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Los pactos y los vetos se adueñan de la campaña catalana sin suma a la vista para la gobernabilidad

Plaza Pública

Desafección

Santiago Abascal, presidente de Vox, en el mitin del cierre de la campaña, que él mismo ha dirigido.

Toño Benavides

La irrupción de un partido como Vox en la escena política, a raíz de las últimas elecciones andaluzas, vino a demostrar que el fascismo, el de toda la vida, seguía estando allí como si el niño del microrrelato de Augusto Monterroso hubiese despertado alarmado por el ruido y la furia de un discurso de Hitler.

No se había ido. Hibernaba como el oso bajo la nieve, como la ineludible posibilidad del cáncer o la sífilis, fuera del marco democrático entendido no como un conjunto de parámetros técnicos sino como una cultura del diálogo y la tolerancia.

Es importante emplear ese término (fascismo) como un apelativo genérico para no caer en estériles debates epistemológicos y usarlo sin complejos de la misma forma que lo hacemos con el término “mierda” para referirnos tanto a la basura biodegradable como a la bosta de una vaca, con la diferencia de que el estiércol del ganado al menos tiene utilidad como fertilizante.

La carga eufemística de otras expresiones como “extrema derecha” o “ultraderecha”, perfectamente aplicables a un partido como el PP, sobre todo en comparación con sus homólogos europeos, podría confundirnos sobre la verdadera naturaleza de un partido como Vox cuyo discurso en temas como la inmigración, la identidad nacional o el feminismo es básicamente el mismo que el de cualquier grupo neofascista.

En la pasada campaña madrileña, la emulación consciente de los métodos de propaganda empleados por el partido nazi o los fascistas italianos, basados en el señalamiento y la deshumanización del adversario con el fin de despojarlo del estatus de contendiente político y presentarlo como una plaga social, no dejan lugar a dudas y califican la posibilidad de pactos entre las derechas como una forma inasumible de connivencia con la parte más oscura de la historia europea reciente.

Podemos pensar, si tenemos el día tonto, que el sistema ha previsto los mecanismos legales necesarios para defendernos de ese tipo de ataques, pero no es cierto. La nuestra no es una democracia conquistada, por más muertos que costara la Transición. De hecho, si no hubo más, fue porque eso ponía en peligro la operación gatopardista que estaba en marcha. En interés de la oligarquía que trataba de perpetuarse, incluso estaba “mal visto” ser demasiado de derechas en los primeros años de andadura democrática. La teta desbocada de Susana Estrada y Tierno Galván salían en la misma foto sin que se desatara el apocalipsis. Los artistas de la Movida se expresaban a bocajarro sin miedo a la cárcel y casi se podía pensar que la izquierda había ganado la batalla de la hegemonía cultural. Pero el poder no se entrega así, por las buenas. No ha ocurrido nunca.

La nuestra es una democracia construida a la medida de los principales herederos del régimen anterior y troquelada por sus intereses donde todo quedó “atado y bien atado”. Quizá así podamos entender mucho mejor de dónde nace la impunidad con la que actúa la derecha, su concepción patrimonialista del poder o la indulgencia de la que gozan ante los mismos jueces empecinados en construir causas criminales por el más mínimo indicio (real o imaginario) que apunte hacia sus adversarios políticos.

Podría llevarnos muy lejos reflexionar sobre el papel de la izquierda en aquel momento, sobre lo que era posible y lo que no, sobre la urgencia de evitar a toda costa un nuevo enfrentamiento civil o la necesidad de iniciar una vía parlamentaria de amplia representación política que permitiera caminar hacia una verdadera democracia.

En la práctica, la Transición supuso la liquidación definitiva de la legitimidad republicana como último sistema legalmente constituido en España (tras la penúltima huída de un Borbón cómplice del penúltimo golpe de Estado) y la aceptación del orden franquista como fuente de legitimidad para redactar la nueva Constitución que habría de regirnos. “De la ley a la ley”, como se dijo entonces, pero esa ley de la que partimos exigía jugar la carta del olvido hacia una dictadura genocida que se pasó cuatro décadas repartiendo a sus opositores políticos por las cunetas. De ahí, también, la resistencia al cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica. Hemos conseguido exhumar a Franco de El Valle de los Caídos sólo para descubrir que donde está enterrado de verdad es en la Constitución. De ahí va a ser más difícil sacarlo. Sobre todo si no se quiere.

