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Robe, un rebelde a la caza de la perfección

El líder de Extremoduro, en un concierto en Cáceres en 2012.

Javier Menéndez Flores

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En la vida civil es prácticamente imposible ejercer la rebeldía sin fisuras si estás dentro del sistema, pero en el arte aún quedan resquicios para los disidentes. Aun así, solo unos pocos elegidos se han forjado una biografía que los hace merecedores incontestables de una etiqueta, la de rebelde, que se suele adjudicar sin embargo con demasiada alegría.

Hay artistas que se plantan ante la tiranía de las modas y los imperativos de la industria, que se saltan los semáforos en rojo y dicen no. Personalidades indómitas que brillan como metales preciosos entre el gris de la multitud de borregos reverentes. Y no hablo de creadores indies cuyas obras están concebidas para el consumo de cuatro frikis, no.

Bob Dylan, quien ha hecho siempre lo que le ha dado la gana, es una estrella mundial que ha grabado todos sus discos en multinacionales y ha estado expuesto en los mejores escaparates. Y Keith Richards, otro inadaptado con mansiones, declaró que lo mejor de ser un stone era que ya no tenía que decir nunca más “sí, señor”: había logrado romper los grilletes y a partir de ahí disponía de sus propias tablas de la ley.

En la escena musical española hay un tipo que desde el principio de su carrera puso de manifiesto su índole combativa y contestataria. Su voluntad de ser su propia bandera. Estoy hablando de Roberto Iniesta. Fundador de Extremoduro y creador del rock transgresivo, que consiste en el difícil arte de maridar poesía y nitroglicerina, Robe, que es como le conoce todo el mundo, ha levantado una carrera de éxito con un lenguaje incendiario y una música que fue dura como el titanio y que en el transcurso de los años ha ido abriéndose e incorporando sonidos más calmos y llenos de matices, pero igualmente adictivos.

Robe tiene a medio país poniéndole velas a todos los santos imaginables para que la gira de despedida de Extremoduro, aplazada en dos ocasiones por causa de la pandemia y con polémica de por medio por discrepancias con la empresa promotora, pueda concretarse en 2022. Pero como no está nada claro que esa gira vaya a producirse, él, consciente de que no existe otro mañana que el ahora, ha seguido remando y fruto de ese esfuerzo tenemos ya en casa su tercer disco de creación en solitario, Mayéutica.

Desde sus inicios, Extremoduro demostró que es posible seducir a decenas de miles de personas con canciones de arquitectura compleja y una calidad muy superior a la de la media. Y si La ley innata fue su cima, Mayéutica, su continuación o secuela justo una década después, es la obra magna de Robe.

Nos hallamos ante una canción concebida como una sola obra fragmentada en cuatro movimientos. En realidad, más que un disco es un incendio, un huracán. Se trata de una fiesta superlativa de música y poesía con profusión de luz y alguna que otra sombra. Son poco más de 40 minutos de inspiración y audacia en donde un violín, un piano, una guitarra eléctrica, una batería, un bajo y los aullidos bajo la luna de Robe nos transportan al espacio exterior y, tras sacudirnos y acariciarnos, dejan en el paladar el sabor inequívoco de la felicidad.

Adicto al riesgo y a la experimentación

Antes de adentrarse en él conviene saber que, al igual que sucedía en Extremoduro, las composiciones de Robe, enemigo de los clichés formales, rehúyen la estructura clásica, que consiste en una reiteración de estrofas más estribillo apenas aliviada por un puente musical, y apuestan por los largos desarrollos. O si se prefiere, por las múltiples sorpresas: volantazos, cambios de rasante, loopings, disparos melódicos a quemarropa y otras virguerías propias del adicto al riesgo y la experimentación que es. Solo que si el lenguaje sonoro de Extremoduro era la electricidad y la caña, en su caminar en solitario lo que tenemos es una orquesta rock con Robe de furibundo y lúcido director.

En cuanto a los textos, Robe, Satán con lira, es un fino creador de tempestades y brisas. Un maestro en el empleo del lenguaje que sabe como nadie cuándo hay que recurrir a la seda y cuándo echar mano del bardeo. En sus inicios definió sus composiciones como “de amor y de guerra”, una manera inusual y fascinante de referirse a la propia obra que ponía de manifiesto su tendencia a la épica. Y las convenciones sociales y la barrera de eso que conocemos como “buen gusto” siempre se las ha llevado por delante con la motosierra de su literatura.

Es cierto que en sus trabajos en solitario, y Mayéutica lo vuelve a confirmar, su lirismo innato se desboca y los machetazos verbales, tan frecuentes en Extremoduro, se atenúan, puesto que de su garganta brotan más flores que napalm. Pero también lo es que no hay uno solo de sus discos que no contenga píldoras transgresivas. Cuando le pregunté de dónde le viene esa infrecuente tendencia a lo soez, al uso de la negrita, que él ha convertido en armazón de estilo y huella de identidad, me dijo: “Creo que hay que usar el lenguaje de una manera óptima. Se pueden decir las cosas de muchas formas. En el lenguaje y en la comunicación, la primera ley es que el interlocutor te entienda. ¿Por qué no voy a utilizar una palabra malsonante? ¿Que no sirven para nada? Mentira. Sirven para ver la intensidad y el sentimiento. El lenguaje hay que optimizarlo y exprimirlo al máximo. No es lo mismo ‘tu pelo’ que ‘tus pelos’. ‘Tus pelos’ son los del coño y ‘tu pelo’, tu cabello hermoso al viento. Si quieres explicar algo de verdad, intensamente, tienes que usar todas las palabras que te lo permitan”.

