Plaza Pública

La España responsable y… la otra

Joaquín Ivars

… La irresponsable, claro. Desde luego esta dicotomía no es privativa de España, la estupidez no tiene fronteras ni entiende de geopolítica, raza, sexo, condición, etc.; pero este es el país en que de momento nos toca vivir y del que puedo hablar, España, el estado español o como se tenga a bien llamar a este conjunto de habitantes y territorios, personas y paisajes que por ahora solo pueden ampararse bajo la misma Constitución y bajo mandos únicos o compartidos de diversas maneras.

Dos Españas, pues, como siempre, pero esta vez manifiestas desde la responsabilidad individual. Dos Españas que se expresan transversales a lo rojo y a lo azul, a las izquierdas, las derechas, los nacionalismos, el centro o lo que toque. Dos Españas que enfrentan dos modos de estar en el mundo más allá de las ideologías, las clases socioeconómicas, la nación o la autonomía, el género, el sexo, la raza, etc. Dos Españas que se retan en un duelo, el de siempre, pero ahora trastornado por un virus que revela la calaña personalísima de cada uno de nosotros.

Hay gradientes, desde luego. Entre los polos extremos de estas dos Españas se expresan diferentes niveles de responsabilidad, pero sabemos que a este país le va la marcha y tirarse al monte es deporte nacional –para algunos y algunas no importa si entramos en guerra o si caen viejos o niños mientras no sean los suyos. España no es lugar de matices ni de penumbra; las sombras son duras, y la luz quema, o eso dice el tópico que finalmente nos encontramos cada día a la vuelta de la esquina. Pero más allá de la España a bastonazos, en este caso que nos ocupa, el de la enfermedad y la muerte, nos encontramos con un asunto verdaderamente extremo en sí mismo y que, más allá de los errores humanos, no permite las medias tintas: o eres responsable o no lo eres. Diríamos que en medio de la fluidez social en la que chapoteábamos hasta hace nada y además de la rigidez de polarizaciones políticas al uso, nos encontramos con que la cosa de la pandemia nos plantea un dilema cartesiano, binario, que se reduce a dos polos: o eres responsable y cuidas de ti mismo y de los que te rodean, o eres un irresponsable que apuesta en la ruleta la vida propia y la de los demás; par e impar o rojo y negro se manifiestan como vida o muerte. Y en ese macabro juego, los presuntos colaboradores necesarios, los cómplices del virus, apuestan en favor de la guadaña.

Vas por la calle de cualquier ciudad y te encuentras en menos de cien metros de recorrido las dos Españas, solapadas, actuando de modo opuesto pero, desgraciadamente, compartiendo un mismo destino. Ves personas que llevan la mascarilla, puesta y bien puesta, que se apartan para no invadir el espacio de seguridad de nadie y así preservar libre de contagio su propio ámbito; aprecias, por ejemplo, quienes conducen con prudencia vehículos de todo tipo (patinetes, motocicletas, automóviles, taxis, furgonetas de reparto, bicicletas, etc.) respetando la señalización y evitando poner en peligro la vida propia y la de los demás -cuantos menos vayamos a un hospital mucho mejor para todos-; se ven ciudadanos observando estrictamente las medidas de higiene: el uso de geles desinfectantes, el lavado de manos, las mascarillas, las pantallas, etc. En fin, todos sabemos de qué hablo, esa España que representa el cuidado del otro y de uno mismo y que expresa el lado que pretende conservar la vida y el futuro, propios y ajenos. Habrá quien intente patrimonializar esos valores, pero es imposible; no hay partido, nación, color de piel o tipo social que pueda hacerlo. La prudencia última -la que se enfrenta a las parcas a pie de calle con miedo pero con la firme determinación de no perder la batalla-, es una cuestión que solo atañe a su último destinatario: el individuo. Las necesarias recomendaciones generales que pretenden ahuyentar el virus, sacarlo de nuestras vidas y de nuestro futuro, han de actualizarse, hacerse acto, en cada uno de los que tenemos acceso a algunos medios para evitar el contagio. De nada sirven las buenas palabras -ni los consejos de salud pública, ni las sanciones, ni las evidencias-, si cada uno de los actores no asume su propia responsabilidad.

Repito: Vas por la calle de cualquier ciudad y te encuentras en menos de cien metros de recorrido las dos Españas, solapadas, actuando de modo opuesto pero desgraciadamente compartiendo un mismo destino. Ves personas que te miran por encima del hombro si llevas puesta la mascarilla, con esa mirada que parece querer decir: “pobre estúpido adocenado, eres un infeliz que se acobarda y arruga su vida por un minúsculo trozo de ARN… Mira cómo yo sí luzco mi sonrisa más ufana mientras tú escondes bajo ese velo el terror que te aleja a cada paso que damos”; vas por el mundo y te encuentras con fiestas y botellones donde nadie respeta la más mínima norma porque los asistentes se creen a salvo de los daños, y entonces lanzan el salvoconducto para que circule entre los afortunados: “eso es cosa de viejos, o de débiles, que se mueran, que a mí me importa un bledo”; observas cómo hay personas que desafían las medidas higiénicas porque “eso es cosa de memos y de aguafiestas”, y “si mueren sanitarios, que se jodan, que para eso les pagamos”. O lo que es aún peor: “Pero si no pasa nada, esto ya se acaba, venga, vamos a lo que íbamos”. En fin, todos sabemos de qué hablo, esa España que representa el descuido del otro y de uno mismo y que expresa el lado tenebroso que pretende aniquilar la vida y el futuro. Y te encuentras en ocasiones rodeado por ese ambiente frívolo, brutal y fanfarrón que reta continuamente a la España de la prudencia y la responsabilidad, a la España que sabe del dolor propio y ajeno y que cada día se aplica y lucha por evitarlo.

