sus tareas que, recordemos, son algo más que firmar las lesivas reformas laborales que les venían impuestas desde Economía o, a lo peor, con el membrete de ese ministerio pero pergeñadas por alguna consultora norteamericana. Que le pregunten a Fátima Báñez, por ejemplo.

Desde los medios que se han hecho eco de la noticia —los conservadores han pasado por ella de puntillas—, se ha centrado la atención en la ministra responsable de este notable cambio, Yolanda Díaz, algo que también, como parece normal, se ha impulsado desde la organización a la que pertenece. Normal porque vivimos una época de liderazgos mediáticos y de infantilización del votante, que parece necesitar creer en héroes más que en políticos, más en fuegos de artificio que en proyectos a largo plazo, pero no del todo cierta. Yolanda Díaz es la ministra de una cartera que había sido olvidada y que hoy vuelve a tomar un nuevo protagonismo y, a pesar de las innegables cualidades de la gallega, hay que hacer notar que no está sola, que es la cabeza de un equipo amplio y cohesionado. Pero con eso no bastaría.

Hay que recordar también que Yolanda Díaz y su equipo se guían por un proyecto político que pretende devolver al trabajo su naturaleza de equilibrio social, de producción de riqueza para el conjunto de la población, de base para que el país se desarrolle de forma uniforme. Pongan la etiqueta que quieran, eso es lo que la izquierda buscaba en su acción política. El otro proyecto, el existente hasta ahora, el neoliberal, sólo entiende el trabajo como otro campo donde especular, creando la ensoñación de que son las empresas las que crean la riqueza y que, por tanto, los trabajadores son una especie de bien prescindible al que hay que apretar las tuercas empeorando sus condiciones o abaratando el despido para que la patronal tenga beneficios, es decir, sacar el dinero no tanto de la propia actividad económica como de la sobreexplotación de la mano de obra.

Yo, a lo que el ministerio de Trabajo está llevando adelante —no con pocas zancadillas, externas e internas— sólo se me ocurre calificarlo de política útil y elogiarlo. Elogiarlo no tanto como esa caricatura del rojo que odia al empresario, sino como un ciudadano que entiende que, en esta nueva post-normalidad que tenemos ante nosotros, los trabajadores no pueden ser unos números en una cuenta de resultados, sino el sujeto activo que reequilibre su fuerza con el capital para tener una sociedad más estable, segura y próspera. No hay pensamiento más fanático que el de pensar que estamos a salvo simplemente por lo que marque el índice bursátil: cuando unos pocos viven muy bien y muchos no saben de qué van a vivir surge la incertidumbre, que es muy mala consejera a la hora de tomar decisiones. La gente temerosa nunca pregunta quién les salva ni a qué precio.

Soy de los que creo que los llamamientos antifascistas no han sido exagerados, allá donde he podido he intentado explicar cómo en este último año, especialmente, hemos visto movimientos especialmente extraños en ámbitos como la judicatura o los cuarteles por los que deberíamos estar preocupados. Pero soy, también, de los que siempre procuro aclarar que cualquier alerta por el crecimiento de la ultraderecha no puede ser simplemente moral o sentimental, sobre todo cuando los sentimientos están turbados tras muchos meses de una extrañísima tensión vírica, tras una década de sobresaltos y novedades, no todas positivas. La política útil, es decir, aquella que afecta a la cotidianeidad de la gente, es condición necesaria para parar la intentona involucionista. La democracia es cuestionada por los ultras, pero antes, para que esos ultras existan, ha sido cuestionada durante décadas por unos neoliberales que han dejado a la economía fuera del control democrático, que es lo que significa “desregular”, precarizando tanto el empleo como la producción: para qué fundar empresas útiles cuando puedes invertir en criptomonedas. Todos perdemos con este caos egoísta.

El chantaje marroquí, algo más que una crisis diplomática

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Todos sabemos que solo con hacer políticas útiles, por desgracia, no es suficiente para revertir el camino al precipicio que hemos emprendido: es necesario saber contarlas, es decir, que la mayoría de la población no sólo se entere de los datos que he aportado al principio del artículo, sino que ese cambio a mejor en su vida proviene, primero, de un ministerio, es decir, del papel del Estado como árbitro de nuestra sociedad y, en segundo lugar, de un proyecto ideológico llevado a cabo por políticos, esas dos palabras de las que todo el mundo huye, incluidos sus protagonistas. Porque si no parece que las cosas pasan porque pasan y nadie se entera ni de quién las promueve ni de su cómo ni de su por qué. Al igual que la sanidad pública, esa tan útil en la pandemia, es una conquista de la clase trabajadora de la segunda mitad del siglo XX, expresada en sus organizaciones políticas y sindicales, a los derechos laborales, lo que nos diferencia de los esclavos, les ocurre lo mismo.

La cuestión no es negar que haya que comunicar bien lo que se hace, sino recordar, por extraño que parezca, que hay que hacer cosas, cosas que afecten directamente a la vida de los ciudadanos. El problema, de nuevo, es que Yolanda Díaz y su equipo van a contracorriente incluso en eso: la izquierda, reducida al progresismo liberal, parece siempre más preocupada por la narrativa, por batallas en base a lo que creemos ser, que por lo que realmente podemos conseguir. Hacer política útil no es simplemente teorizar sobre supuestos, ni siquiera simplemente legislar como quien escribe fábulas, es hacer leyes prácticas que puedan ser aplicables por el aparato público en un tiempo razonable, con unos instrumentos siempre escasos y con unas inercias que no siempre nos son favorables. Y en eso también se ha maleducado al electorado progresista: antes de asaltar los cielos hay que entender cómo funciona la administración, cuáles son los límites y cómo se pueden ampliar. Lo otro es literatura, necesaria para encender los afectos, pero poco más.

Decía Vázquez Montalbán, con bastante sorna, que comprendía cómo era “ético-estéticamente más estimulante ser un clochard maoísta que un miembro de la célula de farmacéuticos del PCF, sección territorial del Marais”, es decir, que la política es gris vulgaridad en la mayoría de las ocasiones, una gris vulgaridad que sí puede cambiar la vida de la gente a mejor, pero que la izquierda abandona, unas veces por gusto, otras porque no sabe, otras porque como no puede prefiere mentirse a sí misma, por las campanillas de lo retórico, lo identitario y la inmediatez. Hoy, actualizando a Vázquez Montalbán, es más llamativo ser un activista con acceso a los platós, que hable del carácter burgués de la familia, deconstruya las masculinidades o nos enseñe cómo hablar, que un simple sindicalista de una empresa de un polígono de la periferia de cualquier gran ciudad que consiga que se respeten los derechos laborales. Hoy, como ayer, una cosa es tan inútil como aplaudida y la otra tan necesaria como silenciada. Por eso el ministerio de Trabajo, Yolanda Díaz y su equipo, son tan incómodos para tanta gente, porque a unos les ponen frente al espejo de su codicia y a otros frente al reflejo de su incapacidad.

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