Al transitar caminos poéticos inéditos descubre atmósferas que, si bien resultan estéticamente novedosas, se apoyan en planteamientos filosóficos ya presentes en sus primeros trabajos: la lucha del hombre contra todo y todos, la utopía como aliento vital y las heridas que el amor en sangre viva y la ausencia de inspiración infligen en el creador.

La manera de hacer revoluciones

En Mayéutica hay muestras de todo eso. Así, su espíritu guerrero: “Buscando la manera / de hacer revoluciones, /pasé la vida entera / tocando los cojones: / tener un ideario / y perder las convicciones, / volver a lo primario…”. Lo utópico como eterna cuenta pendiente: “Quise hacer el mundo más feliz / y quise volar y hacer un mundo nuevo / y, aunque todo esté por conseguir, / no me desespero”. La importancia capital del amor: “Hablamos del amor / y ya no existen condiciones. / Cruza la puerta y quédate conmigo”. La posibilidad de acariciar los anhelos incumplidos: “Empieza la función, / aquí se admiten peticiones. / Todos los sueños que no se han cumplido”. Y la búsqueda incansable de la inspiración (la vida para el creador) expresada con un lirismo propio de un poeta de estatura: “… tú queriendo descifrar / mi empeño por poner / un cielo azul aquí entre tanto trasto”.

Mayéutica es una larga canción imprevisible y vivísima. Puesto que más allá de lo que en ella se relata, excelentemente contado, desde su arranque hasta su final la sensación que prevalece en el oyente es la de estar inmerso en un mundo sonoro en el que suceden muchas cosas. Y eso hace que te sientas como cuando de niño te subías a una montaña rusa y emprendías un viaje tan frenético como adictivo.

En todo caso, nada que ver este Robe, una estrella contra todo pronóstico, con el de los primeros tiempos de Extremoduro, para el que cada jornada consistía en mantener el equilibrio sobre un alambre incandescente. Entonces, las broncas con las discográficas, las penurias económicas, los excesos estupefacientes, el ninguneo de los medios y los recambios de músicos, que entraban y salían de la formación como si aquello en vez de un grupo de música fuera una banda de aluniceros, eran su pan de cada día y ejemplifican hasta qué punto cuando un hombre cree en su proyecto artístico y resiste, puede obrar el milagro. Robe soportó tifones y siniestros totales y lo tuvo casi todo en contra, pero logró sobreponerse a aquella sucesión de calamidades gracias a una tenacidad alimentada por la seguridad en la propia valía.

Sucede que hay nostálgicos de ese killer que consideran que el éxito sin paliativos que ha logrado le resta autenticidad a su discurso artístico e invalida su leyenda. Añoran al Robe de los primeros noventa, que fueron los años en los que vivió su particular Movida, cuando iba por Madrid como el tigre por la selva, con su instinto como único reloj, y se alimentaba de todo lo que veía y escuchaba. Aquel era otro Madrid, claro, más naíf y salvaje, y él además era más joven. No hace mucho mantuvimos este diálogo:

–Los puristas, esos talibanes de la tradición, dicen que ya no molas. Que te has refinado. Que antes escupías fuego y ahora contemplas las olas como un adolescente enamorado. ¿Te la pela o quisieras decir algo?

–Me la pela porque tampoco puedes hacer nada contra eso. El que es auténtico es auténtico, haga lo que haga. Camarón también decía algo así porque con él se metían mucho por lo de la pureza. Yo no sería más auténtico si me preocupara por hacer lo que la gente quiere que haga. Siempre va a haber gente que cargue contra ti, sobre todo cuando llevas tanto tiempo. Tengo que hacer lo que siento que debo hacer.

Y lo que siente que debe hacer pasa por darle forma de canción a sus más arraigadas obsesiones. En una conversación anterior, cuando hablamos de las explosiones nucleares que ilustraron las portadas del último disco de Extremoduro y de su segundo trabajo en solitario, le señalé que parecía que se levantaba y acostaba con esas imágenes de catástrofes. Su respuesta fue premonitoria respecto al mal que nos sobrevendría poco después: “Sí, puede ser, puede ser. Tengo una idea como de catástrofe inminente. Como que ya no me sorprende nada. Veo en un telediario lo peor y digo: ‘Bueno, normal. Tenía que llegar. ¿Ha salido Trump? Claro, con tantos millones de subnormales…’. Parece una visión catastrofista, pero es realista. Estamos aquí pensando que es todo muy estable y mira lo que pasó en la sala Bataclan. Estaban en el concierto y creían que era un día más y que era imposible que pasara nada raro. El que no iba a follar pensaba que no iba a follar, y el que iba a follar que qué bien, pero todo lo demás era inamovible. Y, de repente, se fue todo a la mierda. Cada vez veo menos cosas inamovibles. Todo parece estar pendiente de un hilo, de volcar. En cualquier sitio”.

Hacia la tierra insumisa

Hacia la tierra insumisa

En Jesucristo García, su primera gran canción, Robe se preguntaba: “¿Cuánto más necesito para ser Dios? / ¿Cuánto más necesito convencer?”. Hace ya tiempo que pasó del cuestionamiento a la acción, y a base de canciones colosales ha construido una escalera que se pierde en las alturas. Como clama en Mayéutica: “Hoy tal vez el viento sople a mi favor / y me empuje, me eleve y me lleve y me lleve”.

Porque Robe, con su arsenal de noes y su inquebrantable fe en sí mismo, no ha hecho otra cosa que buscar la perfección. Esa aspiración tan modesta, presente en el ánimo de todo artista de veras, de alumbrar una obra maestra que no está al alcance de los simples mortales sino de los dioses que, desde muy arriba, los contemplan.

*Este artículo está publicado en el número de verano de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

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