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El enemigo dentro de nosotros

María Eugenia Rodríguez Palop

Hay una diferencia sustancial entre quienes afrontan esta emergencia sanitaria poniendo el acento en la globalización del riesgo y quienes lo hacen poniéndolo en la ‘vulnerabilidad compartida’.

Quienes consideran que enfrentamos un riesgo común entienden que tenemos que activar todos nuestros mecanismos de defensa pagando el precio que haga falta para sobrevivir. Las pretensiones sancionadoras, los ciudadanos convertidos en soldados, el lenguaje de la guerra o el repliegue nacional del “sálvese quien pueda” no se deducen necesariamente de esta posición, pero suelen derivarse de ella. Frenar la propagación del contagio podría exigir el sacrificio de derechos propios y/o ajenos, o desembocar en un estado de excepción casi permanente en aras de la seguridad total. Cabría sacrificar, incluso, a algunos ciudadanos si con ello se incrementara la ganancia en términos securitarios, económicos o de bienestar de la mayoría. De hecho, hay quien ha querido afrontar esta crisis recurriendo a la vieja receta del darwinismo social.

Algunos mandatarios como el británico Boris Johnson reaccionaron inicialmente apelando a la “inmunidad de rebaño”, en la idea de que el crecimiento económico era imparable y de que la muerte de personas mayores o enfermas bien valía una misa. No ha sido el único que ha defendido estas tesis, pero el hecho de que él mismo haya pasado por la UCI, enfermo de coronavirus, de que haya peleado por su vida y haya tenido que retroceder sobre sus pasos, hace muy especial este caso. Las finanzas cuentan más si los afectados son ‘prescindibles’ pero, como se demuestra con Johnson, basta con que uno de ellos sea considerado “socialmente relevante” para que se desmonte la tesis utilitarista que lo reduce todo a una evaluación de costes y beneficios. La bolsa cuesta más que la vida, en función de la vida de la que hablemos.

Tomar conciencia del riesgo compartido no nos lleva mecánicamente a una sociedad mejor, porque cuando hablamos de una globalización del riesgo apelamos, generalmente, a una motivación autointeresada para confrontarlo. El famoso dilema del prisionero solo refuerza el marco de la racionalidad estratégica advirtiéndonos de que, en determinadas circunstancias, nos conviene más cooperar que no hacerlo. Nos anima a firmar una tregua con los “otros” pero sin convertirnos, en ningún caso, en seres genuinamente cooperadores o solidarios. De manera que resulta difícil imaginar una sociedad diferente articulada con estos mimbres.

Para alumbrar la ‘nueva normalidad’ a la que nos encaminamos, no debemos acentuar tanto los riesgos compartidos como los vínculos que tenemos para responder a ellos: la vulnerabilidad y las necesidades compartidas (materiales y afectivas), y lo que hacemos en común. Parece lo mismo, pero no lo es. Ni el todo es el resultado de la suma de las partes, ni la solidaridad se deduce de la simple agregación de acciones solidarias.

Tomar conciencia de la necesidad del otro, de nuestra (inter)dependencia, desborda, con mucho, una sociedad del riesgo basada en la simple exigencia de inmunidad. Como decía el filósofo francés Edgar Morin en una entrevista reciente: “‘Yo me quedo en casa’ significa no solo protegernos a nosotros mismos, sino también a los otros individuos con los que formamos nuestra comunidad”. Es decir, no solo nos confinamos por el miedo a contagiarnos, sino por el miedo a contagiar a los demás.

La comunidad rompe las barreras protectoras de la identidad individual, y la inmunidad las reconstruye de forma defensiva y ofensiva contra todo elemento externo que venga a amenazarla.

La inmunidad, dice Roberto Espósito, “reconduce a la particularidad de una situación definida precisamente como algo que se sustrae a la condición común […]. Cuando la inmunidad, aunque sea necesaria para nuestra vida, es llevada más allá de cierto umbral, acaba por negarla, encerrándola en una suerte de jaula en la que no solo se pierde nuestra libertad, sino también el sentido mismo de nuestra existencia individual y colectiva”. O sea, que puede decirse que lo mismo que salvaguarda el cuerpo individual, social y político es lo que impide su desarrollo y, sobrepasado cierto punto, amenaza con destruirlo. Frente a la inmunidad, lo que une a la comunidad es el cuidado (lo que debemos) y no el autointerés (lo que nos deben); es la obligación de cuidar lo que constituye su base, y únicamente el cuidado la hace posible y sostenible en el tiempo. Sálvese el que cuide.

Por esta razón, pasar de una visión inmunitaria a una visión comunitaria de la crisis es un requisito indispensable para afrontarla de manera exitosa. Esto es, no solo poniéndonos a salvo en términos securitarios, sino fortaleciendo nuestros tejidos y corrigiendo los errores que nos han traído hasta aquí. Si buscamos inmunidad, el otro sólo puede ser un enemigo o un aliado; si buscamos comunidad, lo importante es lo que hay “entre” nosotros, como señala Marina Garcés, “entre” los otros y yo.

Si seguimos insistiendo en que lo único que compartimos es un sinfín de males presentes y por venir, no habrá porvenir alguno para ningún “nosotros” perdurable. Si solo vemos amenazas virales, sequías, olas de calor, tormentas masivas y catástrofes, no podremos contener el pánico colectivo ni animar a nadie a responder de una manera genuinamente solidaria.

La solidaridad exige asumir que soy un yo “entre” otros (diferentes de lo que soy yo y a la vez iguales a mí), de forma que, como dice Thomas Nagel, las mismas razones que me llevan a preocuparme por mi yo futuro, me lleven también a preocuparme por otros “yoes”, pues en ambos casos, al tomar mis decisiones, he de considerar los intereses de entidades que no están presentes en mi conciencia aquí y ahora. No hay solidaridad si no se aprende a incorporar a los “otros” cuando hacemos un análisis de costes y beneficios. La solidaridad, en palabras de Richard Rorty, exige ampliar el círculo del nosotros a los que antes considerábamos ellos.

Esta emergencia sanitaria, que es un síntoma más de nuestra crisis civilizatoria, nos amenaza como conjunto, porque no solo acarrea la pérdida de vidas humanas, sino que pone en peligro aquellos elementos de continuidad que nos sitúan en el mundo y nos anclan en el tiempo. Si queremos afrontarla sin retroceder, no tenemos que levantar muros sino construir puentes; no se trata tanto de (re)armarse hasta los dientes frente al enemigo compartido como de alimentar el músculo social-comunitario asumiendo que el enemigo no está en los afuera sino instalado, como el virus, dentro de nosotros mismos.

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María Eugenia Rodríguez Palop es eurodiputada por Unidas Podemos y profesora de DDHH, filosofía política y del derecho en la Universidad Carlos III de Madrid 

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