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Y vendrán más años malos…

Fotografía tomada en Sydeney (Australia) el sábado 2 de enero.

Ana Garcia Hom

Cuando las cosas salen mal, a veces tendemos a esforzarnos para estar mejor preparados por si vuelve a suceder lo mismo. Pero los mismos desastres difícilmente suceden dos veces, y, si lo hacen, casi nunca de la misma manera. En ocasiones, se complican, en otras mudan a peor, y casi siempre dejan tras de sí un rastro de incertidumbre asociada a un sentimiento de fragilidad e inseguridad respecto al futuro. Si bien podríamos ser indulgentes respecto a errores de este calibre cuando lo que está en juego solo afecta y concierne a un individuo, lo mismo se torna intolerable cuando esas mismas re-acciones afectan al conjunto de la sociedad. Esto es lo que está sucediendo con la no gestión de la pandemia, o para ser concisos, con su in-di-gestión en dos acepciones antojadizas. Una, la torpe e ignorante gestión política —pero también comunicativa—; y dos, el hartazgo generalizado de tener que vivir para, con y dentro de un fenómeno que solo trae consigo malestar e intranquilidad de modo similar a los síntomas de un mal ágape.

Efectivamente, las consecuencias de una in-di-gestión de estas características son de tal magnitud que impactan de forma significativa en las narrativas sociales (cómo nos contamos aquello que pasa), culturales (qué herramientas usamos para afrontarlo) y políticas (por qué lo hacemos de esta manera) de las que formamos parte. De este modo, creemos haber aprendido de las adversidades atendiendo y enfocándonos en los detalles de lo sucedido (como, por ejemplo, cuando se imponen límites a nuestros encuentros sociales, exigiendo el uso de máscaras para evitar inhalar y/o exhalar posibles patógenos o la draconiana medida de confinar parcial o totalmente personas, bienes o servicios). Ocurre, sin embargo, que este tratamiento aislado de las partes del problema nos dificulta identificar lo que podríamos mejorar, de forma sistémica, para prepararnos frente a estas y otras adversidades en general. Así es, los cambios que hoy realicemos quizás nos mantengan a salvo de la repetición de unas circunstancias que hoy nos perjudican. El problema es que nuestra fragilidad perdura por lo que, casi con total seguridad, el próximo percance nos volverá a dañar.

Este proceso se ve agravado por la esterilidad de las políticas aplicadas al fenómeno de la pandemia. La gestión pública tiene profundas implicaciones sobre cómo reaccionamos durante, pero sobre todo y también, después de un desastre. Tanto es así que, a tenor de lo que está sucediendo, algunos tenemos la impresión de que no estamos aprendiendo nada.

Al pensar seriamente en la puesta en escena de algunos de los actores que, legitimados o no, agitan —que no estimulan— el debate social, uno advierte que quien puede (o debe) responder a ciertas cuestiones, no sabe cómo planteárselas; que quien puede (o debe) establecer objetivos, no sabe cómo determinarlos; que quien piensa en cómo hacer las cosas, no piensa en si vale la pena hacerlas de este modo. Esto afecta tanto a actores políticos como científicos: unos por miedo a ser expulsados de la tribu —de ahí sus malas decisiones—, otros por sobreestimar el objeto de conocimiento y subestimar al sujeto. Agitar es una cosa, liderar es otra. Si a esto le añadimos el actor mediático versado en embarullar a los dos anteriores en un propósito por parecer plural e independiente, el resultado contribuye a convertir a los individuos en selectores interesados de opiniones en lugar de electores reflexivos. Mientras, ellos refuerzan su papel de formadores en lugar de informadores.

La in-di-gestión de las estrategias políticas, científicas y mediáticas presentes nos hace más vulnerables a sorpresas futuras porque, realmente, lo que la mayoría quiere es no volver a ser sorprendida y desprevenida. Urgen acciones dirigidas a simplificar el curso de las decisiones, de lo contrario corremos el riesgo de tomar las peores, tanto individuales como colectivas. A medida que aumenta la cantidad de opciones y de excepciones el esfuerzo requerido también es mayor, razón por la cual aquello que acabamos haciendo empeora el resultado global.

Anomalías de lo normal

Anomalías de lo normal

La conclusión a lo anterior no es otra que la segunda acepción de la in-di-gestión antes apuntada: la sensación de estar engullendo alimentos sin tiempo para su asimilación. La percepción social de ser víctimas de un contagio múltiple, es decir, de estar expuestos a diferentes y contradictorias fuentes de contagio (vírica, política, científica, comunicativa, económica, etc.,) nos lleva, de forma interesada, a actuar irresponsablemente, justificando el “no se vale” como baza para seguir haciéndonos trampas al solitario.

Quizás hoy nuestro salvavidas consista en soportar que el demonio esté en los detalles, aunque vendrán más años malos, y nos harán más ciegos.

Anna Garcia Hom es socióloga

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