Plaza Pública

El regreso

Varias personas esperan para hacerse la prueba de PCR ante un centro de salud de Villaverde.

Baltasar Garzón

“¿Volver? Vuelva el que tenga, tras largos años, tras un largo viaje, cansancio del camino y la codicia, de su tierra, su casa, sus amigos, del amor que al regreso fiel le espere”.

Luis Cernuda. Peregrino. Desolación de la quimera.

El peregrino que deja ver Luis Cernuda en esta estrofa es una metáfora de nuestro propio recorrido nómada entre dos tiempos, que hoy parecen casi implantados en realidades o dimensiones diferentes. El antes, una normalidad añorada por lo conocido, por lo habitual, por nuestra vida supuestamente inalterable y el hoy, que se reinventa en la adversidad y por momentos se revienta a cada golpe de rebrote, con la amenaza latente de que cualquier intento de olvidar el presente puede ser sancionado con el contagio y la enfermedad de consecuencias imprevisibles. Esos “olvidos” como no portar la mascarilla, reunirse sobrepasando el número aconsejado de ciudadanos, no guardar las distancias requeridas, obviar la higiene… son pasos hacia una posible desgracia anunciada. Transgredir esas reglas creo que supone un grito de nuestro inconsciente, a veces de nuestro consciente, en la rebelión ante una realidad que no deseamos, que se nos hace a ratos difícil de sobrellevar y que algunos se atreven a negar. La negación no deja de ser una postura cobarde de quienes no son capaces de asumir la realidad y los retos a los que nos enfrentamos y acuden a ello destruyendo su propia esperanza. Es la política del avestruz –meter la cabeza bajo tierra y esperar que escampe– o la del caos.

Este propio y particular viaje no ha durado largos años, como el que afrontó Cernuda, pero sí que ha sido un intenso recorrido de un estado rutinario hacia la nebulosa en que hoy nos encontramos y que se caracteriza por una mezcla de prudencia, incluso temor, incertidumbre y algo de desconfianza hacia quienes –conjeturamos– deben darnos respuesta. También, y eso es malo, recelo hacia el vecino que puede estar contagiado y transmitir inadvertidamente la enfermedad, lo que lleva a algunos a la desconfianza, al rechazo y a culpar al otro de algo que no ha sucedido, aunque puede ocurrir. Este último sentimiento invoca el peligro del estigma, de marcar de manera indeleble a quienes hemos sufrido el virus, a mirar con desconfianza a ciertos colectivos más vulnerables a la enfermedad o a la alarma cuando la app de nuestro teléfono nos avise de que hemos estado cerca de alguien que ha dado positivo.

En común tenemos con ese añorante viajero de Cernuda la nostalgia de lo que fuimos y la esperanza de que lo nuestro, lo que nos es propio y aquellos a quienes queremos, sigan ahí, inalterables en el espacio y en el sentimiento. También ellos, los nuestros, se intentan acomodar a esta nueva dimensión provocada por el virus. Por tanto, todos tenemos primero que aprender a reconocernos y establecer las bases de nuestra relación igual pero distinta, a través de la asfixia de una mascarilla que nos dificulta la respiración, aunque a la vez nos da seguridad de vida. Ocurre en casa, donde ha habido que repensar las salidas al exterior priorizando la salud a otras necesidades, o dejar de ver por prudencia a los mayores, o evitar el contacto para expresar el afecto.

Negacionismo y sentimientos

Frente a la actitud mayoritaria que busca hacer lo debido, están aquellos que se apalancan en la frontera de la negación, rechazando que lo que ocurre sea verídico, alentando teorías conspiratorias o simplemente insurrectas, recelando de las restricciones por lo que, dicen, es una imposición sin sentido. Se ven sobrepasados por las circunstancias y pretenden cerrar los ojos a lo que hay, en vana seguridad de que así no existirá. O bien, están manipulados por elementos que tienen fines interesados en acabar con el sistema político o, simplemente, buscan sembrar el caos y la discordia.

En muchas ocasiones se ve a la ultraderecha maniobrando y escenificando una actitud de superioridad como lo hacen los mandatarios de países como Estados Unidos o Brasil que, quitándose la protección facial o alentando a tomar lejía, se pretenden inmunes ante el virus en una actitud que hace estragos entre los ciudadanos.

Sumidos en su propia lógica, conducidos por fuerzas que se aprovechan de su buena fe o de su capacidad de asumir disparates, los negacionistas se convierten en una bomba de relojería contra el colectivo y, en particular, contra los más jóvenes que están deseando disfrutar de la vida sin cortapisas, porque en eso consiste la juventud.