Ni que decir tiene que las instituciones (gubernamentales, autonómicas, locales y de todo tipo) podrían haberlo hecho mejor, ¡aún están a tiempo de enmendarse! Y los medios de comunicación también. Quizás todos podíamos haberlo hecho un poco o bastante mejor, pero desde luego lo que no cabe a estas alturas es empeorarlo; aún menos, sabiendo lo que ahora sabemos. La mayoría de instituciones ha mostrado diligencia pero tardía, sea por las razones que sean (históricas: pérdidas de memoria; psicológicas: déficit de atención; políticas: ausencia de liderazgo; partidarias: mezquindades de todo tipo; técnicas: falta de previsión; económicas: recortes en lo más básico, etc.). Los distintos gobiernos han estado faltos de reflejos, no han mostrado capacidad y competencia hasta que la cosa ya estaba bien encima y se han revelado todas las carencias que presenta nuestro sistema de salud pública y social, algo que han pagado con muerte y sufrimiento tanto pacientes como personal sanitario y de servicios esenciales. Los recortes, hay que decirlo claramente porque es de una evidencia palmaria, nos han dejado esta triste herencia que se ha hecho notar de manera cruel con decenas de miles de víctimas en estos tiempos de necesidad apremiante y superlativa. Todos esos errores y los delitos que se hayan cometido deberán sufrir las consecuencias, en las urnas y en los tribunales, respectivamente. Pero insisto en que aún están a tiempo las instituciones, porque esto no ha concluido, ni mucho menos; incluso puede empeorar notablemente en sucesivas oleadas, aunque a veces haya estúpidos y temerarios que piensen que esto ya se acabó o está a punto de hacerlo, cuando vemos con estupor que en estos día de final de alarma y llegada de la nueva normalidad se detecta un repunte mundial. Ahora tenemos las cifras más altas desde que empezó esta implacable pandemia que se acelera y corre como la pólvora por todo el planeta.

Y podemos preguntarnos si los medios de comunicación están o han estado a la altura, en especial aquellos dotados de infinitas posibilidades gráficas y audiovisuales. Se ven en las cadenas de televisión programas que tratan el tema de modo tan frívolo, bruto y fanfarrón como lo hacen esos individuos que mentaba más arriba. Te encuentras la prevalencia de imágenes cursis, acompañadas de músicas que bien sirven a la épica o al folklore más patético y que animan al abandono de medidas porque se contagia la alegría del fin de las restricciones como si aquí no hubiese pasado nada ni pudiese volver a pasar. Y, sin embargo, no se muestran las imágenes relevantes que darían verdadera cuenta de lo que ha ocurrido, sigue y seguirá ocurriendo en los próximos meses. Se ha optado en multitud de medios por esconder el dolor y el sufrimiento, se ha hurtado la posibilidad de algo tan pedagógico para el ser humano (especialmente para la sensibilidad de nuestros jóvenes) como abrir los ojos frente a la dureza de la vida, la enfermedad y la muerte. Nos han empachado con aplausos y canciones de ánimo -sin duda unos más que merecidos y otras más que necesarias-, pero han olvidado que su misión es informar verazmente y con el máximo detalle soportable de lo que le ocurre a nuestros conciudadanos. Si se decía que las guerras del Golfo no tuvieron lugar porque nadie las retransmitió, en este caso se ha decidido no mostrar el horror, no vaya a ser que se enciendan las alarmas porque se ponga a la vista lo que está sucediendo; ese miedo a ser tachado de alarmista cuando lo que está en juego es la vida de decenas de miles de personas. ¿No era mejor sobreactuar que quedarse corto? Ese miedo al ridículo tan español. Por eso, cuando sales a la calle te encuentras tanto narcisista irresponsable, porque desde hace tiempo se mantiene a las poblaciones en un infantilismo permanente, en el show mediático y embrutecedor. Por todo esto, hemos descubierto las dos Españas que atraviesan de lado a lado instituciones, los medios de comunicación, las empresas, los partidos y los individuos de uno y otro signo.

La España que está dispuesta a sacrificar más vidas con tal de no quedarse atrás en esta carrera hacia el dorado de la inmediata recuperación económica, probablemente seguirá antes la ruta del cementerio de cuerpos y bolsillos si cada uno de nosotros y nosotras no reconoce su cuota de responsabilidad particular e intransferible. Aquí no hay lugar para el juego partidario o la especulación intelectual. Aunque les hablo desde el lado progresista del tablero, ojalá que las ideologías de uno y otro costado asuman estas cosas de razón, entren en ella y decidan alentar a los ciudadanos que transitan por estas dos Españas de siempre para que pongan sus capacidades a disposición de la salud, el bienestar y el futuro de todos para que juntos por una vez, aunque sea por una sola vez, rememos en la misma dirección (igual le cogemos el gusto y probamos más a menudo). Del Spain is different al Spain for sure hay muchos años de esfuerzos y contradicciones, avances, pasos en falso y retrasos, pero no olvidemos que vamos navegando en el mismo barco; cuantos menos se salven de este naufragio peor para todos, al menos para algunos. Esta maldición, que no ha sido la primera ni será la última que nos afecte, solo podremos superarla con responsabilidad; pero si, acabada la alarma, hay políticos que insisten en no estar a la altura, decidamos cada uno de nosotros y nosotras ir más allá de esa “nueva normalidad” que nos proponen para que no solo la tengamos nueva sino mejor; como poco, menos miserable. En cada quién está la respuesta.

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Joaquín Ivars es escritor, artista visual y profesor de Arte y Arquitectura en la Universidad de Málaga

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