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Desventuras de un patinete eléctrico

Muchos usuarios de patinetes desconocen la normativa de circulación.

Sara Montero

2019 agoniza. El fin de la década es también el ocaso de la popularidad de los millennials. La generación que era joven en la crisis comienza a tener hijos. Los centennials empiezan a empujar. No suben sus vídeos a Facebook, sino a TikTok y ya no salen a protestar por el plan Bolonia sino pidiendo medidas contra el cambio climático. Quieren viajar, pero chocan con que el avión es un transporte demasiado contaminante. Cómo moverse se ha convertido en un reto y en un motivo de discusión que recorre todos los foros, con Madrid Central como capital de la polémica. Ya sea por la lógica aplastante de sus reivindicaciones o por la necesidad de demostrar que sigo siendo joven, me dejo convencer. Aparco el coche y cojo el patinete eléctrico.

La opción natural de los que quieren prescindir del vehículo en Madrid es el transporte público, ya sea el metro, Renfe o el autobús. En 2014, BiciMAD llegó a la capital para convencer de las bondades de lo eléctrico a aquellos que renegaban de ir con la bici al trabajo por miedo a las enormes cuestas. En 2019, las dos ruedas compiten con otros vehículos eléctricos, que se van reduciendo a la mínima expresión. Motos eléctricas, bicis, Segway, patinetes, monopatines y monociclos. En la legislación, dispar entre las ciudades del mismo país, los monopatines adquieren las siglas de VMP, Vehículos de Movilidad Personal.

Para alguien con 10 años de carnet B es difícil deshacerse de la sensación de equilibrio y protección que da conducir un vehículo de cuatro ruedas, con crisálida de acero y calefacción en invierno, pero te ahorras el tráfico y las dificultades al aparcar. De todos los vehículos que ha traído la nueva ola verde a la capital, que las empresas privadas han aprovechado bien, los patinetes eléctricos me parecían, con diferencia, los más antipáticos. Mi contacto con ellos se había limitado a ir por la calle y tropezarme con alguno que permanecía recostado en la acera, sobrepasando los límites básicos del civismo, a pesar de que la normativa pide que se dejen en las reservas de moto y aparcabicicletas, en la zona de aparcamiento de coches o en la acera como última opción junto a un bordillo.

Legisladores desprevenidos

Mi primer acercamiento con el patinete eléctrico está, pues, cargado de prejuicios poco disimulados. En principio, cumplo el primer requisito de la normativa: tengo más (muchos más) de 15 años. Pregunto entre mis amigos. Algunos ya lo han probado, pero casi ninguno conoce la Nueva Ordenanza de Movilidad para la ciudad de Madrid, que lleva en vigor desde octubre de 2018 y que dicta que está prohibido circular escuchando música con los auriculares, por aceras, carriles bus y tramos no semaforizados de la M-30. No les culpo, para saber por dónde circular correctamente, hay que esforzarse en buscar calles de prioridad peatonal, viales de Áreas de Acceso Restringido, pistas bici, ciclocalles, carriles bici, aceras bici, sendas bici, calles integradas en Zonas 30 y calles en las que los carriles dispongan de velocidad igual o inferior a 30 kilómetros por hora, tal y como relata en su página web el consistorio. Algunos de mis amigos no saben ni diferenciar algunos de esos términos.

A las propias autoridades les pilló desprevenidas el boom de los patinetes eléctricos. A veces las modas mueren antes de que hayan podido nacer las legislaciones. El Ayuntamiento de Madrid tuvo que redactar su propia ordenanza, teniendo como único antecedente normativo una instrucción de la Dirección General de Tráfico (DGT) de noviembre de 2016, que necesita una clara actualización. Ahora, empujado por las grandes ciudades, el organismo prepara un marco general para todo el Estado, donde se estudia la prohibición de ir por la acera o rebasar los 25 kilómetros hora. Mientras, Barcelona, Valencia o Sevilla tienen sus propias normas.

Después de googlear las directrices básicas, el siguiente paso es elegir uno de los 5.743 patinetes para los que el Ayuntamiento de Madrid ha concedido licencia a las 16 empresas que tienen permiso para alquilarlos. Comienzo por una zona familiar, el parque del Calero, una pista agradable para una novata con recelo. Ante la primera duda, hago lo que cualquier millennial, echo mano al bolsillo y desenfundo el Iphone. No quiero líos, así que voy a lo seguro: abro Uber y Cabify. Ambas ofrecen un apartado donde se pueden alquilar uno de sus patinetes, bajo las marcas Jump y Movo respectivamente. A pesar de que el Ayuntamiento asegura en su página web que están distribuidos por todos los distritos, mis aplicaciones me muestran que se concentran muchos más en la zona centro con la esperanza, quizá, de cazar también a los turistas. Camino por las afueras del parque sin mucho éxito. Al final cambio de ruta, mejor ir hacia plaza Castilla.

Vigilados por las dos torres KIO, aparecen cuatro patinetes de Lime, como si fueran los cuatro caballos del apocalipsis, pero en versión green. A su lado, un patinete Movo, negro y más pequeño. Al final, me dejo arrastrar por las apariencias. Elijo Lime, la empresa con más vehículos, que cobra un euro por desbloquear el patín y 0,17 euros por minuto. También están en Parla o Rivas, así que me resultan familiares, justo la sensación que necesitas ante la incertidumbre. Me bajo la aplicación, introduzco la tarjeta de crédito y capto el código QR con mi móvil. Suena un clic y el patinete cobra vida. Se enciende el contador y comienza la (nada) arriesgada aventura. Cuesta un poco moverlo al principio, pero el mecanismo es muy simple: acelerador a un lado y freno al otro. Me lanzo a la carretera por la zona de Ventilla.