Ante esos extremos hay que aplicar la ley con mano dura, incluso la ley penal si corresponde, en la medida en que se atenta contra el bienestar de todos. No existe el derecho de contagiar a los demás. La letalidad del virus ya la conocemos, por tanto, el contagio consciente debe tener unas consecuencias. No es una broma. Que personajes con relevancia cultural y pública que deberían dar ejemplo se presten a este juego macabro es verdaderamente lamentable. No es permisible un discurso que socava la confianza y merma la voluntad de combatir la crisis. Es una tarea de los gobiernos, de las fuerzas de seguridad, de los jueces, de los medios de comunicación y también de cada uno de nosotros.

Sin embargo, de esta pandemia me maravilla que, en tan pocos meses, episodios aún cercanos que dieron pie al escándalo se revisten con una pátina de polvo propia de una época remota. Pienso en el procès que vivió Cataluña y en que hoy el conflicto ante la próxima Diada no se centra en la libertad de los presos sobre los que se escucha poco, sino sobre la conveniencia o no de celebrar un evento que agrupe a tanta gente en tiempos en que la aglomeración es un riesgo. Recuerdo que el periodista kurdo-sueco Hamza Yalzin, cuyo caso defendí ante una solicitud de extradición del gobierno de Turquía, tras su paso en 2017 por una prisión catalana en plena fiebre independentista, comentaba: “Lo de Cataluña es puro sentimiento”. Pienso en esas palabras bajo la luz de la distancia y veo que tenía razón. Ahora bien: ¿seremos capaces de quitarnos la vestimenta de la crispación y analizar este y otros temas de forma sosegada y con perspectiva de futuro? Quizás primemos la convivencia frente a otros criterios y ojalá que esa posibilidad se imponga en todos los protagonistas de esta historia, deslindando la emoción pura del raciocinio.

Todo ha cambiado

La otra pregunta es: ¿son los políticos capaces de rehacer el presente y reconocer que el pasado es a veces un hito contradictorio? Lo vemos en Europa con países que se han venido a denominar frugales y que se oponen a la imprescindible solidaridad con economías más endeudadas. Lo vemos con los gobiernos ultraderechistas, anclados en sus posiciones que amparan el beneficio de los fondos de inversión y las grandes empresas que manejan el mundo a su gusto. Lo vemos con nuestra oposición, aferrada a la negativa de arrimar el hombro a cualquier iniciativa que, pese a ser indispensable para la sociedad, suponga que puede dar aliento al Gobierno progresista. Como los dinosaurios, se resisten a avanzar, a dejar aparte el egoísmo o los intereses espurios, haciendo caso omiso del gran desastre que también puede acabar con ellos.

El sociólogo, filósofo y amigo Boaventura de Sousa Santos escribía recientemente: “Cada vez es más evidente que si las sociedades y las economías no adoptan formas de vida distintas de las basadas en la explotación injusta e ilimitada de los recursos naturales y los recursos humanos, la vida humana en el planeta estará en riesgo de extinción”.

Es verdad. Es el pensamiento progresista humanista el que está poniendo la mirada a mediano y largo plazo para fijar el nuevo rumbo de este mundo en el que todo ha cambiado, aunque no lo parezca. Basta ver los trabajos presenciales restringidos, la mirada de los niños que inventan un curso escolar diferente o nuestra actitud en las terrazas de los bares, el quita y pon del tapabocas para tomar el café y el lavado de manos tras cada difuso toque de objetos ajenos. O la necesidad de traducir las arrugas de los ojos en sonrisa o en disgusto. Tal vez la manera de expresar amor a distancia, sin caricias ni besos, sea el mayor sacrificio que nos ha traído esta condenada pandemia.

Leí un artículo sobre el asombro de los científicos ante la constancia de una onda gravitacional enigmática. Su origen data de hace siete mil millones de años, cuando chocaron dos agujeros negros; y es ahora cuando tal fenómeno se ha hecho evidente. La relatividad del tiempo es tan impactante como la conciencia de la irrelevancia de los problemas concretos que considerábamos primordiales. Esa contradicción es la base de lo que somos.

En conclusión, el regreso no existe. Nunca volveremos a lo que fuimos. Crearemos otros modos y otras maneras de relacionarnos y seremos diferentes. La esperanza es que también seamos mejores.

El viaje del que da cuenta Cernuda, y con el que iniciaba este artículo, refleja nuestro propio éxodo y la forma de afrontarlo. Dice el peregrino:

Sigue, sigue adelante y no regreses,Fiel hasta el fin del camino y tu vida.No eches de menos un destino más fácil.Tus pies sobre la tierra antes no hollada,Tus ojos frente a lo antes nunca visto.

Baltasar Garzón es jurista y presidente de FIBGARFIBGAR

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