Plaza Pública

Hostias como panes

Ramiro Feijoo

Se comenta por doquier que la actuación de la Policía en el 1-O ha sido desmedida y desproporcionada. Que Rajoy ha perdido la campaña de la comunicación por los miles de imágenes y vídeos de violencia policial que han dado la vuelta al mundo socavando su legitimidad. Que le han marcado un gol por toda la escuadra con la realización de este pseudoreferéndum que al final ha tenido lugar (a pesar de las rotundas afirmaciones en sentido contrario). Pero no lo creo. Más bien parece lo contrario:

La actuación de las fuerzas de orden público se ha situado en un justo medio, y por tanto muy "medido", entre la línea dura (suspensión de la Autonomía, detenciones generalizadas de dirigentes y activistas, incluso recurso a las fuerzas armadas si es necesario) y aquellos que consideraron que el referéndum ya estaba desactivado desde el momento en que no había Sindicatura Electoral, ni censo, ni campaña... Rajoy ha dado satisfacción a aquellos que tanto le pedían "hostias como panes", a los que ansiaban una reacción dura e incluso violenta. Se ha situado convenientemente, por tanto, entre los que ya le llaman "traidor" y "tibio" por no suspender la Autonomía de inmediato y los que abogaban por soluciones meramente jurídicas. En este contexto, las escenas violentas pueden haber servido para escandalizar a los medios internacionales, pero también como icono simbólico necesario para cauterizar la furia de una parte de España.

Pero, ¿qué puede hacer a tantos odiar de esa forma a Cataluña y desear su castigo y humillación? Algunos nos echamos las manos a la cabeza en su momento por el "A por ellos", sin entender (o quizá sospechando) que el sentimiento podía ser generalizado. Creo que conviene detenerse unos minutos en la psicología social del fenómeno para entender dónde estamos. Ante este cuestionamiento del Estado pueden darse cuatro reacciones:

 

  • Indiferencia. Sucede entre aquellos con nula conciencia nacional española o entre indolentes universales.
  • Dolor. Sensación natural de aquellos que se sienten españoles y que desean seguir unidos a los catalanes por admiración, simpatía, amigos, etc., y que de algún modo sufren la partida y la separación. Me considero entre ellos.
  • Ofensa. Es el origen de la reacción que en apariencia se dice defensiva, pero que, en mi opinión, guarda en su seno a menudo ocultos rasgos ofensivos. La pregunta es, ¿ofensa a qué? La respuesta más sencilla: a nuestra identidad.

El nacionalismo se ha explicado de diversas maneras. La primera resulta de la justificación originaria del liberalismo en oposición a la legitimidad monárquica. Para ocupar su espacio político, inventaron la soberanía nacional, ese principio que hacía recaer el poder político último en la nación (que al principio representaban, por cierto, unos pocos, poquísimos), de tal manera que pudiera sustituir y contrapesar la supuesta legitimación divina de la monarquía. Durante todo el siglo XIX los dirigentes políticos se afanaron por levantar todo un rosario de símbolos exaltadores y legitimadores de la nación que diera sustento al nuevo Estado (La nacionalización de las masas, G. L. Mosse). Fueron los tiempos de la "construcción de la identidad" (Eric Hobsbawm y otros). El "pueblo" hoy ha asimilado completamente la ardua construcción de nuestros próceres del pasado.

El nacionalismo se ha relacionado también con el progresivo debilitamiento de la religión (secularización) como aglutinador social. El nacionalismo es, desde este punto de vista (Emilio Gentile, por ejemplo), sustitutivo de las religiones.

También se ha explicado por el progresivo individualismo de nuestras sociedades, que ha conllevado la desaparición de vínculos familiares, locales, grupales, gremiales, etc. El nacionalismo y otras formas de vinculación social nuevas o creadas (¡hasta el fútbol!) se ha interpretado como un nuevo método de cohesión social ante la soledad de un ciudadano contemporáneo que ha abandonado las antiguas fidelidades (o estas le han abandonado a él).

Como resultado de todo ello, el nacionalismo ha pasado a formar parte esencial de nuestras identidades. De este modo, el individuo del siglo XX y XXI cada vez se siente menos ofendido porque se le mente a la familia, al apellido o a la estirpe. La nación es nuestro principio constitutivo y la principal fuente de agravio.

El problema de la ofensa radica en que es una reacción a un ataque unas veces real y otras veces figurado o sentido. No es lo mismo cuando se produce por un insulto directo a nuestra nación, que cuando nos sentimos insultados porque otros dejen de considerarse parte de nuestro país, prefiriendo distanciarse o diferenciarse. El problema es que este pequeño y casi inaudible salto, que se llama despecho, se tome como ofensa y sobre todo que se traduzca en agresión. El problema es que, cuando alguien osa mentar que no quiere formar parte de nuestra comunidad, nuestra reacción de despecho se traduzca en desear verle arrastrado por los suelos. Aquí entramos ya en el terreno de lo patológico. Y es preciso destacar y denunciar lo que, desgraciadamente, me temo que está extendidísimo en nuestra sociedad y goza de una pimpante honorabilidad.