La conducción es sencilla, pero me invade una primera sensación de inseguridad. Soy un vehículo demasiado rápido para ir por la acera, pero demasiado lento como para no desentonar sobre la calzada. La velocidad máxima es de 30 kilómetros hora. Me siento extraña y algunos peatones me miran al pasar. Los coches adelantan con respeto, no pitan, pero a mí me parece como si el pez grande estuviera a punto de comerse al chico. La cosa cambia cuando giro y empiezo a callejear. La carretera se vuelve unidireccional y se empieza a formar una cola de coches que ralentizan su marcha a mi paso, como un desfile de caracoles que yo encabezo. Son las 12 de la mañana de un domingo y no parecen tener prisa. Sin embargo, yo me pongo nerviosa y empujada por mi solidaridad de conductora me echo a un lado para que pasen.

Lo siento, no te he visto

El paseo es muy agradable. Hace un día templado aunque estemos ya en otoño. En realidad no puedo girar la cabeza para ver los edificios ni los detalles porque estoy muy pendiente de no saltarme ninguna señal. Las consecuencias podrían ser catastróficas. Ya he tenido el primer susto. “Lo siento, no te he visto”, me dice un conductor que ha estado a punto de golpearme cuando se lanzaba a la calzada con su moto desde una acera. Habituada al coche, con un tamaño difícil de ignorar, no he reparado que este pequeño vehículo eléctrico que conduzco no emite ningún ruido que alerte a los conductores ni a los peatones. Hay que tener cuidado y tomárselo en serio. Los patinetes ya han causado algunos accidentes. La primera víctima mortal fue una anciana que falleció en noviembre de 2018 en Esplugues de Llobregat a causa del impacto de uno de estos vehículos.

Dejo de callejear y vuelvo a salir a la arteria principal dispuesta a afrontar una de las circunstancias que más temo: una rotonda llena de coches que permite cambiar de sentido en la amplia avenida. Me meto entre los coches con la sensación de quien está a punto de lanzarse a una piscina de tiburones. Rodeada de coches me siento pequeña y desprotegida. Ni siquiera llevo un casco que amortigüe algún golpe. No tengo claro que eso esté bien, pero dos policías municipales pasean cerca y ni siquiera reparan en mí, así que doy por legitimado mi riesgo. Soy consciente de que me pueden multar con hasta 100 euros por infracción leve o 200 euros por infracción grave si circulo sin “la diligencia y precaución necesarias”.

Fin del trayecto. Coloco el patinete en un rincón apartado de la acera y hago la foto pertinente para que quede registrado en la aplicación. Si lo dejo en una mala posición, alguien puede llamar a la policía municipal. La denuncia no la pagaría la empresa, sino que se pondrían en contacto con Lime para identificarme como conductora y hacerme llegar la consiguiente sanción. Uno de los mayores inconvenientes vino después. Los 2,6 kilómetros que he recorrido (unos 21 minutos de paseo) son 4,57 euros.

Preocupada por si estoy cumpliendo con rigor con mis intenciones ecologistas, me pongo en contacto con Greenpeace. Me coge el teléfono el responsable de movilidad, Adrián Fernández, que asegura que hay que juzgar al patinete eléctrico según la usabilidad. Algunas personas se lo compran (yo he mirado algunos por 100 o 300 euros) y lo combinan con transporte público. Sacan de la calle coches privados, eso está bien. Sin embargo, su percepción es que los patinetes de alquiler compartido tienen dos problemas. El primero, su “vida útil”. Al dormir en la calle, se ven sometidos a condiciones peores o incluso vandalismo, así que hay que repararlos y cambiarlos con más frecuencia. El segundo, es el proceso de recarga, que algunas empresas hacen en furgoneta y que también deja una huella contaminante. Además, alertan de que los turistas también comienzan a usar estos vehículos. Hace unas semanas algunos medios replicaron un estudio realizado por investigadores de la Universidad de Carolina del Norte, publicado en la revista Environmental Research Letters, que Fernández cita.

El patinete eléctrico es, sin embargo, una buena opción para tramos cortos. Es jueves noche y llego tarde a una cena en el barrio de Malasaña. Las dos ruedas parecen una buena alternativa. Me ahorra llevar el coche al centro, puedo dejarlo en cualquier lado y luego cogerme un taxi para volver a casa. “No puedes beber”, me recuerda Ramón Soria, uno de los amigos que recurre al patinente habitualmente.

Comienzo a buscar un Movo disponible en la plaza de Chamberí para llegar hasta Malasaña. Territorio amigo. En las calles sin coches, excepto taxis y vehículos con licencia VTC, pronto descubro que tengo un nuevo enemigo: el peatón, que se multiplica por las calles empedradas del barrio más moderno de Madrid. Nadie se aparta de mi camino como cuando voy en coche. Pronto descubro que hay una sensación peor que saber que pueden hacerte daño: poder hacérselo a otros. Mientras atravieso a 15 kilómetros por hora la calle de Fuencarral, una chica cruza la acera mirando el móvil. Como buena novata, uso el pie para frenar en vez del manillar. Yo me desequilibro, ella, sin embargo, cruza sin percatarse, como si nada. No hay ruedo que le anuncie mi presencia, pero esta vez sí hay luces.

Green New Deal, ¿truco o trato?

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Aparco cerca de la iglesia de San Ildefonso. El tramo me ha costado tres euros y ha durado 22 minutos. Que dios guarde al siguiente viajero, pienso. Por un momento, dejo de lado mi tendencia al drama y reflexiono: ha estado bien.

*Este reportaje está publicado en el número de diciembre de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí. aquí

 

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