Lo cierto es que han pasado otros cuarenta años sin que nada cambie salvo por unos pocos toques cosméticos de efecto superficial como la ley del divorcio, el derecho al aborto o la leyes LGTBI. A fin de cuentas somos europeos y en algo se tiene que notar, pero nada que afecte a las estructuras profundas que han mantenido a unas pocas familias en el poder desde hace ochenta años y que les han permitido controlar los sectores clave del Estado. Las mismas que ayer construían el mausoleo del dictador empleando mano de obra esclava y hoy engordan la caja B de la financiación ilegal del PP a cambio de contratos públicos.

Los españoles de tres generaciones llevamos casi un siglo arrastrando la conciencia de que no hay nada que se pueda hacer para cambiar las cosas, que la participación política a través de los partidos es un embudo pensado para asfixiar cualquier iniciativa que no convenga más que a la supervivencia de los mismos y que siempre es mejor no significarse, no piar demasiado alto, a riesgo de recibir una perdigonada de invisibilidad y ostracismo; sobre todo si has venido a impugnar la totalidad el sistema, menear la branca como diría Jordi Pujol y gritarle a la vieja nomenclatura bipartidista que les apesta el aliento a dinero como si el gato de Ana Patricia Botín les hubiera cagado en la boca mientras dormían el sueño de la clase obrera. Aquella España del pelotazo que hoy disfruta de la jubilación fumando puros en la cubierta de un yate tan blanco como la cal viva por los servicios prestados, no a la democracia, sino a sus dueños. Eso es lo que hacen, por lo visto, los profesionales de la política que pertenecen a un partido “serio”, un partido “de gobierno”, “con sentido de estado”.

Esa frustración generacional, después de tantos gobiernos que se han ido sucediendo con monótona impotencia, es lo que ha minado la confianza en un sistema diseñado como rompeolas de todos los impulsos de cambio y mejora de las realidades sociales. Son demasiados años de indefensión aprendida como para movilizar hacia las urnas la ilusión de una gente que ha visto disueltos sus votos como azucarillos elección tras elección. Y es, en definitiva, todo lo que se podía esperar de una democracia que nacía envenenada por la cadaverina franquista que llevaba dentro.

De todas las derivadas de este proceso, más triste aún que la propia desafección de la izquierda social hacia sus representantes políticos es la seducción que ejerce la estética fascista entre la población más joven, que no se explica sólo como el típico exabrupto adolescente mediante la adopción de un artificio decorativo con el fin de provocar una reacción, preferiblemente adversa, entre los adultos que les rodean. La búsqueda de la identidad en contraste con la generación de sus padres, por fuerza ha de ir en la dirección contraria a la de estos cuando todo lo que les están dejando en herencia es un escenario de esterilidad y agotamiento. No es extraño que perciban el típico discurso de izquierdas como el penúltimo intento hipócrita de comprometer su futuro en luchas que nunca se han querido ganar; lo cual les sitúa en ese espacio electoral que va desde la abstención desilusionada hasta el desprecio resentido hacia el sistema justo en las estribaciones de la ultraderecha fascista.

Demasiados obstáculos que superar, ya sean molinos o gigantes, para una formación como Unidas Podemos, que nació antes de ayer, por más que se hayan empeñado a fondo en la didáctica y la denuncia de los peores defectos fundacionales del sistema y sus consecuencias actuales. Demasiadas trampas dentro de la coalición para que aquellos niños acampados en la Puerta del Sol que no dejaban de joder con la pelota ideológica salgan indemnes de la experiencia de gobierno.

Y aún tiene esa izquierda Suresnes perfumada con agua de Vichy una bandera más que rendir en un momento en que la monarquía se tambalea. Si, llegado el caso, resultara imposible sostener por más tiempo la forma de la Jefatura del Estado, lo primero que haría el poder es desalojar el Palacio de la Zarzuela y comprarse una república lo mismo que en el 78 se compró una democracia. Una que no tenga nada que ver con aquella otra, la que se proclamó el 14 de Abril de 1931. Si dio resultado entonces, ¿por qué no ahora?.

Todo empieza con la apropiación indebida de las palabras. Ayer fue “democracia”. Hoy es “libertad”. Mañana será “República”.

Descentralización sin desconcentración

Descentralización sin desconcentración

Y, al final, además del futuro de nuestros hijos, nos habrán “okupado” también el pasado.

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Toño Benavides es ilustrador y poeta.

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