Mala hierba

Trucos de magia en la agenda pública

Portada Daniel Bernabé

La prestidigitación requiere de gran habilidad en el uso de las manos para ejecutar los trucos que dejarán al público absorto ante el inexplicable espectáculo. Pero no sólo. El mago además debe ser experto en el uso de la palabra, engatusar al espectador con humor o gravedad para conducir su atención a donde necesita, lejos de sus manos, que en el momento en que la audiencia ríe o escucha compungida, atiende quizá a la atractiva ayudante de mínimo vestido, realizan el movimiento apropiado a la vista de todos pero ausente de sus miradas.

La agenda pública debería estar compuesta por aquellos temas de interés general que atañen a un país. La agenda pública normalmente es una mezcla, cada vez más descompensada, entre lo necesario y lo contingente. La agenda pública acaba deviniendo en simple actualidad cuando los intereses de la minoría se imponen a los de la mayoría, no de manera diáfana, sino a modo de prestidigitación, situando por delante una serie de intrascendencias que permitan al mago realizar sus trucos. El público, que es a lo que se reduce la ciudadanía hoy, debe hablar siempre sobre lo que tú quieres que hable.

Este no ha sido un buen fin de semana para la derecha. Primero por cuestiones propias, Colón, donde no solamente se pinchó en asistencia, sino que además se evidenció la enorme debilidad de Pablo Casado, demasiado radical para sus electores tradicionales, demasiado contenido para los radicales: la pretensión de transversalidad es un arma de doble filo cuando estás a la baja. No es buen síntoma cuando en tu tema estrella, el nacionalismo españolista como respuesta a un independentismo declinante, no eres capaz ni de consensuar una foto de familia por miedo a los ecos de la primera, aquella que se llevó por medio a Ciudadanos.

Pero también ha habido temas ajenos que a la derecha le han hecho daño. Que la cuarta asamblea de Podemos no fuera noticia es una noticia en sí misma. Que Susana Díaz, esto es, González y Guerra, cayera derrotada ante Juan Espadas es otra. Ambos temas se complementan: que los antiguos dirigentes socialistas fueran portada de ABC al respecto de los indultos, tenía más que ver con debilitar a Sánchez, y por ende al Gobierno donde está Yolanda Díaz, que con Cataluña. Si Susana Díaz hubiera ganado las primarias andaluzas y Colón hubiera sido un éxito clamoroso, esta semana de finales de la primavera la actualidad se hubiera escrito en los medios con las palabras de “Sánchez dimisión, elecciones anticipadas”. Pero no.

Por eso, y no por otra cosa, hablamos del paseíllo de Sánchez, ridículamente magnificado desde sus afines, pero aún más ridículamente despreciado por sus detractores. Ya que no puedes hablar de lo que querías, situar la agenda pública en el derribo permanente a este Gobierno, ya que no quieres que se hable de tu debilidad agitando a tus huestes, Colón, que al menos se hable del grado de inclinación de Sánchez frente a Biden, con un experto en lenguaje corporal que, mediante un infalible sistema de ángulos matemáticos, concluya inapelablemente que el presidente es poco más que una vergüenza nacional digna de ser exiliada a Cabrera, como los once mil franceses presos tras Bailén.

Cuando a la derecha le salen las cosas bien saca una magnífica tajada al festejo. Sólo así se entiende que tras su victoria en las autonómicas de Madrid, inestimable ayuda mediante de un aparato mediático tan servil como eficiente, la actualidad política quedara marcada por una especie de cuenta atrás donde una guadaña apuntaba al cuello de Moncloa. La realidad, recuperación económica, crecimiento laboral, exitosa campaña de vacunación y estabilidad parlamentaria, marcaba justo lo inverso, una legislatura larga tras una pandemia en retirada, pero de lo que había que hablar, lo que el mago nos indicaba con sus palabras, era justo lo contrario. No, ni el Gobierno estaba tan débil ni la derecha tan fuerte.

Este proceso tiene también unos aliados inesperados en aquella parte del progresismo siempre adicta al apocalipsis, un poco por adicción, un poco por crear contenido digital, que es la única manera en que uno puede hoy en día hacerse ver y por tanto adecentar la carrera profesional o activista. Así, en este mes de la larga depresión tras la victoria del trumpismo castizo, el progresismo ha tenido como números estrella la caza del fantasma rojipardo, la discusión sobre un programa donde una señora atacaba a la racionalidad cis-hetero-blanca y, estos días, la estupefacción ante un curso de confección artesanal de compresas para la “gente que sangra”.

Escribía a finales de abril de 2020, cuando pasamos del confinamiento a la desescalada, que aquellas siete durísimas semanas habían tenido, si no algo bueno, sí algo aprovechable, al pelarnos la vida hasta el hueso y dejar en primera línea aquellos asuntos de primer orden para la sociedad. Avisaba de que la posnormalidad nos traería la vuelta de esta prestidigitación, hábilmente utilizada por la derecha, torpemente celebrada por la izquierda, confiando en que aquel traumático acontecimiento nos hubiera enseñado a no ser parte indefensa ante el truco. Evidentemente me equivoqué y, un año después, hemos vuelto a las andadas quizá porque como generación hemos olvidado, realmente nunca hemos visto, cómo la acción colectiva puede traer cambios de importancia a la vida de todos.

Claro que en estas últimas semanas hemos tenido justos aspirantes a temas de magnitud en esa agenda pública: inmigración, violencia machista, factura eléctrica o lucha contra los desahucios. Claro que, por otro lado, han sido breves fogonazos donde además hemos discutido sobre aquello que la derecha ha puesto encima de la mesa: menas, la opinión de un torero, la anecdótica plancha o la amenaza de una carestía de vivienda ante la regulación de precios. Ni siquiera, cuando la actualidad merece la pena, la izquierda tiene el mando sobre lo que se debate.

Ayuso, carente de cualquier otra virtud, insiste en colocar a la Corona como víctima de los indultos, desautorizando a Casado e incluso a voces cercanas a Zarzuela que han advertido de lo arriesgado, para el propio Felipe VI, de verse atrapado en tal cenagal. Pero a la presidenta madrileña, España, la Corona o el conflicto catalán le dan igual, seamos sinceros, porque a ella lo único que le importa es su entronización como musa de una derecha incendiaria y populista que, llegado el día, acabe con Sánchez en su segunda legislatura. Más allá de que le salga bien esta jugada —su predecesora moral, Esperanza Aguirre, nunca pudo completar la operación—, Ayuso sabe que su mayor poder es el dominio de la agenda pública: que se hable de ella, bien o mal, pero que se hable.

Se echan de menos los tiempos, apenas una década atrás, donde la izquierda, por la fuerza de las circunstancias, tuvo el timón del debate público. Donde las movilizaciones contra la corrupción o los recortes, la ofensiva ideológica que llegó a tomar el apellido de constituyente, incluso la esperanza de una Europa diferente impulsada desde el sur, copaban la actualidad cada día. La derecha tenía la misma potencia de fuego mediática, pero se veía obligada a hablar sobre lo que no quería hablar. Extraña que hoy, en unas circunstancias dispares pero parecidas, haya tal regodeo en seguir los temas que marca ese mago que domina la agenda, unas veces por incapacidad, otras por un insano hábito.

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