Sucede además que, conforme la ofensa se agranda, pasamos sigilosos al siguiente sentimiento:

 

  • La humillación. Ocurre cuando la personalidad se siente ultrajada, herida, y por tanto se tambalea inestable e insegura. En este estadio, la reacción tiene muchas más posibilidades de responder mediante la agresión, como forma de compensación violenta ante lo que se ha considerado un ataque que merma nuestro orgullo. Es la misma reacción del maltratador machista cuando opta por infligir, a aquella mujer que pretende separarse de él, más dolor del que ha recibido de ella.

La diferencia con el maltrato machista radica en que este es perseguido y castigado, mientras que la reacción de la que estamos hablando goza de una permisividad generalizada y es incluso, todavía, exaltada mediante cánticos y banderas.

En términos políticos muy gruesos, la derecha parece balancearse alrededor de la ofensa y la ultraderecha entorno a la humillación, con sus respectivas variables de respuesta. Theodor Adorno estudió hace mucho tiempo, traumatizado por el nazismo, este proceso al que llamó agresión autoritaria, que definió como el impulso agresivo del que siente que se ha atacado algún baluarte de su estructura de convenciones.

Naturalmente esto suscitó mucha controversia, pues dirigía la atención exclusivamente a la derecha y no a la izquierda. En mi opinión, sin razón, ya que Adorno y sus seguidores no sostenían que la izquierda no tuviera respuestas agresivas, sino que no se originaban ante los ataques, reales o sentidos, a los valores convencionales. Otros autores han descubierto más recientemente, desde otros puntos de vista, la relación entre humillación y ultraderecha. El nacionalismo, con sus ansias de grandeza y a menudo superioridad, es otra forma de compensación a la pequeñez creciente del individuo contemporáneo, agobiado y a menudo humillado por sus miserias cotidianas.

Otra explicación de la teoría del autoritarismo de Adorno, más globalmente comprensiva (sin aludir necesariamente al nacionalismo), recurriría a describir la forma en que cierta personalidad conservadora se siente amenazada por la diferencia, que cuestiona también sus valores fundamentales con su mera existencia. El desafío nacionalista catalán supone, qué vamos a decir, un claro cuestionamiento de la bondad del nuestro.

El partido en el Gobierno parece estar aprovechándose de todo esto, porque conoce a los suyos y a muchos otros que pueden serlo. Seguramente por eso consideró necesario dar una ración "medida" de buenos porrazos, sabiendo además que serían fotografiados, porque era la respuesta esperada de tantos y tantos. Lamentablemente, también lo señaló Adorno, lo patológico puede rebasar lo excepcional y alcanzar a amplios segmentos sociales.

Nos hallamos en uno de esos momentos en que el orgullo herido, por mucho que se disfrace de legalidad, injusticia o defensa de los nuestros, está tomando vuelo y extendiéndose hasta el último recoveco del país. Ya se está traduciendo en agresión. Y todo indica que en avance.

El PP, agobiado por los casos de corrupción, ha hallado en este sentimiento inmundo, que no tiene nada de honorable ni grandioso, sino sólo de mezquino y acomplejado, la tabla de salvación que le lleve a crecer de nuevo. Desde hace años lo está engordando con cuidado, negándose a entablar cualquier diálogo, elevando el odio sin pudor y alimentando las afrentas a los catalanes. En este juego que ya parece estrategia meditada y planificada, sólo le queda seguir incendiando el contexto para la declaración de independencia, proclamar el 155, que después del discurso del rey está en ciernes, convocar elecciones anticipadas, ganar (sueñan) con mayoría absoluta y seguir, ahora sin impedimentos, con el espolio del Estado para sus fines partidistas y particulares en forma de sobres o pelotazos.

¿La solución a todos nuestros males?

Tal vez en la redondez de su estrategia cuente con que Cataluña nunca podrá separarse en la Europa del siglo XXI y que el Estado tendrá siempre las riendas de la situación atadas y bien atadas. Pero está jugando con fuego, porque en río revuelto es difícil calcular las consecuencias de un escenario en el que impera una sociedad catalana cada vez más cabreada y decidida a desobedecer al Estado. Hasta abuelos hemos visto enfrentados a la Policía... Pase lo que pase, esta estrategia bélica ya está dejando heridas que harán cada vez más difícil la convivencia y el diálogo.

Efectivamente, es dolor lo que siento. ____________

Ramiro Feijoo es profesor de Historia Cultural.

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